“UNA CEREMONIA NÁUTICA”
El asombroso relato del
viajero, artista y narrador francés PAUL MARCOY de su viaje a PUNO alrededor de 1850 para presenciar el
lanzamiento de la goleta “INDEPENDENCIA”
Recopilación y
traducción del francés por Augusto Dreyer Costa
erca
de Islay, Arequipa. El mensajero del cónsul británico residente en Islay, tan
pronto al desmontar de la mula, me preguntó si yo era realmente el señor
Marcoy, como si una sustitución de individuo hubiera sido posible en medio de
estas soledades y, al recibir mi respuesta afirmativa, sacó del forro de su
sombrero, que le servía de cartera, una carta dirigida a mí, que abrí con
presteza:
Amigo francés,
me dirijo a Puno para supervisar el lanzamiento de una goleta de cuarenta
toneladas, que envié el año pasado por piezas y a medias con un comerciante de
esa ciudad, don Pascual Matara. Esa embarcación de nombre “Independencia” será
destinada a la navegación y al cabotaje en el lago Titicaca. Como no tendrá
muchas oportunidades de ver el casco de un barco flotando a 3812 metros sobre
el océano, le insto a aprovechar al mozo y la mula que les envío para que
vengan a reunirse conmigo. Es el 1 de enero cuando nuestra goleta debe ser
botada. Un viaje así solo puede ofrecerle placer, sobre todo si hace por
Huallata en lugar de pasar por Cuevillas, y se detiene en casa de Peters
Reegle, mi compatriota, a quien le dará un verdadero placer mostrarle su
zoológico y ofrecerle la cena. Hasta
pronto, THÉOBALD SAUNDERS.
Una
vez leída la epístola, le pregunté al mozo cuántas leguas nos separaban de
Puno, a fin de juzgar si la propuesta del cónsul británico era o no aceptable.
 |
| Paul Marcoy, Burdeos, Francia, 1815-1887. |
Eso
depende, me respondió, del camino que tome el señor para llegar allí. Si
atraviesa la pampa de Islay y entra en la Sierra por Cangallo y Apo, tendrá que
recorrer setenta y tres leguas, es decir, ocho días de viaje; pero si bordea el
valle de Tambo, luego cruza la pampa Colorada y llega a la Cordillera por las
alturas de Yarabamba, ahorrará dieciocho leguas, es decir, dos días de marcha.
Opto por este último camino, ya que es el más corto, le dije al hombre. Solo
que, en lugar de ir por Cuevillas, pasaremos por Huallata; tengo que ver a un
amigo del Sr. Saunders. Lo conozco, es el señor Reegle, un inglés que vive en
una linda casa. Muy bien Ahora, ¿cree que podría llegar a Puno el 1 de enero,
ya que estamos el 24 de diciembre? ¡Válgame Dios!, exclama el mozo, ¡es poco tiempo
en efecto, y el camino es muy largo! Pero no importa, respondo con mi cabeza
que el señor llegará a su destino el 31 de diciembre antes de medianoche, si me
permite conducirlo a mi manera. ¿Y cuál es el precio del viaje? ¡Oh, señor, solo serán dieciocho
piastras! ¡Qué, sinvergüenza! Pero eso es el doble de la tarifa habitual. Sin
embargo, le informé que si no llegaba a Puno para el 31 de diciembre, solo
recibiría diez piastras.
A
dos leguas de Juliaca, mi guía me mostró a nuestra izquierda, escondido en un
pliegue del terreno, el pueblo de Atuncolla, famoso por las alfombras de pelo
que sus habitantes fabrican desde tiempo inmemorial. La laguna de Atuncolla,
que bordeamos a poca distancia, disipó con la antigüedad de sus recuerdos la
impresión de frialdad que me había dejado el pueblo. Es en esta laguna, cuya
circunferencia es de cuatro leguas, donde se elevaba antiguamente el palacio
del Gran Colla. Partiendo a las cinco de la tarde de Paucarcolla, hicimos
nuestra entrada en la ciudad de Puno a las diez de la noche, ciudad que los
mapas modernos califican pomposamente de "heroica y bien merecida".
