UN
FESTÍN EN LAMPA
EL DIVERTIDO
RELATO DEL VIAJERO, ARTISTA Y NARRADOR FRANCÉS PAUL MARCOY DURANTE SU VIAJE DE AREQUIPA AL CUSCO ALREDEDOR DE 1850
por Augusto Dreyer Costa (Recopilación y
traducción del francés)
l
fondo estaban las casas de Lampa. Espueleamos con determinación a nuestras mulas;
tras media hora de marcha, cruzamos el puente de piedra de tres arcos sobre el
río Lampa. Este puente tiene unos quince años. Se construyó para sustituir al
antiguo puente de mimbre, cuya invención se atribuye a los incas.
Una
vez cruzado el río, solo vi a mi alrededor casas bajas, agrupadas sin el menor
paralelismo; la pulpería, una tienda de
comestibles y licores, de aspecto muy deteriorado y cuyo interior estaba
iluminado por una vela pegada a la pared, proyectaba sobre sus lúgubres
fachadas una claridad lívida. Temblé de pies a cabeza, sin saber por qué. A la
oscuridad ya completa se sumaba un profundo silencio. La aldea parecía
desierta. Sin embargo, a medida que avanzábamos, distinguí luz a través de las
ventanas con portezuelas. Era poco, pero era algo, y sentí renacer en mí la
esperanza. Finalmente, llegamos a una plaza bastante grande, donde vislumbré
casas de buena construcción. La pesada masa de una iglesia con sus campanarios
cuadrados dominaba sus tejados. Las tiendas, poco iluminadas pero aún abiertas,
anunciaban el centro de la localidad, que cuenta con unos dos mil trescientos
habitantes. Al pasar cerca de una de esas tiendas, cuyo propietario estaba
ocupado recogiendo pilas de platos, ensaladeras y cerámicas de diversas formas
esparcidas delante de su puerta, detuve mi montura para pedirle al hombre que
me indicara la residencia de un tal señor don Firmin de Vara y Paneorbo,
comerciante de abarrotes, para el cual tenía una carta de recomendación. El
hombre me señaló al fondo de la plaza una casa con balcón de madera, cuyas
ventanas, brillantes de claridad, contrastaban vivamente con la oscuridad de
las viviendas vecinas.
“Encontrará
a todo el mundo muy alegre”, me dijo. Le di las gracias al vendedor de cerámica,
sin pensar en pedirle una explicación por sus palabras. Al llegar a la casa
indicada, un ruido de voces y risas llamó mi atención. Mi guía y yo bajamos de
nuestros mulos. La puerta nos la abrió un pongo, al que envié a avisar a su amo
de mi llegada. Un instante después, la escalera de madera de la vivienda crujía
bajo unos pasos apresurados, y un hombre se precipitaba más que venía a mi
encuentro. “Soy don Firmin”, me gritó al verme, ”y usted, señor, ¿quién es y
qué desea de mí?”. Por la singularidad de la bienvenida, y no menos por el
color carmesí del comerciante juzgué que había estado bebiendo; pero como su
brusquedad me parecía hasta cierto punto benévola, no me presenté y, sacando de
mi cartera una carta de unas pocas líneas que me recomendaba ante él, se la dí
con una sonrisa. “Sea bienvenido, me dijo después de leerla, mi casa está a su
disposición todo el tiempo que desee quedarse. Soy soltero. Hoy es San Firmin y
he reunido para la ocasión a algunos comerciantes de mi entorno y a mujeres de
carácter encantador. Nos ayudará a celebrar la fiesta de mi bendito patrón”.
Sin esperar a que le diera las gracias, el comerciante me tomó del brazo y me
llevó por la escalera.
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| LAMPA . dibujo de Paul Marcoy |
Al
llegar al salón, abrió una puerta y me introdujo en una gran sala con pocos
muebles, pero iluminada como si fuera de día, donde vi a unas quince personas
de ambos sexos sentadas alrededor de una mesa. El mantel manchado, los platos
en desorden, las botellas vacías o volcadas indicaban el momento preciso de un
festín peruano en el que el hambre de los comensales está completamente
saciado, pero su sed apenas comienza a despertarse. Al verme aparecer del brazo
del anfitrión, hombres y mujeres prorrumpieron en un hurra colectivo, que los
que estaban más lejos, si es que los había, debieron de oír en las afueras de
la ciudad; luego, una vez calmado ese arrebato de entusiasmo, todos se
apretujaron contra su vecino para hacerme sitio. Me senté entre dos bellezas,
ya entradas en años, pero con un escote admirable, que se apresuraron a
servirme con esa atención cortés que es privilegio exclusivo del sexo femenino.
