“UNA CEREMONIA NÁUTICA”
El asombroso relato del
viajero, artista y narrador francés PAUL MARCOY de su viaje a PUNO alrededor de 1850 para presenciar el
lanzamiento de la goleta “INDEPENDENCIA”
Recopilación y traducción del francés por Augusto Dreyer Costa
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de Islay, Arequipa. El mensajero del cónsul británico residente en Islay, tan
pronto al desmontar de la mula, me preguntó si yo era realmente el señor
Marcoy, como si una sustitución de individuo hubiera sido posible en medio de
estas soledades y, al recibir mi respuesta afirmativa, sacó del forro de su
sombrero, que le servía de cartera, una carta dirigida a mí, que abrí con
presteza:
Amigo francés, me dirijo a Puno para supervisar el lanzamiento de una goleta de cuarenta toneladas, que envié el año pasado por piezas y a medias con un comerciante de esa ciudad, don Pascual Matara. Esa embarcación de nombre “Independencia” será destinada a la navegación y al cabotaje en el lago Titicaca. Como no tendrá muchas oportunidades de ver el casco de un barco flotando a 3812 metros sobre el océano, le insto a aprovechar al mozo y la mula que les envío para que vengan a reunirse conmigo. Es el 1 de enero cuando nuestra goleta debe ser botada. Un viaje así solo puede ofrecerle placer, sobre todo si hace por Huallata en lugar de pasar por Cuevillas, y se detiene en casa de Peters Reegle, mi compatriota, a quien le dará un verdadero placer mostrarle su zoológico y ofrecerle la cena. Hasta pronto, THÉOBALD SAUNDERS.
Una vez leída la epístola, le pregunté al mozo cuántas leguas nos separaban de Puno, a fin de juzgar si la propuesta del cónsul británico era o no aceptable.
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| Paul Marcoy, Burdeos, Francia, 1815-1887. |
A
dos leguas de Juliaca, mi guía me mostró a nuestra izquierda, escondido en un
pliegue del terreno, el pueblo de Atuncolla, famoso por las alfombras de pelo
que sus habitantes fabrican desde tiempo inmemorial. La laguna de Atuncolla,
que bordeamos a poca distancia, disipó con la antigüedad de sus recuerdos la
impresión de frialdad que me había dejado el pueblo. Es en esta laguna, cuya
circunferencia es de cuatro leguas, donde se elevaba antiguamente el palacio
del Gran Colla. Partiendo a las cinco de la tarde de Paucarcolla, hicimos
nuestra entrada en la ciudad de Puno a las diez de la noche, ciudad que los
mapas modernos califican pomposamente de "heroica y bien merecida".
La heroica ciudad, por solo darle el primero de sus títulos, estaba negra como
la boca de un horno cuando entramos en ella. Pero, al avanzar hacia la plaza Mayor,
las chicherías abiertas y las luces que brillaban en las ventanas nos enseñaron
que los habitantes, por respeto a la solemnidad del día siguiente, habían roto
momentáneamente con su costumbre de acostarse al mismo tiempo que el sol. Mi
guía, que conocía de sobra los hábitos del cónsul inglés, fue a llamar a la
puerta de uno de sus corresponsales donde esperaba encontrarlo, y su espera no
fue en vano. Cinco minutos después, el Sr. Saunders me estrechaba la mano, y,
sin piedad sin tomar en cuenta mi atuendo, me introdujo en el salón de su
amigo, donde grupos dispersos conversaban alegremente chocando sus copas. El
dueño de la casa, un indigena gordo y florido, tipo y vestimenta quechua de lo
más característico, vino a nuestro encuentro y, sin esperar a que yo lo
saludara, me ofreció ingenuamente brindar con él. Cumplida esta formalidad, me
presentó a su esposa, una matrona gorda y severo cuya sangre serrana me pareció
pura, sin mezcla alguna; al enterarse por su marido de que acabábamos de beber
a nuestras respectivas salud, la mujer, para mostrarme a su vez la estima que
hacía de mi persona, llenó un vaso de aguardiente de pisco, bebió previamente
la mitad y me rogó que terminara el resto; atrapado, no pude hacer otra cosa
que obedecer. Como le expresé discretamente a Mr. Saunders mi asombro al
encontrarlo en tal compañía, me informó de manera no menos discreta que los
esposos Matara, cuyo color y modales parecían sorprenderme, eran el padrino y
la madrina de la goleta que se botaría al día siguiente; que a esta cualidad,
añadían la de propietarios del buque por la mitad de su valor; que poseían,
además, ocho casas en la ciudad y cinco en el campo, un lavadero de oro, una
mina de sal, dos minas de plata, y probablemente le darían a su única hija, al
casarla, una dote de un millón de piastras (5 millones de francos).