La heroica ciudad, por solo darle el primero de sus títulos, estaba negra como
la boca de un horno cuando entramos en ella. Pero, al avanzar hacia la plaza Mayor,
las chicherías abiertas y las luces que brillaban en las ventanas nos enseñaron
que los habitantes, por respeto a la solemnidad del día siguiente, habían roto
momentáneamente con su costumbre de acostarse al mismo tiempo que el sol. Mi
guía, que conocía de sobra los hábitos del cónsul inglés, fue a llamar a la
puerta de uno de sus corresponsales donde esperaba encontrarlo, y su espera no
fue en vano. Cinco minutos después, el Sr. Saunders me estrechaba la mano, y,
sin piedad sin tomar en cuenta mi atuendo, me introdujo en el salón de su
amigo, donde grupos dispersos conversaban alegremente chocando sus copas. El
dueño de la casa, un indigena gordo y florido, tipo y vestimenta quechua de lo
más característico, vino a nuestro encuentro y, sin esperar a que yo lo
saludara, me ofreció ingenuamente brindar con él. Cumplida esta formalidad, me
presentó a su esposa, una matrona gorda y severo cuya sangre serrana me pareció
pura, sin mezcla alguna; al enterarse por su marido de que acabábamos de beber
a nuestras respectivas salud, la mujer, para mostrarme a su vez la estima que
hacía de mi persona, llenó un vaso de aguardiente de pisco, bebió previamente
la mitad y me rogó que terminara el resto; atrapado, no pude hacer otra cosa
que obedecer. Como le expresé discretamente a Mr. Saunders mi asombro al
encontrarlo en tal compañía, me informó de manera no menos discreta que los
esposos Matara, cuyo color y modales parecían sorprenderme, eran el padrino y
la madrina de la goleta que se botaría al día siguiente; que a esta cualidad,
añadían la de propietarios del buque por la mitad de su valor; que poseían,
además, ocho casas en la ciudad y cinco en el campo, un lavadero de oro, una
mina de sal, dos minas de plata, y probablemente le darían a su única hija, al
casarla, una dote de un millón de piastras (5 millones de francos).
Pedí
ver esa perla de las herederas, y el cónsul me señaló con la mirada a una
doncella de tez morena, viva imagen de su padre. Dos o tres admiradores de los
valles, de color oscuro, le decían galantes palabras a la bella, que reía a
carcajadas, mientras sorbía los vasos de aguardiente que cada uno de sus
pretendientes le ofrecía por turno, bajo la forma de un madrigal. Mientras conversaba en voz baja con el cónsul, sentí
que me tiraban del poncho; me volví y vi a la señora Matara, quien, con un
gesto amable, me invitaba a sentarme cerca de ella. Después de algunas
preguntas sobre Francia y España, que ingenuamente creía que pertenecían al
continente americano y formaban un solo pueblo, me preguntó si cantaba
acompañándome con la guitarra. Le respondí que nunca había unido mi voz a los
dulces sonidos de ese instrumento. Mientras se asombraba de semejante
indiferencia, me contó que su hija era una virtuosa de primera categoría, y,
para que yo pudiera juzgarlo por mí mismo, llamó a esta última, que en ese
momento jugaba a la mano caliente con el más joven de sus admiradores.
Acércate,
no lo toques, le dijo su madre, aquí tienes un chapetón de Francia que tendrá
placer en escucharte cantar. Monsieur es muy amable, replicó ella, solo que no
sé nada lo suficientemente hermoso para él. Vamos, no hagas tonterías, Anita,
dijo la madre, canta el yaraví del padre Lersundi. Intimada a obedecer, Anita
descolgó la guitarra con aire hosco y, mientras la afinaba, le pregunté a la
señora Matara quién era ese padre Lersundi, cuyo nombre revivía en un canto
nacional. “Un excomulgado”, un hombre que, sin respeto por el hábito sagrado
que vestía, se enamoró locamente de una joven de su parroquia. Ella, habiendo
muerto, fue enterrada; pero el padre Lersundi le había dado la orden al
sepulturero, quien, la noche siguiente, sacó el ataúd de la fosa y lo llevó
secretamente a casa del cura. Entonces, este destapó el cajón, retiró el
cadáver y, habiéndolo sentado en un sillón rodeado de cirios, se postró ante
ella y comenzó a dirigirle palabras de amor, que entremezclaban con gritos y
gemidos. Cuando la difunta comenzó a pudrirse, el padre, obligado a separarse
de ella, cavó una sepultura en su propia casa; pero, antes de enterrarla, le
desprendió una de las piernas del cadáver e hizo del hueso una qqueyna de cinco agujeros. Durante ocho
días, el desdichado no dejó de gemir y soplar en esa flauta, cuyo sonido, me
dijeron, congelaba la médula en los huesos. Al cabo de ese tiempo, los vecinos,
al no oír nada más, entraron en casa del padre y lo encontraron muerto, con su
flauta entre los brazos. El yaraví que van a escuchar fue compuesto por él
durante esa lúgubre semana. Durante esta explicación que me hizo estremecer,
Anita había afinado la guitarra como pudo y, ante un gesto repetitivo de su
madre, comenzó a tocar; inmediatamente, las conversaciones cesaron, todos se
apresuraron a acudir y la intérprete, rodeada de un círculo de oyentes, entonó
con voz aguda y lastimera el famoso yaraví en la menor, que tenía no menos de
dieciséis coplas. Se me permitirá citar aquí la primera, a modo de muestra.
