LIBROS Y CONDENA
César Hildebrandt
En
HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 758, 14NOV25
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N |
o salía de mi cuarto. Repantigado, sintiendo la
levedad como un goce y el estilo de manganzón como una norma, devoraba los
libros que me caían, que me prestaban, que me regalaban, que a veces compraba.
Los libros me malhirieron, se robaron mi adolescencia, me impidieron calles y
tumultos que tanto bien me habrían hecho. Pero también me salvaron.
Cuando tuve que trabajar, sin embargo, tuve que
aceptar las reglas del malvivir y tolerar ruidos y mugres. Raskolnikov no
existía: el que salía en los vespertinos era un choro que había matado a una
vieja en la puerta del mercado central porque necesitaba comprar pasta básica.
Leopoldo Bloom no se acostaba al lado de la réproba Molly: el que hacía los
panetones se apellidaba Winter y terminaría vendiéndole el canal a Montesinos.
Roquentin era ñanga: el verdadero absurdo, el letal, estaba en las gavetas de
los escritorios ministeriales, donde se hongueaban los expedientes que no
debían seguir su curso porque no había habido pago en negro. Zavalita éramos todos,
con la diferencia de que no nos preguntábamos cuándo se había jodido todo
porque estábamos tan jodidos que ya ni siquiera nos hacíamos ese tipo de
preguntas.
Los libros -los verdaderos, no los que dan consejos-
se hicieron, en efecto, para crear un mundo paralelo donde todo parece tener
sentido. El novelista edita el caos, omite los largos tiempos muertos de la
cotidianidad, corrige las sombras excesivas y nos entrega una historia redonda:
una vida como debió ser. Lo demás es lo que solemos creer que es vida: los días
clonados, la tetudez que recae, la mala hora.
El castigo perfecto para un lector de libros es
condenarlo, por ejemplo, a ser comentarista de la política peruana e internacional.
Ese es el castigo que un tribunal invisible y
todopoderoso me infligió hace mucho tiempo.
No dije nada de puro miedo.
-Pues entonces escribirás cada semana una columna
que trate de política -anunció el tribunal.
Y así ha sido. Todas las semanas, los nombres de lo
peor, los egos de los monos más alzados, las voces de las moralmente difuntas.
Todas las semanas las marquesinas del teatro guiñan los mismos nombres en esta
parodia grosera de humanidad. Aquí son los Fujimori, los Toledo, los Castillo,
los García o los PPK. Allá, en la OCDE y el G-7, están Trump, Macron, Netanyahu,
Ursula von der Leyen. Aquí y allá: gentuza para un mundo que ni siquiera sabe
que agoniza, maniacos que nos han hecho creer que este circo plagado de payasos
asesinos se llama Orden Mundial.
Cada semana, entonces,
la tortura de decir cosas distintas sobre gente que hace lo mismo en un mundo
que sólo sabe reincidir. Me vengaré leyendo. Quiero retomar los diarios de
Adolfo Bioy Casares en tomo a su amistad con Jorge Luis Borges. Tienen más de
1,600 páginas. Pastaré en ellas cuanto pueda. Me echaré luego a rumiar. <ס>


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