Pedí ver esa perla de las herederas, y el cónsul me señaló con la mirada a una doncella de tez morena, viva imagen de su padre. Dos o tres admiradores de los valles, de color oscuro, le decían galantes palabras a la bella, que reía a carcajadas, mientras sorbía los vasos de aguardiente que cada uno de sus pretendientes le ofrecía por turno, bajo la forma de un madrigal. Mientras conversaba en voz baja con el cónsul, sentí que me tiraban del poncho; me volví y vi a la señora Matara, quien, con un gesto amable, me invitaba a sentarme cerca de ella. Después de algunas preguntas sobre Francia y España, que ingenuamente creía que pertenecían al continente americano y formaban un solo pueblo, me preguntó si cantaba acompañándome con la guitarra. Le respondí que nunca había unido mi voz a los dulces sonidos de ese instrumento. Mientras se asombraba de semejante indiferencia, me contó que su hija era una virtuosa de primera categoría, y, para que yo pudiera juzgarlo por mí mismo, llamó a esta última, que en ese momento jugaba a la mano caliente con el más joven de sus admiradores.
Acércate, no lo toques, le dijo su madre, aquí tienes un chapetón de Francia que tendrá placer en escucharte cantar. Monsieur es muy amable, replicó ella, solo que no sé nada lo suficientemente hermoso para él. Vamos, no hagas tonterías, Anita, dijo la madre, canta el yaraví del padre Lersundi. Intimada a obedecer, Anita descolgó la guitarra con aire hosco y, mientras la afinaba, le pregunté a la señora Matara quién era ese padre Lersundi, cuyo nombre revivía en un canto nacional. “Un excomulgado”, un hombre que, sin respeto por el hábito sagrado que vestía, se enamoró locamente de una joven de su parroquia. Ella, habiendo muerto, fue enterrada; pero el padre Lersundi le había dado la orden al sepulturero, quien, la noche siguiente, sacó el ataúd de la fosa y lo llevó secretamente a casa del cura. Entonces, este destapó el cajón, retiró el cadáver y, habiéndolo sentado en un sillón rodeado de cirios, se postró ante ella y comenzó a dirigirle palabras de amor, que entremezclaban con gritos y gemidos. Cuando la difunta comenzó a pudrirse, el padre, obligado a separarse de ella, cavó una sepultura en su propia casa; pero, antes de enterrarla, le desprendió una de las piernas del cadáver e hizo del hueso una qqueyna de cinco agujeros. Durante ocho días, el desdichado no dejó de gemir y soplar en esa flauta, cuyo sonido, me dijeron, congelaba la médula en los huesos. Al cabo de ese tiempo, los vecinos, al no oír nada más, entraron en casa del padre y lo encontraron muerto, con su flauta entre los brazos. El yaraví que van a escuchar fue compuesto por él durante esa lúgubre semana. Durante esta explicación que me hizo estremecer, Anita había afinado la guitarra como pudo y, ante un gesto repetitivo de su madre, comenzó a tocar; inmediatamente, las conversaciones cesaron, todos se apresuraron a acudir y la intérprete, rodeada de un círculo de oyentes, entonó con voz aguda y lastimera el famoso yaraví en la menor, que tenía no menos de dieciséis coplas. Se me permitirá citar aquí la primera, a modo de muestra.
Querida del alma mía, / mientras yaces sepultada / en tu lúgubre mansión, / tu amante canta y llora, / Al recordar el pasado, / más sus cantos y gemidos, / Qué va, no puedes oír, / se los lleva el viento
El lanzamiento de la goleta "Independencia”, Puno, ca. 1850.
