El 2018 fue declarado como “Año del Diálogo y la Reconciliación Nacional”. Hoy que estamos a punto de despedir el año, vale preguntarse cuánto los peruanos hemos dialogado y por ende nos hemos reconciliado. Por lo pronto, la psicoanalista Matilde Caplansky, en una reciente entrevista, afirma que en el Perú “este fin de año hablar de reconciliación es utópico” (Ver “La República” 23/12/18). Tal vez, esta respuesta no solo sea válida para este fin de año, sino de manera permanente.  
Ojalá mi escepticismo sea equivocado.
Reconciliación significa, en términos sencillos, curar las heridas, amistarse, dejar atrás el mal tiempo y mirar con optimismo el futuro. Para lo cual es necesario el diálogo entre las partes fracturadas, el autodiálogo, y un cierto tipo de negociación horizontal, satisfactoria y de mutuo acuerdo, para que aquella reconciliación sea sostenible en el tiempo. Parecería fácil en primera instancia y, tal vez, así funcione en sociedades más desarrolladas, a comparación de la peruana.
En el Perú actual ―a la luz de los acontecimientos que vivimos y de los que hemos sido testigos durante el 2018, tanto en el plano político como social―, parece imposible que alguna vez podamos ser ciudadanos reconciliados y parte de un país moderno y unido, de una sociedad justa, incorruptible, solidaria y, si bien, no igualitaria (otro ideal utópico), al menos con las condiciones básicas para la comodidad, el desarrollo y la seguridad.
En mi opinión, esta irreconciliación no podrá ser revertida en tanto no haya reformas estructurales que incluyan una nueva mirada de los procesos que tienen que ver, especialmente, con la educación y la cultura y todos los valores que de ellos se derivan, la participación ciudadana y política, la motivación para la empatía y la toma de conciencia. Me pregunto: ¿Cómo podríamos sentirnos reconciliados los peruanos si, por ejemplo, nuestra clase política, a excepción de muy pocos, está representada por bandas de hombres y mujeres impresentables, delincuentes en muchos casos, que defienden lo indefendible por interés personal y partidario por encima del ideal-país? (El bravucón y corrupto fujiaprismo de este 2018 y sus líderes, para muestra). ¿Cómo sentirnos reconciliados si frente a nuestros ojos operan mafias de cuello blanco al interior del sistema judicial y de la salud que roban y prestidigitan componendas con total impunidad? ¿Cómo sentirnos reconciliados si todos los días desgraciados machistas matan a mujeres como si no pasara nada? ¿Cómo sentirnos reconciliados si somos capaces de marchar muy unidos con la camiseta rojiblanca en un delirio chiflado y huachafo, indignados por la sanción de un jugador, a propósito de la selección peruana y su clasificación al mundial, pero no para exigir la renuncia de un fiscal de la nación mentiroso y sin sangre en la cara, o para condenar a curas y religiosos pederastas, o para protestar contra los fiscales que liberan a violadores y asesinos de niñas y mujeres, o para impedir que la corrupción dilapide nuestro país? Por citar algunos casos.
Es así como el anhelo de reconciliación se torna en utópico, en difícil e imposible de alcanzar. Sin embargo, esta imposibilidad puede funcionar también como un motor que sirva para mantener encendido el ímpetu de alcanzar dicho ideal. Es decir, la utopía como una oportunidad y eso, como un asomo de esperanza para el futuro.
Publicado en Los Andes (Arequipa) 30/12/2018.