Querida
del alma mía, / mientras
yaces sepultada / en
tu lúgubre mansión, / tu
amante canta y llora, / Al
recordar el pasado, / más
sus cantos y gemidos, / Qué
va, no puedes oír, / se
los lleva el viento

El lanzamiento de la goleta "Independencia”, Puno, ca. 1850.
Al
resonar de aplausos, a los que uní los míos, cantó la última estrofa del
yaraví; pero Anita, acostumbrada sin duda a tales homenajes, pareció poco halagada,
y, arrojando la guitarra en brazos de su madre con aire muy irrespetuoso,
regresó a su antiguo puesto donde sus admiradores acudieron a reunirse con
ella. ¿Qué chica, señor?, me dijo al oído la dama Matara, cuya voz temblaba de
cólera; ¿creería usted que nos habla, a su padre y a mí, como si fuéramos
pongos? Vamos, es una dura cruz que Dios nos ha enviado, y lamento de todo
corazón al hombre que será su marido. Por cortesía, no le respondí a esta buena
madre que estaba totalmente de acuerdo con ella, y, al verla dispuesta a
desahogarse conmigo, me levanté con el pretexto del cansancio, y, después de
despedirme de ella, fui a preguntarle al Sr. Saunders si se había ocupado de
encontrarme un alojamiento. Para mi gran sorpresa, me respondió que solo tenía que
dar un paso para estar de vuelta en casa, ya que los esposos Matara, por
consideración hacia él, se habían ofrecido a darme alojamiento y comida durante
mi estancia en Puno. Sobre esto, me condujo a un pequeño tugurio decorado con
el nombre de aposento, y, mostrándome algunas pieles de oveja extendidas sobre
el suelo y cubiertas, por decencia, con un paño de percal basto, me dejó
después de haberme deseado una buena noche. Mi primer cuidado fue visitar la
cama que me estaba destinada y cuya forma me había parecido sospechosa; luego
busqué en todos los rincones la palangana para las abluciones y las toallas
obligatorias; después, cuando me convencí de que estos objetos faltaban y que
las paredes no ofrecían un solo clavo donde colgar una tiranta, me dejé caer
sobre mi catre donde el sueño me sorprendió, mientras trataba de adivinar en
qué podían emplear los esposos Matara sus millones.
Levantándome
con el día, me puse mi carpeta bajo el brazo y fui a recorrer la ciudad.
Después de considerarla desde todos los ángulos, la contemplé desde lo alto de
un montículo que dominaba el lago a orillas del cual se encuentra. Esta sábana
de color plomizo, encerrada en un círculo de colinas yuxtapuestas, se extendía
sin límites hacia el horizonte. Ningún viento arrugaba su superficie sedosa. Se
diría que era el Océano, en un día nublado y con calma total.
A
pesar de la hora matutina y el frío punzante provocado por la cercanía de las
nieves del Crucero, las playas del Titicaca estaban cubiertas de indígenas de
ambos sexos, llegados de las provincias de Lampa, Azángaro, Chucuito, de los
confines del Desaguadero, y a quienes la vista de la goleta destinada al
cabotaje del lago Sagrado arrancaba gritos de admiración.