Al resonar de aplausos, a los que uní los míos, cantó la última estrofa del yaraví; pero Anita, acostumbrada sin duda a tales homenajes, pareció poco halagada, y, arrojando la guitarra en brazos de su madre con aire muy irrespetuoso, regresó a su antiguo puesto donde sus admiradores acudieron a reunirse con ella. ¿Qué chica, señor?, me dijo al oído la dama Matara, cuya voz temblaba de cólera; ¿creería usted que nos habla, a su padre y a mí, como si fuéramos pongos? Vamos, es una dura cruz que Dios nos ha enviado, y lamento de todo corazón al hombre que será su marido. Por cortesía, no le respondí a esta buena madre que estaba totalmente de acuerdo con ella, y, al verla dispuesta a desahogarse conmigo, me levanté con el pretexto del cansancio, y, después de despedirme de ella, fui a preguntarle al Sr. Saunders si se había ocupado de encontrarme un alojamiento. Para mi gran sorpresa, me respondió que solo tenía que dar un paso para estar de vuelta en casa, ya que los esposos Matara, por consideración hacia él, se habían ofrecido a darme alojamiento y comida durante mi estancia en Puno. Sobre esto, me condujo a un pequeño tugurio decorado con el nombre de aposento, y, mostrándome algunas pieles de oveja extendidas sobre el suelo y cubiertas, por decencia, con un paño de percal basto, me dejó después de haberme deseado una buena noche. Mi primer cuidado fue visitar la cama que me estaba destinada y cuya forma me había parecido sospechosa; luego busqué en todos los rincones la palangana para las abluciones y las toallas obligatorias; después, cuando me convencí de que estos objetos faltaban y que las paredes no ofrecían un solo clavo donde colgar una tiranta, me dejé caer sobre mi catre donde el sueño me sorprendió, mientras trataba de adivinar en qué podían emplear los esposos Matara sus millones.
Levantándome con el día, me puse mi carpeta bajo el brazo y fui a recorrer la ciudad. Después de considerarla desde todos los ángulos, la contemplé desde lo alto de un montículo que dominaba el lago a orillas del cual se encuentra. Esta sábana de color plomizo, encerrada en un círculo de colinas yuxtapuestas, se extendía sin límites hacia el horizonte. Ningún viento arrugaba su superficie sedosa. Se diría que era el Océano, en un día nublado y con calma total.
A
pesar de la hora matutina y el frío punzante provocado por la cercanía de las
nieves del Crucero, las playas del Titicaca estaban cubiertas de indígenas de
ambos sexos, llegados de las provincias de Lampa, Azángaro, Chucuito, de los
confines del Desaguadero, y a quienes la vista de la goleta destinada al
cabotaje del lago Sagrado arrancaba gritos de admiración.
La frágil nave “Independencia”, pintada con los colores peruanos y con su rompeolas mirando hacia el lago, estaba situada sobre un espaldón y sostenido por dos de esos puntales que los marineros llaman muletas. Por la elegancia de su silueta, la estrechez de su popa y, sobre todo, por la audaz curvatura de sus flancos finamente ahuecados, se adivinaba el calado en boga en los astilleros de América del Norte. La “Independencia”, en efecto, como supe más tarde, había sido construida en Nueva York y enviada a Islay por piezas desmontadas y numeradas, que solo hubo que ensamblar. Las diversas partes de su arboladura, desde los mástiles de cofa hasta las vergas y los bauprés, yacían en la playa, donde los indígenas se divertían y medían su grosor.
