martes, 10 de marzo de 2020

LA COYUNTURA PERUANA

LECTURAS INTERESANTES Nº 947
LIMA PERU            10 MARZO 2020
MACERA Y PEREZ DE CUELLAR
César Hildebrandt
Tomado de: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 482, 6MAR20
H
ace algún tiempo que se murió Macera, Pablo, el gurú. Todo lo que decía Macera se apuntaba con rigor, todo lo que anunciaba se apuntaba como vaticinio, todo lo que descalificaba se miraba de inmediato, con desprecio.
A Macera se le copiaba sin comillas, se le admiraba sin remilgos. Era el gurú andino, el historiador del gran fracaso, el notario de la calamidad.
Un día dijo que el Perú era un burdel y más tarde añadió que eso era un error, que un burdel tiene orden y concierto de cuerpos y lavabos. Todos aplaudimos. Todos podíamos elegir ser putas o madamas. Lo decía Macera, que era capaz de mirar tan lejos que hasta se veía a sí mismo. Lo decía Macera que era capaz de decir la verdad. Y la verdad es que no teníamos futuro. Teníamos un montón de tan podrido como venerado pasado y un futuro que llameaba como infierno.
Macera,  Pablo
Un día estuve en casa de Macera, en una comida. Me sorprendió su biblioteca inmensa, sus anaqueles metálicos, el laberinto de libros y documentos. Era la explicación de su sabiduría radical.
Entonces llegó Sendero y allí fue cuando el gurú empezó a dudar. Una cosa era anunciar la grisura eterna que le esperaba al Perú y otra era entusiasmarse con la propuesta de Sendero. Y eso fue lo que sucedió con Macera, Pablo. Dudó el gurú, dudó hasta rozar la complacencia, hasta emparentarse con el miedo, hasta sumarse sibilinamente al plan de un orden brutal y camboyano. Sendero proponía un burdel de verdad, con orden de acero y campos de arroz rehabilitadores.  Fue la primera tentación sanmarquina de Macera. Se pareció a la tentación que sintió Heidegger respecto a los nazis, la que –desde el fascismo rumano- mordió la oreja del Ciora, la que –desde la república del acatamiento estalinista- convenció a Koestler de que la solución era el orden, el lobo y la manada.
Dudaba el gurú, se dejaba tentar. Planteaba ambigüedades. Y mientras más sangre corría más dudaba. Como si la duda fuera un vampiro, que pugnaba por salir y robarle el DNI.
Pasaron los años y Macera, Pablo, siguió siendo un referente de la diezmada inteligencia peruana. Pocos sabían, sin embargo, cuán harto estaba el gurú, cuán maltratado se sentía, cuántas ofensas se habían pegado, como sarro, en su memoria. La izquierda se había aprovechado de su figura y lo había puesto como el ángel de proa de una carabela que arribó al puerto de Boris Yeltsin, a las aguas de muro derribado, a la bahía de Deng Xiaoping y sus gatos ratoneros. Todo, en suma, se había ido al carajo y la izquierda era un figurón electoral. ¿En quién creer? ¿A qué contribuir? ¿Cómo no rendirse?
Todos los que lo admirábamos, pensamos que a Macera, Pablo, le esperaba la dignidad del águila. Todos lo imaginamos en soledad, blandiendo su escepticismo, manteniéndose en su rebeldía. Todos deseábamos (necesitábamos) un Macera gonzalespradino. Un Unabomber sin envíos letales, un Robespierre que mirara nuestras miserias desde el olimpo de la terquedad.
Entonces vino la segunda tentación. Y esa fue la del fujimorismo. Cuando lo vimos como candidato del chino viral, en el año 2000 de la reincidencia y la depravación, no lo podíamos creer. ¿Qué había pasado? ¿Qué chamico le habían dado? ¿Dónde había perdido el alma? ¿A qué esterilización forzosa lo habían sometido?. La repuesta era banal y miserable. Macera necesitaba una pensión decente y su condición de congresista de la república se la permitiría. En San Marcos jamás habría logrado eso. El Estado peruano castiga la inteligencia académica y la condena a la caspa y los fondillos lustrosos.
Macera se hizo fujimorista cuando esa endemia tenía el prontuario criminal más rico de la historia del Perú. No había cómo dudarlo: fue un suicidio moral, una manera brutal de mandarnos a todos al cuerno. Macera en el burdel del chino, esa sí que era una lección. Así murió el gurú. Su muerte física ocurrió años después y fue pura redundancia. Yo guardo por él un respeto melancólico. Me entristece pensar en sus últimos años.

Javvier Perez de Cuellar


Y
 acaba de morir Javier Pérez de Cuéllar, a quien serví alguna vez de embajador.
Es cierto. Viviendo en Madrid, recibí el encargo de viajar a Lima para contactarme con cierta gente que auspiciaba su candidatura. Hice lo mejor que pude, pero no logré evitar caer en la ingenuidad de hablar, como de un socio de aventuras se tratara, con alguien que más tarde se descubriría como agente de Vladimiro Montesinos. Sorpresas de la via en la salsa berraca que es nuestra banda sonora permanente. Por supuesto, todo terminó en un gran fracaso. Era 1995 y los peruanos seguían enamorados del ciudadano japonés que los arreaba.
Conocía a Pérez de Cuellar dos horas después de que lo nombraran secretario general de la ONU. En otra oportunidad he contado que fui el primer cuervo en llegar a su casa, con cámara y todo, para entrevistarlo. Fue en la época en que Genaro Delgado Parker era mi jefe y amigo, muchos años antes de que negociara mi cabeza en el SIN.
Después, como decía, nos vimos algunas veces en Madrid. Hablaba poco, tenía una mueca por sonrisa y administraba con cierta avaricia su perspicacia.
Siempre me pareció un diplomático congénito, con todo lo que eso puede significar. Lo que quiero decir es que desde el primer día en que lo vi supe que esa máscara de buenas maneras y palabras medidas y tonos repensados jamás se caería. Pérez de Cuéllar nació para ese oficio, tan pomposo como a veces inútil. Y su ascenso a la secretaría general de la ONU fue el justo premio a ese talento que le fluía naturalmente.
La ONU, como se sabe, no sirve para casi nada. Y Javier Pérez de Cuéllar, a pesar de todos los esfuerzos, no pudo torcer el destino estéril de una institución que no ha evitado una sola guerra y que ha tolerado que países como Israel, por ejemplo, se burlen de cada una de sus “resoluciones”. La ONU es un monstruo malo y eunuco  y sus funcionarios cumplen el penoso libreto de fingirse importantes.
Eso no le quita nada a Pérez de Cuéllar, cuya mayor enseñanza fue ser un hombre decente y de buena fe. Y eso es mucho decir en un país como el nuestro <>