La
frágil nave “Independencia”, pintada con los colores peruanos y con su
rompeolas mirando hacia el lago, estaba situada sobre un espaldón y sostenido
por dos de esos puntales que los marineros llaman muletas. Por la elegancia de
su silueta, la estrechez de su popa y, sobre todo, por la audaz curvatura de
sus flancos finamente ahuecados, se adivinaba el calado en boga en los
astilleros de América del Norte. La “Independencia”, en efecto, como supe más
tarde, había sido construida en Nueva York y enviada a Islay por piezas
desmontadas y numeradas, que solo hubo que ensamblar. Las diversas partes de su
arboladura, desde los mástiles de cofa hasta las vergas y los bauprés, yacían
en la playa, donde los indígenas se divertían y medían su grosor.
Al
regresar, encontré el desayuno servido y a mis conocidos de la noche anterior
reunidos alrededor de la mesa. Me habían reservado un lugar entre los esposos
Matara y, aunque me disculpé por haberlos hecho esperar, me esforcé por
recuperar el tiempo perdido. El bautizo y el lanzamiento de la goleta debían
tener lugar a las once, y, como ya eran más de las diez, cada comensal se comió
los trozos dobles y, tomado el chocolate, se apresuró a abandonar la mesa, los
hombres para informarse del programa de la ceremonia, las mujeres para ocuparse
de su tocador; los propios sirvientes, compartiendo el entusiasmo general,
habían retirado rápidamente los platos y quitado el mantel. Esta prontitud, que
por su parte me sorprendió mucho, me fue explicada un momento después por la
gran cantidad de ocupaciones a las que se dedicaron, y que consistían para unos
en adornar la fachada de la casa con sábanas y tapices, y para otros en
esparcir en el umbral juncos verdes cortados a la orilla de las lagunas. Varias
casas notables de la calle, que no tardaron en adornar sus fachadas a ejemplo
de la de los esposos Matara, pronto le dieron al barrio ese aire alegre y
engalanado que caracteriza a nuestras ciudades del sur de Francia, en un día de
Corpus Christi. Quedandome con el señor Saunders, aproveché la conversación a
solas para contarle los detalles de mi entrevista con su amigo Reegle, desde el
escándalo que causó la palabra "menagerie" aplicada a los animales
que lo acompañaban, hasta las confidencias que me hizo sobre la herida de su
corazón y el deterioro de su estómago. Cuando llegué a hablar del estado
anómalo en que lo había dejado, el señor Saunders me interrumpió con un gesto
de hombros que acompañó con estas palabras expresivas, pero poco halagüeñas
para su amigo: «Reegle es un hombre excelente, que no tiene otro defecto que su
embriaguez; en tiempos de su mujer... ya bebía, porque siempre ha bebido, pero
ella le hacía la guerra por eso, él bebía a escondidas y eso le molestaba desde
que ella murió, y hace seis años, lo toma tan a la ligera, que apostaría a que
aún no se ha desintoxicado. Le predije que acabaría mal. Mientras instaba al
cónsul a retractarse de su siniestra profecía, unos petardos que estallaron en
la calle y el tañido de todas las campanas nos informaron de que la ceremonia
estaba a punto de comenzar. El señor Saunders, en su calidad de amigo de la
casa, abrió sin escrúpulos las puertas que conducían al primer piso y me invitó
a seguirlo al balcón, desde donde podríamos disfrutar de la vista del desfile y
ver pasar el cortejo. Acepté con tanto más entusiasmo cuanto que ya reinaba una
soledad completa en la vivienda; amos y sirvientes la habían dejado a nuestro
cuidado, apresurados como estaban por ir a la iglesia. Una multitud compacta
llenaba las calles. Noté con placer que el bello sexo formaba la mayoría, pero
por atractivo que fuera el aspecto de las Chacareras, con su vestido corto con
volantes almidonados y su sombrero de ala ancha inclinado sobre la oreja,
confieso que, por amor a lo pintoresco, mis miradas se fijaron preferentemente
en las mujeres del pueblo, cuya epidermis color caoba nuevo, cabellera
desgreñada y vestidos abigarrados, ofrecían un espectáculo de lo más
pintoresco. La mayoría de ellas, para matar el aburrimiento de la espera, se
habían provisto de cántaros de chicha y botellas de aguardiente, de las que
bebían directamente, mientras masticaban hojas de coca que sacaban de una
alforja colgada a su lado. Pronto los gritos proferidos por miles de voces, y
el movimiento de retroceso impreso a la multitud, nos anunciaron la llegada de
la procesión. Las campanas, que se habían callado, volvieron a sonar, mientras
que las camaretas y los petardos estallaban con más fuerza.