Al regresar, encontré el desayuno servido y a mis conocidos de la noche anterior reunidos alrededor de la mesa. Me habían reservado un lugar entre los esposos Matara y, aunque me disculpé por haberlos hecho esperar, me esforcé por recuperar el tiempo perdido. El bautizo y el lanzamiento de la goleta debían tener lugar a las once, y, como ya eran más de las diez, cada comensal se comió los trozos dobles y, tomado el chocolate, se apresuró a abandonar la mesa, los hombres para informarse del programa de la ceremonia, las mujeres para ocuparse de su tocador; los propios sirvientes, compartiendo el entusiasmo general, habían retirado rápidamente los platos y quitado el mantel. Esta prontitud, que por su parte me sorprendió mucho, me fue explicada un momento después por la gran cantidad de ocupaciones a las que se dedicaron, y que consistían para unos en adornar la fachada de la casa con sábanas y tapices, y para otros en esparcir en el umbral juncos verdes cortados a la orilla de las lagunas. Varias casas notables de la calle, que no tardaron en adornar sus fachadas a ejemplo de la de los esposos Matara, pronto le dieron al barrio ese aire alegre y engalanado que caracteriza a nuestras ciudades del sur de Francia, en un día de Corpus Christi. Quedandome con el señor Saunders, aproveché la conversación a solas para contarle los detalles de mi entrevista con su amigo Reegle, desde el escándalo que causó la palabra "menagerie" aplicada a los animales que lo acompañaban, hasta las confidencias que me hizo sobre la herida de su corazón y el deterioro de su estómago. Cuando llegué a hablar del estado anómalo en que lo había dejado, el señor Saunders me interrumpió con un gesto de hombros que acompañó con estas palabras expresivas, pero poco halagüeñas para su amigo: «Reegle es un hombre excelente, que no tiene otro defecto que su embriaguez; en tiempos de su mujer... ya bebía, porque siempre ha bebido, pero ella le hacía la guerra por eso, él bebía a escondidas y eso le molestaba desde que ella murió, y hace seis años, lo toma tan a la ligera, que apostaría a que aún no se ha desintoxicado. Le predije que acabaría mal. Mientras instaba al cónsul a retractarse de su siniestra profecía, unos petardos que estallaron en la calle y el tañido de todas las campanas nos informaron de que la ceremonia estaba a punto de comenzar. El señor Saunders, en su calidad de amigo de la casa, abrió sin escrúpulos las puertas que conducían al primer piso y me invitó a seguirlo al balcón, desde donde podríamos disfrutar de la vista del desfile y ver pasar el cortejo. Acepté con tanto más entusiasmo cuanto que ya reinaba una soledad completa en la vivienda; amos y sirvientes la habían dejado a nuestro cuidado, apresurados como estaban por ir a la iglesia. Una multitud compacta llenaba las calles. Noté con placer que el bello sexo formaba la mayoría, pero por atractivo que fuera el aspecto de las Chacareras, con su vestido corto con volantes almidonados y su sombrero de ala ancha inclinado sobre la oreja, confieso que, por amor a lo pintoresco, mis miradas se fijaron preferentemente en las mujeres del pueblo, cuya epidermis color caoba nuevo, cabellera desgreñada y vestidos abigarrados, ofrecían un espectáculo de lo más pintoresco. La mayoría de ellas, para matar el aburrimiento de la espera, se habían provisto de cántaros de chicha y botellas de aguardiente, de las que bebían directamente, mientras masticaban hojas de coca que sacaban de una alforja colgada a su lado. Pronto los gritos proferidos por miles de voces, y el movimiento de retroceso impreso a la multitud, nos anunciaron la llegada de la procesión. Las campanas, que se habían callado, volvieron a sonar, mientras que las camaretas y los petardos estallaban con más fuerza.
En ese mismo instante, vi brillar al final de la calle, por encima de las cabezas de la multitud, las astas doradas de las banderas y la cruz de plata de varios metros de altura. Ante el signo de la salvación, obligué al Sr. Saunders a quitarse el sombrero, aunque él pretendía que el catarro que padecía, unido a su condición de protestante, eran motivos suficientes para no quitárselo. A la cabeza del cortejo apareció un destacamento de serenos o guardias de policía, compuesto por una docena de hombres, vestidos con ponchos de lana, tocados con monteras y calzados con usutas (un trozo de cuero moldeado en forma de sandalia); cada uno de ellos estaba armado con una macana nudosa de madera de huarango, sujeta a la muñeca por un trozo de cuerda. Este garrote, al que imprimían un movimiento continuo, les servía para contener dentro de justos límites el entusiasmo de los indígenas, exaltados en demasía por los licores en abundantes raciones. Apenas un curioso de uno u otro sexo intentaba franquear el seto para disfrutar por anticipado de los detalles de la procesión, un golpe de garrote en la cabeza le advertía de su indiscreción y lo obligaba a volver a su lugar. Este modo de llamada al orden tenía algo de claro y preciso, que el señor Saunders, en calidad de inglés, me pareció apreciar vivamente. Tras los serenos, desfiló el gremio de las fruteras, graves matronas, en su mayoría cargadas de notable sobrepeso, adornadas con cintas de la cabeza a los pies, y portando en cestos engalanados los dones de la diosa Pomone americana, a modo de muestras de su comercio.
