jueves, 3 de noviembre de 2016

HUAJJSAPATA

TESTIGO DE MIS AMORES
Omar Aramayo
Tomado de INTERNET

De niño vivía absolutamente sugestionado con la leyenda del Cerrito de Huajzapata. Creía, que un monstruo inmenso se había desprendido de la cordillera para venir a beberse el agua del Titicaca, y que Wirakhocha, consternado, había arrojado desde el cielo unos rayos para decapitarlo y luego petrificarlo. No lo había pulverizado para que otros vieran lo que les pasa a los atrevidos. Podía verlo en sueños, temeroso que despertara y al fin diera rienda suelta a su sed atroz. Beberse el Titicaca. Muchas veces fui a contemplar su cabeza decapitada, allí estaba arrojada como un dado borracho.
Cuando lo recuerdo sonrío de mi inocencia y de mi feraz imaginación, pero así son los niños. Claro que ahora, no hay modo de contar esa leyenda a un niño, porque el cerrito, testigo de mis amores, ha sido lotizado a gusto de los notarios y sus clientes. Casitas variopintas han invadido sus faldas y solamente es posible contemplar la crestería superior, donde los sicuris del barrio Mañazo y Altiplano, cada febrero en las vísperas de la fiesta de la Virgen de la Candelaria, conciertan para dar inicio a la gran festividad.
Otra leyenda que me tenía en vilo, era la de las chinkanas que parten de las bases del cerrito, de su pared lateral que da al norte. Yo la repetía como un docto, la había escuchado de los labios de mis tíos, le ponía puntos suspensivo cuando la repetía a mis compañeros con los cuales faltábamos a clases para ascender su escarpada cima y cumplir con los ritos del vaquero. Un grupo de estudiantes carolinos, de quinto de secundaria, un día se convirtieron, temerarios, en espeleólogos improvisados y se hicieron al fondo de la tierra. Realmente no se sabe cuántos fueron, tal vez diez, uno de ellos salió por la puerta del templo de Santo Domingo en el Cusco, los otros murieron de hambre en las profundidades. El muchacho que libró de morir, salió con un choclo de oro en las manos, medio loco, hablaba de una ciudad encantada allá en la honduras.




Fue entonces que un alcalde mandó a tapiar ese ingreso a la roca, fácil solución para que ningún otro insensato de nuevo se atreviera. Eran dos o tres ingresos, uno bastante grande; visitarlos era obligatorio para los vaqueros, nos descolgábamos desde la cima casi hasta la base. Ahora es imposible, esas chinkanas han sido legalizadas por los notarios de entonces y tienen fichas registrales. Lo que pertenecía a la imaginación y al imaginario, pasó al cajón de los notarios. A nadie, absolutamente a nadie, se le ocurrió ni se le ocurre, aun cuando el Cerrito de Wajzapata es patrimonio de la ciudad, patrimonio colectivo, que podría ser un gran atractivo turístico. En otro país luciría hermoso y brillante como la estatuilla de Oscar sobre la mesa, para ser vista por todos, porque todos tienen derecho de verla. Es una gran Huaca al natural. Pero, en Puno donde se suele festinar la propiedad pública, ni pensarlo, parece que siempre hubiese sido así, terreno de nadie, de los vivos, de los bravos, donde cualquiera que tenga unos centavos puede mandarse.
Hace mucho tiempo, en esa cueva se alojaba un ladrón de arrieros, ladrón redomado, que luego de asaltar a sus víctimas repartía el producto mal habido entre los humildes de la zona, que debieron haber sido muchos si pensamos en la pobreza endémica de los puneños. No se sabe realmente, si fue en el siglo 18 ó 19. Eran los tiempos de Zapata, un Robín Hood del Altiplano, temido por los comerciantes viajeros de entonces, que un día decidieron acabar con él. Le tendieron una celada, recibió una herida grave, pero salvó de morir de inmediato y cabalgó hasta la cueva que lo alojaba. Los pobres del campo se arremolinaron a verlo al saber que se desangraba, para preguntarle qué harían luego que él se marchara. Qué pasará con nosotros, señor Zapata. Él en su último aliento, señalando a la hermosa chinkana, les dijo, Wajh Zapata, he ahí otro Zapata, en alusión que era aquí donde podrían guarecerse cuando fuesen perseguidos. Es la leyenda que le da nombre al cerrito. He ahí otro Zapata, un bandolero generoso.
El cerrito de blanquecina tez, cenicienta, que en su estructura pétrea guarda la evidencia de fauna marina menor, conchas por ejemplo, como recuerdo de otras épocas cuando estuvo sumergido bajo las aguas, cuando el Titicaca era parte del viejo y extinto lago Ballivián, el Tariptatatkhota o lago del diluvio, tanto como el Desaguadero, el Popó y el Salar de Uyuni, es el ombligo sentimental de Puno, no solo por sus leyendas sino porque aquí se celebra parte de los carnavales puneños.
Y en este espacio, que además es un gran mirador del Lago y su horizonte, los puneños de fino gusto, han visto cuajados sus amoríos más nostálgicos, cuando se hace la tarde. A ello, precisamente, se debe ese wayño que por título lleva, Cerrito de Wajzapata, que para los puneños de otra época es un himno. José Gonzáles hizo un libro que reúne y estudia las cuarenta y cuatro estrofas de la canción. Son letras de gran belleza literaria, de las cuales se cantan solamente dos o tres.
Hace muchos años atrás me fui detrás de las pandillas, por cierto muy bien acompañado, era un febrero precioso; la música como la danza y el azul del lago tuvieron su mejor performance. Más no se podía pedir. Y sin embargo, cuando uno de los grupos bajó y se fue directo al Kuntur para rematar, yo y mi pareja aprovechamos para replegarnos entre las sombras de la noche que llegaba caudalosa y el roquedal cómplice, gran protector del viento.
Pronto, distendidos ya después del fuego de la pasión, descendimos hasta llegar a la calle, cruzar la plaza e ingresar al Kuntur. La gran serpiente de la danza se desenrollaba entre sedas, panas, terciopelos, astracanes, éter, mistura y perfume; en eso nos topamos con un viejo periodista abogadil que me atacó en primera: ¿estás enfermo? Te veo pálido, me dijo. El pobre hombre no podía adivinar lo difícil que había sido para mí, descender del cerro y sus encantos.

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