En
ese mismo instante, vi brillar al final de la calle, por encima de las cabezas
de la multitud, las astas doradas de las banderas y la cruz de plata de varios
metros de altura. Ante el signo de la salvación, obligué al Sr. Saunders a
quitarse el sombrero, aunque él pretendía que el catarro que padecía, unido a
su condición de protestante, eran motivos suficientes para no quitárselo. A la
cabeza del cortejo apareció un destacamento de serenos o guardias de policía,
compuesto por una docena de hombres, vestidos con ponchos de lana, tocados con
monteras y calzados con usutas (un
trozo de cuero moldeado en forma de sandalia); cada uno de ellos estaba armado
con una macana nudosa de madera de huarango, sujeta a la muñeca por un trozo de
cuerda. Este garrote, al que imprimían un movimiento continuo, les servía para
contener dentro de justos límites el entusiasmo de los indígenas, exaltados en
demasía por los licores en abundantes raciones. Apenas un curioso de uno u otro
sexo intentaba franquear el seto para disfrutar por anticipado de los detalles
de la procesión, un golpe de garrote en la cabeza le advertía de su
indiscreción y lo obligaba a volver a su lugar. Este modo de llamada al orden
tenía algo de claro y preciso, que el señor Saunders, en calidad de inglés, me
pareció apreciar vivamente. Tras los serenos, desfiló el gremio de las
fruteras, graves matronas, en su mayoría cargadas de notable sobrepeso,
adornadas con cintas de la cabeza a los pies, y portando en cestos engalanados
los dones de la diosa Pomone americana, a modo de muestras de su
comercio.
Un
grupo de alcaldes y gobernadores, con el pelo recogido en cola de caballo,
ataviados de rojo y azul y blandiendo sus largos bastones con pomos de plata,
caminaban tras las comadres. Detrás de ellas, precedida por la cruz y rodeada
de estandartes y pendones que ondeaban al viento, apareció sobre un anda de
plata llevada por dieciséis indios con sobrepelliz, la venerada imagen de
Nuestra Señora de las Nieves. La Virgen, protectora de estas regiones heladas,
vestía un vestido con miriñaques, de terciopelo escarlata, todo galoneado de
oro y adornado con astracán.
 |
El
gorro forrado, bordado con perlas y rematado con una pluma, que llevaba calado
hasta los ojos, aludía al frío riguroso que reina en todo momento en estos
parajes. Un escapulario pendía de la mano izquierda de la Virgen; su mano
derecha elevaba un estandarte de seda blanca, sobre el cual estaba pintado un
ojo abierto rodeado de nubes. Al ver este objeto, presentí algún símbolo, y,
olvidando que mi vecino pertenecía a la religión reformada, le pregunté en voz
baja su significado; pero, como verdadero incrédulo que era, se puso a reírse groseramente
en lugar de responderme. Supe más tarde que el oftalmos pintado en la bandera
de Nuestra Señora representaba el ojo divino ñahuindios, destinado a conjurar el ñasupay, o mal de ojo, que lanza hechizos a los pastores de las
alturas y hace perecer a sus ovejas de hidropesía.
Alrededor
del anda de Nuestra Señora de las Nieves, se agrupaban una veintena de beguinas
de San Juan de Dios, vestidas de colores oscuros y con la cintura ceñida por
una banda de cuero. Estas venerables damas, cada una portando una antorcha de
cera, cantaban el Te Deum sobre un aire del país, acompañadas por dos
guitarristas de edad madura, que les daban el tono y cantaban con ellas. Detrás
de las beguinas aparecieron, unidos en matrimonio por una cinta rosa con
ribetes plateados, cada uno de los cuales sostenía un extremo, el padrino y la
madrina de la goleta. Al vernos en su balcón, ambos sonrieron y nos hicieron un
pequeño gesto de saludo.
El
señor Matara tenía un traje verde repollo, con tres faldones forrados de rojo y
cuyas solapas le llegaban hasta los muslos. El corte de esta prenda atestiguaba
suficientemente su respeto por las antiguas modas de la sierra. El único
sacrificio que creyó deber hacer a las ideas modernas consistía en que sus
pantalones, que, en lugar de ser bombachas a la rodilla al estilo de Luis XIII,
como los que usan los indígenas, eran verdaderos pantalones con estribos. Un
mechón de cintas multicolores, prendidas en el ojal del opulento quechua, flotaban
con el soplo de la brisa.