Un grupo de alcaldes y gobernadores, con el pelo recogido en cola de caballo, ataviados de rojo y azul y blandiendo sus largos bastones con pomos de plata, caminaban tras las comadres. Detrás de ellas, precedida por la cruz y rodeada de estandartes y pendones que ondeaban al viento, apareció sobre un anda de plata llevada por dieciséis indios con sobrepelliz, la venerada imagen de Nuestra Señora de las Nieves. La Virgen, protectora de estas regiones heladas, vestía un vestido con miriñaques, de terciopelo escarlata, todo galoneado de oro y adornado con astracán.
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Alrededor del anda de Nuestra Señora de las Nieves, se agrupaban una veintena de beguinas de San Juan de Dios, vestidas de colores oscuros y con la cintura ceñida por una banda de cuero. Estas venerables damas, cada una portando una antorcha de cera, cantaban el Te Deum sobre un aire del país, acompañadas por dos guitarristas de edad madura, que les daban el tono y cantaban con ellas. Detrás de las beguinas aparecieron, unidos en matrimonio por una cinta rosa con ribetes plateados, cada uno de los cuales sostenía un extremo, el padrino y la madrina de la goleta. Al vernos en su balcón, ambos sonrieron y nos hicieron un pequeño gesto de saludo.
El señor Matara tenía un traje verde repollo, con tres faldones forrados de rojo y cuyas solapas le llegaban hasta los muslos. El corte de esta prenda atestiguaba suficientemente su respeto por las antiguas modas de la sierra. El único sacrificio que creyó deber hacer a las ideas modernas consistía en que sus pantalones, que, en lugar de ser bombachas a la rodilla al estilo de Luis XIII, como los que usan los indígenas, eran verdaderos pantalones con estribos. Un mechón de cintas multicolores, prendidas en el ojal del opulento quechua, flotaban con el soplo de la brisa.
Su
respetable esposa, imbuida de los mismos prejuicios y fiel a las mismas ideas,
había conservado religiosamente la vestimenta de su casta, y llevaba ese
faldellín estrecho, corto y ajustado abajo, una especie de tonel plisado, que
da a las burguesas de la sierra la apariencia de escarabajos gordos. Añadamos,
como corrección, que este faldellín, confeccionado por el primer sastre de la
ciudad, cuya hechura era competencia de los sastres, estaba compuesto por
treinta y cinco metros de un hermoso satén de Málaga, color canela, adornado en
la parte inferior con tres filas de pasamanería de seda negra y crepinas de oro
fino, cuyo efecto era irresistible. Una
llicclla de lana blanca, bordeada con encaje de oro, y sujeta en el pecho
por un blanca, ribeteada con
encaje dorado y sujeta en el pecho por una plata de plata, un alfiler antiguo
con forma de cuchara sopera, medias de seda rosa y zapatos de endrinas, el tono
del forro, completaban este rico traje.
El peinado de la señora Matara era de lo más sencillo. Sus cabellos de un negro azulado, lavados con orina y lustrados con sebo de oveja, y separados por una raya en medio, caían sobre su espalda, divididos en unos cincuenta mechones, que un trozo de plomo enrollado sujetaba en haz en su extremo.
A
cierta distancia de la pareja, avanzaba el cura, revestido con una espléndida
capa, ofrecida como presente por el padrino y la madrina de la “Independencia”.
El sacristán de la Matriz; cabeza y piernas desnudas, protegía la cabeza del
pastor bajo un paraguas de mango largo, que recordaba la achigua de los emperadores peruanos. Es cierto que esta sombrilla, en lugar de estar tejida con
plumas, estaba recubierta de algodón rojo, y que el sacristán que hacía las
veces de ccumillu no era ni enano ni
jorobado, como el individuo encargado de estas funciones con los hijos del Sol.
Cuando llegamos cerca de la nave, el cura acababa de hacer su aspersión de agua bendita y de esparcir sobre él la sal y el trigo, pronunciando la fórmula sagrada, que debía protegerla contra la tormenta, preservarlo de la corrupción y asegurar la prosperidad de su comercio. Ahora quedaba por librar a la “Independencia” de sus muletas y cortar el amarradero que lo retenía en la orilla. La multitud esperaba con ansiedad este gran evento, pero pasaron veinte minutos y la goleta no se movió más que un tocón, por lo que los espectadores comenzaron a murmurar.