Mientras una llenaba mi plato con diversos alimentos, la otra me servía
generosamente de beber. Mientras me servía doble ración, ya que tenía un hambre
de lobo, dejé de responder a las diversas preguntas que me hacían al mismo
tiempo personas muy positivas.
Por
mi traje polvoriento y desaliñado, y por mis espuelas chilenas que tintineaban,
aquellos señores habían deducido que venía de montar a caballo y querían saber
de dónde venía, adónde iba, si era comerciante mayorista o simple dependiente
de tienda, y qué artículos comerciales llevaba conmigo. Cuando respondí que
estaba cruzando América, llevando conmigo solo una carpeta y unos lápices para
dibujar las cosas notables que me pudieran ofrecer los tres reinos, estos
filisteos se miraron de reojo y se mordieron los labios para no reírse. Vi
claramente que no había conseguido el efecto deseado, pero me consolé devorando
los bocados. La confesión que acababa de hacer, si bien me había alienado la
simpatía de los hombres, había despertado la curiosidad de las mujeres, como
comprendí por las miradas singulares que me lanzaban. A esta dulce mitad del
género humano le gusta lo misterioso y lo incomprensible; en este sentido, se
parece un poco a los niños. Le gusta lo enigmático, le encanta lo complicado,
le fascina lo oscuro y lo incomprensible. Bastaba con que las bellezas que me
rodeaban no se explicaran cómo un hombre podía atravesar América sin más
equipaje que una carpeta de dibujo bajo el brazo para que se interesaran por él
de inmediato. Al menos así lo interpreté yo por los brindis que las
encantadoras mujeres hicieron por lo que llamaban mi viaje en bata. Respondí
con entusiasmo levantando mi copa a la altura del hombro, moviéndola de derecha
a izquierda y, según la costumbre del país, saludando, después de desearle cien
años de vida, a la persona que me interpelaba de esa manera.
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| Preparación de El Cardenal |
Este
intercambio de cortesías con bellezas evidentemente más jóvenes que ellas había
disgustado a mis vecinas. Me lo hicieron saber con dos codazos un poco bruscos
que me dieron simultáneamente. ¡Las mujeres de cierta edad tienen a veces
maneras extrañas! Sin embargo, soporté valientemente su embate, y al verlo, las
damas llenaron apresuradamente sus copas para brindar conmigo y contrarrestar,
si era posible, la influencia naciente de sus compañeras. A esa rapidez,
consideraron conveniente añadir unos bocadillos, pequeños trozos de carne que
llevaban a mis labios con el tenedor, pero más a menudo con los dedos. Todo
ello entremezclado con miradas y comentarios sarcásticos que me lanzaban de
improviso con voz aflautada. Por consideración hacia su sexo, tanto como por
respeto a su experiencia en las cosas de este mundo, me guardé mucho de
interrumpirlas. En este singular juego, se acaloraron tanto que pronto no supe
a cuál escuchar, ya que una elegía precisamente el momento en que yo estaba
ocupado respondiendo a la otra para interpelarme. Como estaba bebiendo una copa
de vino con mi Cloto, le había dado ese nombre mitológico a la dama de la
derecha, al no saber su verdadero nombre, la dama de la izquierda, a la que
llamaba mi Láquesis, me dijo al oído: «Amable extranjero, ese último bocado por
amor a mí». Me giré tan rápido, tan rápido, que el bocado en cuestión, que
luego descubrí que era hígado de ave, me dio en el ojo en lugar de entrar en la
boca; y como la que me lo ofrecía lo había espolvoreado previamente con ají,
creí que mil agujas me penetraban a la vez en el cristalino. Ante los gritos
que di, todos los comensales se levantaron. Todos se preguntaban cuál era la
solución a la crisis. Mi vecina, autora de la fechoría, simplemente se volteó
con un aire muy tranquilo, mientras yo sufría los tormentos del infierno,
terminó por exasperarme. En ese momento comprendí la furia de Othello y de su
hijo menor Antony ¡con qué placer habría estrangulado con mis propias manos a
esa débil mujer! Sin embargo, la acción cáustica y enrojecedora del ají iba en
aumento. Incapaz de permanecer en mi sitio, empecé a correr por la habitación,
secándome el ojo enrojecido con la servilleta.
Un
mozo trajo agua fresca en la que una mujer, un ángel de la sociedad, batió una
clara de huevo y, mojando en ese colirio su pañuelo de batista, lo aplicó sobre
mi quemadura a modo de compresa. A cuyo contacto sentí renacer, unas gotas de
loción refrescante calmaron la irritación. Al cabo de diez minutos, ya podía
abrir el ojo y lanzar una mirada fulminante a mi verdugo femenino. El humor de
los comensales, ensombrecido por este incidente, volvió a ser alegre y jovial.