Su
respetable esposa, imbuida de los mismos prejuicios y fiel a las mismas ideas,
había conservado religiosamente la vestimenta de su casta, y llevaba ese
faldellín estrecho, corto y ajustado abajo, una especie de tonel plisado, que
da a las burguesas de la sierra la apariencia de escarabajos gordos. Añadamos,
como corrección, que este faldellín, confeccionado por el primer sastre de la
ciudad, cuya hechura era competencia de los sastres, estaba compuesto por
treinta y cinco metros de un hermoso satén de Málaga, color canela, adornado en
la parte inferior con tres filas de pasamanería de seda negra y crepinas de oro
fino, cuyo efecto era irresistible. Una
llicclla de lana blanca, bordeada con encaje de oro, y sujeta en el pecho
por un blanca, ribeteada con
encaje dorado y sujeta en el pecho por una plata de plata, un alfiler antiguo
con forma de cuchara sopera, medias de seda rosa y zapatos de endrinas, el tono
del forro, completaban este rico traje.
El
peinado de la señora Matara era de lo más sencillo. Sus cabellos de un negro
azulado, lavados con orina y lustrados con sebo de oveja, y separados por una
raya en medio, caían sobre su espalda, divididos en unos cincuenta mechones,
que un trozo de plomo enrollado sujetaba en haz en su extremo.
A
cierta distancia de la pareja, avanzaba el cura, revestido con una espléndida
capa, ofrecida como presente por el padrino y la madrina de la “Independencia”.
El sacristán de la Matriz; cabeza y piernas desnudas, protegía la cabeza del
pastor bajo un paraguas de mango largo, que recordaba la achigua de los emperadores peruanos. Es cierto que esta sombrilla, en lugar de estar tejida con
plumas, estaba recubierta de algodón rojo, y que el sacristán que hacía las
veces de ccumillu no era ni enano ni
jorobado, como el individuo encargado de estas funciones con los hijos del Sol.
A la
izquierda del cura se encontraban algunos vicarios de las parroquias vecinas, a
quienes había invitado a la ceremonia. A la derecha, el rector del colegio de
ciencias, fundado por San Román, quien estaba acompañado por un profesor de
teología mística y un doctor en derecho canónico. Estos tres personajes, con el
fin de agradar a los esposos Matara, se habían puesto sus trajes de ceremonia
de toga que les llegaba hasta la pantorrilla y les ceñía el cuerpo, con mangas
y bufandas en paño, forrados de sarga escarlata. Sus cabezas estabas cubiertas
con un sombrero hexagonal de terciopelo negro, cuyas crestas erizada les daban
el aspecto de un gallo de las rocas. Una orquesta, formada por una treintena de
intérpretes, cerraba dignamente la marcha. Los instrumentos consistían en
trompetas de hojalata, pututus o cuernos de Amón, flautas de cinco agujeros,
tambores, guitarras, charangos y zampoñas. Como no se les había dado ningún
tema musical de antemano a estos artistas, sino que se habían limitado a darles
de beber en abundancia, cada uno tocaba según su fantasía, y de este revoltijo
de inspiraciones e instrumentos surgía una melodía original, pero
ensordecedora. En el momento en que la procesión doblaba la esquina del Cabildo
para dirigirse a la orilla del lago, el señor Saunders me propuso ir a reunirme
con ellos para la bendición de la goleta, mientras él supervisaba los detalles
de la botadura. Acepté, y cuando cerró la puerta de la vivienda, intentamos
unirnos a la procesión subiendo por la calle; pero la multitud que la obstruía
era tan compacta, que después de un cuarto de hora de lucha y el esfuerzo
combinado de nuestros puños, rodillas y pies, nos vimos obligados a dar la
vuelta y tomar un desvío bastante largo para llegar a la playa.
Cuando
llegamos cerca de la nave, el cura acababa de hacer su aspersión de agua
bendita y de esparcir sobre él la sal y el trigo, pronunciando la fórmula
sagrada, que debía protegerla contra la tormenta, preservarlo de la corrupción
y asegurar la prosperidad de su comercio. Ahora quedaba por librar a la
“Independencia” de sus muletas y cortar el amarradero que lo retenía en la
orilla. La multitud esperaba con ansiedad este gran evento, pero pasaron veinte
minutos y la goleta no se movió más que un tocón, por lo que los espectadores
comenzaron a murmurar.