El
Sr. Saunders, a quien pregunté la causa de este retraso, me informó que se
debía a la ausencia de los dos profesionales encargados de la delicada
operación de lanzamiento. Estos individuos, sobre los cuales me informé, eran
dos marineros del vapor estadounidense Philadelfia, quienes habían desertado
por amor al jugo de caña fermentado y a las cholas de la costa. Después de vagar
durante mucho tiempo de playa en playa, habían llegado a Islay, donde el cónsul
británico apiadándose de su miseria, les había ofrecido enviarlos a Puno, con
los grados de capitán y segundo de la “Independencia”, a condición de que ellos
efectuaran la botadura de la
nave, ponerle los mástiles, aparejarla, navegarla, y
renunciar para siempre a los licores fuertes.
Los dos yanquis, que no sabían dónde meter la cabeza, habían suscrito todo lo que se les exigía, y provistos de cartas de marca y pasaportes debidamente visados, habían partido hacia la sierra. Desafortunadamente, la estancia en Puno, las caricias de los indígenas y el crédito ilimitado que se les abrió desde el primer día en las chicherías, habían actuado sobre ellos como los frutos del loto. Olvidandose de sus promesas, habían permanecido constantemente sumidos, desde su llegada, en un estado intermedio entre la embriaguez y el sueño. Sin embargo, la ceremonia se prolongaba, y como la procesión no podía permanecer más tiempo en la playa, se envió un escuadrón de indígenas en busca de los dos hombres, que después de muchas búsquedas fueron encontrados en una pulpería, tendidos en el suelo y profundamente dormidos; unos jarrones de agua, que les arrojaron a la cara, interrumpieron su sueño; su primera palabra al abrir los ojos fue un insulto formidable; la segunda, un llamado al boxeo. Pero los indígenas, sin inmutarse por estas demostraciones, les lanzaron un lazo alrededor del cuerpo y los arrastraron a paso rápido hacia la orilla, en donde aparecieron despeinados, tambaleándose y más aturdidos que búhos sorprendidos por la luz del día.
En ese momento, ya sea que la impaciencia de la multitud no conociera más límites, o que la situación moral y física de los recién llegados le pareciera incompatible con la naturaleza del servicio que se les pedía prestar, se vio una avalancha de estos indígenas, cuyos antepasados transportaban antaño, para el buen placer de los incas, bloques de granito del peso de 20 mil quintales métricos, abalanzarse sobre la goleta, levantarla del suelo y precipitarla al lago, donde la graciosa embarcación, después de hundir su proa como una gaviota que se zambulle, reapareció a unas pocas brazas de distancia. Los gritos frenéticos y los aplausos de los espectadores saludaron esta proeza, que halagó vivamente el amor propio nacional del cura, los vicarios y los profesores, a juzgar por las sonrisas y las palabras que intercambiaron. En cuanto a los esposos Matara, cediendo a una emoción bien legítima, habían soltado la cinta que sostenían y se habían arrojado en brazos el uno del otro. Aclamados por la multitud, fueron conducidos en triunfo hasta su morada, donde el Sr. Saunders y yo nos reunimos con ellos una vez que el entusiasmo popular se hubo calmado un poco.
Durante el día, las playas del Titicaca, cubiertas de indígenas, resonaban con el sonido de las guitarras y el choque de las jarras y botellas. Al caer la noche, se lanzaron petardos en las calles; el balcón de Matara se iluminó, y un baile fue ofrecido por los esposos a los notables de la ciudad.
Felizmente, me había dado cuenta a tiempo por el bullicio que había en la casa y la vista de los odres de vino y aguardiente, que se disponían en las esquinas del salón a modo de jardineras y previendo un estallido terrible, me escabullí cuando llegó la noche y, atrincherado en mi aposento, podía oír en el puerto el rugir de la orquesta de la procesión, el zapateo de los bailarines y el vociferar de la multitud hasta el amanecer.
