Hace un año, en esta misma columna, escribimos: “El asesinato de 17 civiles en Juliaca (…) en su gran mayoría jóvenes de entre 20 y 30 años, a manos de las Fuerzas Armadas (balas y perdigones), además del asesinato de un suboficial PNP, (…) no solo es expresión de una ultraviolencia innecesaria, sino irracional, y debe ser condenada. Pero es también el resultado de un gobierno que ya lleva otros 28 muertos en la espalda y que, no obstante, hace oídos sordos a la voluntad de un sector mayoritario del país (…) que pide la renuncia de la presidenta para la convocatoria a nuevas elecciones”.

En esa línea, durante el 2023 hemos visto cómo miles de ciudadanos de distintas regiones del país se movilizaron hacia Lima con el fin de protestar contra el gobierno en las denominadas “tomas de Lima”, y cómo también perdieron fuerza sin lograr la renuncia de Boluarte. También hemos visto cómo el gobierno decretó medidas para neutralizar estas iniciativas, criminalizando las protestas y generando una cultura de miedo. Por ello, hoy en el Perú, las marchas ya no representan nada. Finalmente, hemos visto la deformidad de los hechos mediante una narrativa establecida por el gobierno sobre la base de mentiras y burlas. La máxima expresión: la declaración del año 2023, a pocos días del 9 de enero, con el nombre “Año de la unidad, la paz y el desarrollo”. Todo ello, mientras se reprimía con balas.

Pensar en los muertos de Juliaca y del país, pensar en el dolor de las familias que han sufrido sus muertos, pensar en la impunidad y en la injusticia, pensar en el desembarazo de una presidenta títere incapaz de asumir su responsabilidad, pensar en que la historia se construye de una manera tiránica, pensar en todo eso da arcadas, ganas de guardar silencio y cerrar los ojos. Sin embargo, desde otra perspectiva, estas arcadas deben ser un aliciente para mantenernos en alerta y seguir siendo críticos, pues no se puede transigir con el abuso y la impunidad. Que los muertos de Juliaca nos lo sigan recordando. <>