El
Sr. Saunders, a quien pregunté la causa de este retraso, me informó que se
debía a la ausencia de los dos profesionales encargados de la delicada
operación de lanzamiento. Estos individuos, sobre los cuales me informé, eran
dos marineros del vapor estadounidense Philadelfia, quienes habían desertado
por amor al jugo de caña fermentado y a las cholas de la costa. Después de vagar
durante mucho tiempo de playa en playa, habían llegado a Islay, donde el cónsul
británico apiadándose de su miseria, les había ofrecido enviarlos a Puno, con
los grados de capitán y segundo de la “Independencia”, a condición de que ellos
efectuaran la botadura de la
nave, ponerle los mástiles, aparejarla, navegarla, y
renunciar para siempre a los licores fuertes.
Los
dos yanquis, que no sabían dónde meter la cabeza, habían suscrito todo lo que
se les exigía, y provistos de cartas de marca y pasaportes debidamente visados,
habían partido hacia la sierra. Desafortunadamente, la estancia en Puno, las
caricias de los indígenas y el crédito ilimitado que se les abrió desde el
primer día en las chicherías, habían actuado sobre ellos como los frutos del
loto. Olvidandose de sus promesas, habían permanecido constantemente sumidos,
desde su llegada, en un estado intermedio entre la embriaguez y el sueño. Sin
embargo, la ceremonia se prolongaba, y como la procesión no podía permanecer
más tiempo en la playa, se envió un escuadrón de indígenas en busca de los dos
hombres, que después de muchas búsquedas fueron encontrados en una pulpería,
tendidos en el suelo y profundamente dormidos; unos jarrones de agua, que les
arrojaron a la cara, interrumpieron su sueño; su primera palabra al abrir los
ojos fue un insulto formidable; la segunda, un llamado al boxeo. Pero los
indígenas, sin inmutarse por estas demostraciones, les lanzaron un lazo
alrededor del cuerpo y los arrastraron a paso rápido hacia la orilla, en donde aparecieron despeinados,
tambaleándose y más aturdidos que búhos sorprendidos por la luz del día.
En
ese momento, ya sea que la impaciencia de la multitud no conociera más límites,
o que la situación moral y física de los recién llegados le pareciera
incompatible con la naturaleza del servicio que se les pedía prestar, se vio
una avalancha de estos indígenas, cuyos antepasados transportaban antaño, para
el buen placer de los incas, bloques de granito del peso de 20 mil quintales
métricos, abalanzarse sobre la goleta, levantarla del suelo y precipitarla al
lago, donde la graciosa embarcación, después de hundir su proa como una gaviota
que se zambulle, reapareció a unas pocas brazas de distancia. Los gritos
frenéticos y los aplausos de los espectadores saludaron esta proeza, que halagó
vivamente el amor propio nacional del cura, los vicarios y los profesores, a
juzgar por las sonrisas y las palabras que intercambiaron. En cuanto a los
esposos Matara, cediendo a una emoción bien legítima, habían soltado la cinta
que sostenían y se habían arrojado en brazos el uno del otro. Aclamados por la
multitud, fueron conducidos en triunfo hasta su morada, donde el Sr. Saunders y
yo nos reunimos con ellos una vez que el entusiasmo popular se hubo calmado un
poco.
Durante
el día, las playas del Titicaca, cubiertas de indígenas, resonaban con el
sonido de las guitarras y el choque de las jarras y botellas. Al caer la noche,
se lanzaron petardos en las calles; el balcón de Matara se iluminó, y un baile fue ofrecido por los
esposos a los notables de la ciudad.
Felizmente,
me había dado cuenta a tiempo por el bullicio que había en la casa y la vista
de los odres de vino y aguardiente, que se disponían en las esquinas del salón
a modo de jardineras y previendo un estallido terrible, me escabullí cuando
llegó la noche y, atrincherado en mi aposento, podía oír en el puerto el rugir
de la orquesta de la procesión, el zapateo de los bailarines y el vociferar de
la multitud hasta el amanecer.
A los dos días partí de Puno. Mientras
contemplaba el lago, se me había ocurrido la ambiciosa idea de circunnavegar su
vasta extensión, en recuerdo del navegante genovés. Después de saldar la cuenta de
Pacheco y despedirme de mis anfitriones, le prometí al Sr. Saunders, a quien
sus negocios debían retener en Puno un mes más, que iría a reunirme con él allí.