A los dos días partí de Puno. Mientras contemplaba el lago, se me había ocurrido la ambiciosa idea de circunnavegar su vasta extensión, en recuerdo del navegante genovés. Después de saldar la cuenta de Pacheco y despedirme de mis anfitriones, le prometí al Sr. Saunders, a quien sus negocios debían retener en Puno un mes más, que iría a reunirme con él allí. Había calculado que mi ausencia duraría como máximo tres semanas. A mi regreso, debíamos aprovechar la goleta para explorar juntos las verdes islas esparcidas por el gran lago, desde la isla de Titicaca, que tiene dos leguas de circunferencia, hasta el islote de Puma, que solo tiene veinte metros de contorno. Partí acompañado de dos chasquis; pero, en el viaje, si el hombre a menudo propone, casi siempre es Dios quien dispone, y yo debía aprenderlo a mi costa. Después de visitar los volcanes extintos de Chupa, me detuve frente a las fuentes minerales de Arapa, y luego, desde estas últimas, pasé los afluentes del golfo de Azángaro y a los de Huancané y me entretuve en atravesarlos uno tras otro. Una vez lanzado por este camino, no retrocedí ante un desvío de algunas leguas para ir a beber un sorbo de agua en las fuentes del Araza y del Paucartampu, reconocer las laderas de Apolobamba y las de Achachache, y hacer una visita de las famosas ruinas de Tiahuanacu. En medio de estas diversas ocupaciones, el tiempo pasó sin que yo fuera consciente de ello. Una hermosa mañana me encontré en la margen derecha del Desaguadero, almorzando raíces cocidas bajo las cenizas y calculando la serie de días transcurridos desde mi partida de Puno. Habían pasado cinco meses y dos días desde que partí. Pensé que el señor Saunders naturalmente ya no estaría allí y, cambiando mi itinerario, crucé la Cordillera por encima de Huayna-Putina, bordeé el valle de Moquegua, corté el de Tambo a doce leguas del Océano, y, después de seis meses de peregrinaciones, llegué al puerto de Islay y a la residencia consular, donde fui a pedir hospitalidad. Solo encontré a la señora Saunders y a sus dos hijas; estas damas aún estaban bajo la influencia de los tristes acontecimientos que habían ocurrido durante mi ausencia; en la goleta “Independencia” habían colapsado las velas y se había hundido en su primer viaje, en la travesía de Chucuito a Umamarca. Toda la tripulación había perecido!
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Celebrando
lanzamiento de la goleta Independencia
Un número del periódico El Comercio, que la señorita Saunders me puso en las manos, contenía, sobre la catástrofe, un largo artículo a tres columnas, que había brindado a su autor la oportunidad de hablar de Manco Capac, de la era de la independencia y de los destinos gloriosos a los que el Perú estaba llamado. En cuanto a la causa del siniestro, el autor la atribuía a un tornado, al que llamaba tromba. Pero la señora Saunders, mejor informada que él, me aseguró que la inexperiencia de la tripulación, compuesta por indigenas pongos que veían un barco por primera vez, sumada al estado de embriaguez en el que se encontraban el capitán y su segundo al momento de la partida, eran las verdaderas causas del naufragio de la goleta, naufragio que ocasionara a su esposo una pérdida neta de ciento cuarenta mil francos, ya que ninguna compañía de seguros marítimos había sido creada aún en los alrededores del lago Sagrado. Luego, como la desgracia nunca viene sola, la muerte del Sr. Reegle siguió de cerca al naufragio de la goleta. El infortunado, tras una de esas lecturas de Young que le eran familiares, habiéndose dormido con la cabeza sobre la mesa cerca de una luz, se había incendiado como yesca. Cuando el pongo llegó por la mañana para renovar las velas y terminar el poco ron que su amo había olvidado en el fondo de las botellas, solo encontró de este último una masa carbonizada a la que se adherían dos botines aún intactos. Como Empédocles, el señor Reegle solo había dejado tras de sí su calzado. El anuncio de esta doble desgracia me había consternado verdaderamente. En vano, después de la cena, las señoritas Saunders, para intentar distraerme, tocaron a cuatro manos el romance Portrait charmant, portrait de mon amie; sus acordes fueron superfluos. El naufragio de “Independencia” y la combustión instantánea del Sr. Reegle habían sacudido tanto mis nervios que, no pudiendo soportar más los sonidos armónicos del clavecín, pedí permiso para retirarme. Después de una noche de sueño inquieto, interrumpido por sueños penosos, me levanté y, despidiéndome de esas damas, partí hacia la provincia de Cailloma, a los orígenes del Apurímac, entonces poco conocidas. <->




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