Por orden del maestro, los mozos de servicio se llevaron los restos de la
comida, retiraron el mantel y colocaron sobre la mesa uno de esos vasos de
cristal, del tamaño de un cubo, que Alemania, donde se fabrican, envía al Perú.
El anfitrión abrió sucesivamente seis botellas de vino de Burdeos, cuatro de
vino de Jerez, dos de ron, edulcoró y perfumó todo con azúcar y nuez moscada, y
luego, en esta mezcla incendiaria llamada cardenal, dejó caer una fresa, que se
sumergió, desapareció y volvió flotar en la superficie del líquido. Entonces
cada comensal, acercando a sí el fenomenal vaso y mojando los labios en la
bebida, intentó tragarse la fresa, ya fuera atrapándola bruscamente, ya sea
atrayéndola al fondo de su garganta con un sorbido profundo; pero la pequeña
fruta, que sabía lo que hacía, giraba sobre sí misma o desaparecía cada vez que
una boca ávida se acercaba demasiado. Tras esfuerzos inútiles y la ingestión
voluntaria o forzada de copiosos sorbos, el bebedor frustrado pasaba la copa a
su vecino, que repetía sin más éxito la misma maniobra. Este bonito pasatiempo,
llamado la pesca de la fresa, y cuyo inventor, según se dice, fue un
obispo, Melchior de la Nava, que vivió en Cuzco a principios del siglo XVIII,
no es más que un verdadero pretexto para beber para los peruanos de la Sierra.
La
gente pobre pesca fresas en un gran vaso de chicha, la cerveza local; los ricos
hacen una mezcla heterogénea y costosa de licores finos y vinos extranjeros.
Los medios, como se ve, pueden diferir, pero el resultado es siempre el mismo.
La embriaguez es el puerto al que llegan fatalmente todos estos pescadores de
fresas. Cuando pasaba delante de mí el gran vaso, tuve que, de buen o mal
grado, mojar mis labios y fingir que seguía la fruta flotante; pero tuve
cuidado de mantener los dientes lo suficientemente apretados para que ninguna
gota del líquido en el que tantos indígenas habían chapoteado pasara por mi
garganta. El entretenimiento local duró hasta el agotamiento total del licor.
Entonces, la fresa, que había quedado seca en el fondo del vaso, fue comida por
uno de los bebedores. Bajo el efecto de la traicionera bebida, que pronto
fermentó en sus cerebros, todos los comensales se levantaron.
Las
guitarras hicieron sonar un rasgueo triunfante, las mujeres dieron vueltas a
los volantes arrugados de sus vestidos, los hombres desplegaron sus pañuelos.
La zamacueca llamó a los bailarines. Una pareja famosa por la agilidad de sus
movimientos, y designada por unanimidad por la galería, abrió el baile con uno
de esos pasos de carácter que los españoles llaman simplemente troche y
moche, pero ante el cual un sargento de policía parisino hastiado del minué
de las Courtilles se habría cubierto pudorosamente el rostro con su
tricornio. La copa, cuyo tamaño me había horrorizado, acababa de ser sustituida
por otra de aguardiente de la que cada uno fue sacando por turnos algunos
sonidos. La orgía estaba adquiriendo proporciones babilónicas. Aproveché un
momento en el que nadie me miraba para salir por la puerta. En el patio
encontré a un mozo de servicio al que agarré amistosamente por el cuello y
llevé a un rincón. Escucha, le dije, como tengo que marcharme muy pronto,
necesito dormir un poco. Vas a darme una habitación en la que por seguridad me
encerrarás y te llevarás la llave. Si por casualidad tu jefe me pregunta, le
dirás que me he ido. Toma esta propina y sé discreto, añadí deslizando en su
mano una piastra, y si se te ocurriera revelar el lugar de mi retiro, el
arriero que me acompaña no dudaría, con cualquier pretexto, en darte una paliza
antes de abandonar la casa. El mozo era inteligente y lo entendió
perfectamente. “Venga, señor”, me respondió guardándose la piastra en el
bolsillo; “hoy es San Fermin y el patrón no pensará en dormir, así que le
instalaré en su propia habitación. Si pregunta por ella, le diré que se ha
perdido la llave”.