Había calculado que mi ausencia duraría como máximo tres semanas. A mi regreso,
debíamos aprovechar la goleta para explorar juntos las verdes islas esparcidas
por el gran lago, desde la isla de Titicaca, que tiene dos leguas de
circunferencia, hasta el islote de Puma, que solo tiene veinte metros de
contorno. Partí acompañado de dos chasquis; pero, en el viaje, si el hombre a
menudo propone, casi siempre es Dios quien dispone, y yo debía aprenderlo a mi
costa. Después de visitar los volcanes extintos de Chupa, me detuve frente a
las fuentes minerales de Arapa, y luego, desde estas últimas, pasé los
afluentes del golfo de Azángaro y a los de Huancané y me entretuve en
atravesarlos uno tras otro. Una vez lanzado por este camino, no retrocedí ante
un desvío de algunas leguas para ir a beber un sorbo de agua en las fuentes del
Araza y del Paucartampu, reconocer las laderas de Apolobamba y las de
Achachache, y hacer una visita de las famosas ruinas de Tiahuanacu. En medio de
estas diversas ocupaciones, el tiempo pasó sin que yo fuera consciente de ello.
Una hermosa mañana me encontré en la margen derecha del Desaguadero, almorzando
raíces cocidas bajo las cenizas y calculando la serie de días transcurridos
desde mi partida de Puno. Habían pasado cinco meses y dos días desde que partí.
Pensé que el señor Saunders naturalmente ya no estaría allí y, cambiando mi
itinerario, crucé la Cordillera por encima de Huayna-Putina, bordeé el valle de
Moquegua, corté el de Tambo a doce leguas del Océano, y, después de seis meses
de peregrinaciones, llegué al puerto de Islay y a la residencia consular, donde
fui a pedir hospitalidad. Solo encontré a la señora Saunders y a sus dos hijas;
estas damas aún estaban bajo la influencia de los tristes acontecimientos que
habían ocurrido durante mi ausencia; en la goleta “Independencia” habían
colapsado las velas y se había hundido en su primer viaje, en la travesía de
Chucuito a Umamarca. Toda la tripulación había perecido!
 |
Celebrando
lanzamiento de la goleta Independencia
Un
número del periódico El Comercio, que la señorita Saunders me puso en las
manos, contenía, sobre la catástrofe, un largo artículo a tres columnas, que
había brindado a su autor la oportunidad de hablar de Manco Capac, de la era de
la independencia y de los destinos gloriosos a los que el Perú estaba llamado.
En cuanto a la causa del siniestro, el autor la atribuía a un tornado, al que
llamaba tromba. Pero la señora Saunders, mejor informada que él, me aseguró que
la inexperiencia de la tripulación, compuesta por indigenas pongos que veían un
barco por primera vez, sumada al estado de embriaguez en el que se encontraban
el capitán y su segundo al momento de la partida, eran las verdaderas causas
del naufragio de la goleta, naufragio que ocasionara a su esposo una pérdida
neta de ciento cuarenta mil francos, ya que ninguna compañía de seguros
marítimos había sido creada aún en los alrededores del lago Sagrado. Luego,
como la desgracia nunca viene sola, la muerte del Sr. Reegle siguió de cerca al
naufragio de la goleta. El infortunado, tras una de esas lecturas de Young que
le eran familiares, habiéndose dormido con la cabeza sobre la mesa cerca de una
luz, se había incendiado como yesca. Cuando el pongo llegó por la mañana para
renovar las velas y terminar el poco ron que su amo había olvidado en el fondo
de las botellas, solo encontró de este último una masa carbonizada a la que se
adherían dos
botines aún intactos. Como Empédocles,
el señor Reegle solo había dejado tras de sí su calzado. El anuncio de esta
doble desgracia me había consternado verdaderamente. En vano, después de la
cena, las señoritas Saunders, para intentar distraerme, tocaron a cuatro manos
el romance Portrait charmant, portrait de
mon amie; sus acordes fueron superfluos. El naufragio de “Independencia” y
la combustión instantánea del Sr. Reegle habían sacudido tanto mis nervios que,
no pudiendo soportar más los sonidos armónicos del clavecín, pedí permiso para
retirarme. Después de una noche de sueño inquieto, interrumpido por sueños
penosos, me levanté y, despidiéndome de esas damas, partí hacia la provincia de
Cailloma, a los orígenes del Apurímac, entonces poco conocidas. <->