Un
momento después, me tumbé voluptuosamente entre dos sábanas blancas que el mozo
acababa de sustituir por las de su amo, una atención que le agradecí. El digno
sirviente se marchó pronto retirando la llave de la cerradura, y yo me quedé
sumido en mis reflexiones. Al principio me pareció extraño ocupar la habitación
y la cama de un hombre al que al atardecer aún no conocía y ,sobre todo, sin
que él lo sospechara. Pero ese escrúpulo, suponiendo que lo fuera, se
desvaneció rápidamente. Empecé a filosofar sobre el tema y, mientras admiraba
los caminos secretos por los que la Providencia da alimento a los pajaritos y
descanso a los viajeros, dejé caer la cabeza sobre la almohada donde don Firmin
de Vara y Pancorbo había descansado tantas veces la suya. Al cabo de cinco
minutos, a pesar de los rugidos de la tormenta humana que se desataba a pocos
pasos, yo me sumí en un sueño profundo.
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| Al día siguiente de San Fermin |
Al
día siguiente, todavía dormía cuando mi carcelero oficioso vino a abrir mi
puerta. “Sus mulas están ensilladas”, me dijo, “el arriero le espera en la
calle”. De un salto me puse en pie. Mientras me vestía, le pregunté al mozo si
había habido tormenta durante la noche: “Lo verá usted al salir” me respondió.
Cuando terminé de arreglarme, me dispuse a reunirme con mi guía. Al pasar por
delante de la sala donde se habían celebrado el banquete y el baile de San
Firmin, el mozo que me precedía abrió la puerta. ”Mire”, me dijo. Asomé la
cabeza por la rendija. Una imagen desoladora se presentó ante mis ojos. Todos
los comensales del día anterior, tan alegres, tan ruidosos, tan llenos de vida
y salud, yacían en el suelo, amontonados unos sobre otros. Las mujeres tenían
la tez verde, los hombres la cara morada. Algunas bocas abiertas mostraban los
dientes. Sillas rotas, guitarras sin cuerdas, odres vacíos, aquí y allá ropa y
artículos de aseo para ambos sexos, aquí una trenza de pelo postizo, allá un
sombrero aplastado, formaban los accesorios de este cuadro. Un rayo de sol que
entraba por la ventana iluminaba, sin reanimar esos cuerpos helados y
entumecidos por la embriaguez. ¡Oh, horror, horror, horror, exclamé como
Macbeth, cerrando la puerta y bajando a toda prisa los escalones de la
escalera. Ñor Medina me esperaba en el umbral. El mozo que me había seguido me
sujetó el estribo para que me subiera a la silla. Mis respetos a su amo cuando
se despierte, le dije a aquel honrado muchacho. “Señor, lo haré sin falta” me
respondió riendo.
Al
pasar por las últimas casas de Lampa, en la parte norte, recordé que los
acontecimientos de la velada me habían hecho descuidar el anotar en mi cuaderno
algunos detalles relativos a la provincia de Lampa, su comercio, su industria y
el carácter de sus habitantes. Rellené inmediatamente esa laguna, no tanto por
amor a las estadísticas y para cumplir con las sociedades científicas, sino
para quitar a los viajeros presentes y futuros, patrocinados por estas últimas,
cualquier pretexto para deslumbrar al público con una pomposa exhibición de documentos
ciertos, información oficial y cifras exactas. La provincia de Lampa, enclavada
entre las de Arequipa, Chucuyto, Puno, Azangaro, Canas y Canchis, ocupa
una superficie de aproximadamente mil trescientas veinte leguas cuadradas. En
esta extensión, completamente desprovista de árboles y arbustos, pero
accidentada por colinas y valles, barrancos y lodazales, y surcada por tres
torrentes-ríos, hay una ciudad capital, Lampa, a la que damos la espalda,
cuarenta y tres aldeas, léase caseríos de la más triste especie, y ciento ocho
pascanas o apriscos. La población de la provincia es de aproximadamente
cincuenta y siete mil habitantes y el número de ovejas asciende a cuatrocientas
mil. Gracias a los vastos desiertos cubiertos de musgo y jarava,
entrecortados por lagunas de aguas estancadas, de una a tres leguas de
extensión, que caracterizan en general a las provincias del Collao y en
particular a la de Lampa, las razas ovina, bovina y camélida crecen y se
multiplican maravillosamente, sin que el arte del ganadero tenga nada que ver.
La mantequilla en vejigas, el queso en ruedas, el cordero ahumado (sessina),
la carne de vaca y de llama cortada en tiras (charqui), la patata
gelificada (chuño), de la que hay tres variedades, la tunta, la moraya
y el masco, constituyen la rama más importante del comercio de Lampa con
las provincias vecinas. La esquila anual de ovejas y alpacas, cuya lana es
comprada in situ por dos o tres especuladores de Arequipa, que la envían a
Europa. <.>