HACIA UN NUEVO PACTO
PARA SANAR LAS HERIDAS ABIERTAS
Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2023
“¡Váyanse a la
chacra, indios!”
“Entonces tiraron bombas y
rompieron la puerta. Nos apuntaron con pistola, nos juntaron y nos tiraron al
piso, nos enmarrocaron en la espalda. Querían patearnos. ‘¡Chola, calla,
mierda, chola!’, diciendo nos ha carajeado. Nos han maltratado con sus
palabras. A algunas compañeras les han pateado y les han dejado todo verde”.[1]
Con esas palabras cargadas de
indignación, Yolanda, mujer huancavelicana de 58 años, de largas trenzas negras
y piel curtida por el sol, cuenta los momentos de terror que vivió en el campus
de la Universidad de San Marcos en Lima aquel fatídico sábado de enero. Aquel
día, alrededor de 200 policías derribaron la puerta con una tanqueta y
detuvieron a unas 200 personas, alojadas en la universidad, que habían llegado
de diversas regiones para protestar en Lima.
“¡Váyanse a la chacra, indios!”,
grita un grupo de cusqueños en la avenida de la Cultura, por la entrada a la
ciudad del Cusco, en el distrito de San Jerónimo. Se dirigen así a un grupo de
campesinos que han llegado desde el sur del departamento para movilizarse en la
“ciudad imperial”, como lo hace cada día, desde diciembre del año pasado, una o
más delegaciones de las distintas provincias de la región.
Abuso inicuo de Boluarte-Otarola |
Y no es casual que la absoluta
mayoría de las víctimas mortales de la represión hayan sido campesinos o hijos
de campesinos, indígenas, quechuas, aymaras. Aquellos cuyas voces y vidas no
valen para nuestras élites, ni –aunque duela decirlo- para una parte importante
de la sociedad urbana. Tampoco es una novedad. Durante los últimos 20 años,
aproximadamente 166 peruanos fallecieron por la represión policial en contexto
de protesta social[3]. La absoluta mayoría eran
campesinos andinos o indígenas amazónicos que ejercían su legítimo derecho de
protesta defendiendo sus territorios del desmembramiento, sus lagunas, ríos y
bosques de la contaminación por parte de alguna transnacional minera o
petrolera o demandando derechos laborales a alguna gran agroexportadora, por
ejemplo. Hasta ahora, no se ha identificado responsabilidades penales ni
políticas por ninguna de estas muertes, todas permanecen en la impunidad. Los
nombres de las víctimas, en el olvido; salvo en el corazón partido de niños que
quedaron sin padre y de madres que se quedaron sin hijos.
Pienso en Walter Sencia, por
ejemplo, joven k’ana de la provincia de Espinar que, además de la chacra,
trabajaba como payaso; “Manzano” era su nombre artístico. Una bala disparada
por un policía acabó con su vida cuando tenía apenas 24 años y su hijo aún
aguardaba en el vientre de su madre para conocer el mundo. Lo mataron cuando
protestaba junto al pueblo de Espinar denunciando la contaminación minera y
exigiendo que los grandes proyectos extractivos beneficiaran también a las
poblaciones locales. Es inevitable recordar que, de la misma manera, durante el
conflicto armado interno que desangró al país, durante los años 80 y 90, “la
tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático,
quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida
como propia por el resto del país”[4]. 75% de las víctimas fatales
tenían el quechua u otra lengua nativa como lengua materna. Y, sin embargo, son
esas víctimas y las generaciones que las suceden –y no los victimarios- las que
cargan hasta hoy el estigma de ser terrucos.
La señora Boluarte
se empecina en decir que ésta es una demanda “política”, pretendiendo de esa
manera descalificarla, cuando es justamente eso lo que se necesita: hacer
política, es decir, consultar, dialogar, construir consensos involucrando a las
y los ciudadanos, que no solo somos objetos de políticas públicas sino sujetos
con derechos políticos. Lo contrario, la negación de la política, es el autoritarismo
y la violencia.
“Se cumplió. Deteniendo a todos
esos terroristas. Reventamos San Marcos”, fue lo que dijo un orgulloso policía
en un video-selfie el día de la intervención arbitraria
en dicha universidad, dando cuenta del terruqueo azuzado
e institucionalizado por Dina Boluarte, sus ministros y altos mandos policiales
que ahora salen a declarar a la prensa con inusitada frecuencia. Los grandes
medios, el Ministerio público y el Poder judicial se han sumado con entusiasmo
a esta narrativa y práctica contrasubversiva que busca justificar la brutal
represión y criminalización que hemos visto en estas semanas: ciudadanos y
dirigentes son detenidos e investigados por demandar una asamblea constituyente
o por recaudar donaciones para alojar o alimentar manifestantes o atender a los
que resultan heridos. Pero el terruqueo no
solo busca deshumanizar a quien protesta para justificar su aniquilamiento
político o físico, sino que atiza el racismo que lleva implícito y el recuerdo
del terror vivido durante el conflicto armado interno, otra herida que aún no
cicatriza.
Pero así como Yolanda,
huancavelicana de 58 años, tendida en el piso boca abajo y enmarrocada, se
atrevió a levantar la cabeza, increpar a una policía que rebuscaba entre las
pertenencias de los detenidos y mirarla fijamente a los ojos; así como Aida
Aroni, ayacuchana de 52 años, se acercó, con su sombrero de paño negro,
flameando su pollera y su bandera blanquirrojas, al cordón policial que impedía
el avance de una marcha en Lima; así también, con dignidad y coraje, todo un
pueblo alza la cabeza y rompe el silencio al que había sido condenado durante
siglos. Y las élites racistas se irritan porque no soportan que sus
otrora peones, yanaconas o colaboradores ahora los miren a los ojos y
reclamen el lugar que se ganaron resistiendo a las diversas formas de opresión
de cada tiempo; cultivando sus tradiciones; forjando con su sudor y lágrimas
casas, ciudades, patria; alimentando desde sus chacras al país entero; moviendo
la economía aún en tiempos de pandemia, sequía, escasez o inflación.
Los que alguna vez se vieron
obligados a andar cabizbajos y callados, a sentir vergüenza de su apellido, su
forma de hablar o su vestimenta, hoy reivindican con orgullo su identidad a
través de sus manifestaciones políticas, sus demandas sociales pero también a
través de la inmensa solidaridad desplegada en miles de ollas comunes para los
manifestantes, brigadas de salud, equipos de defensa legal, así como cantos y
bailes que siempre fueron y siguen siendo una forma de resistir, luchar y
vencer.
Presidenta Dina Boluarte, ¿por qué eres
mentirosa?
Tus engaños que te crea tu Congreso,
Tus engaños, que te crea tus ministros”
Dice una estrofa de un carnaval
ayacuchano estrenado en Huanta hace unos días.
“Congresista, suwa[5] congresista,
quién te ha dicho que somos terrucos,
somos valientes y luchadores,
queremos un cambio para nuestro Perú”
Dice otro carnaval que acompaña
escenificaciones y parodias de las protestas y la represión.
“Esta democracia ya no es democracia
Dina asesina, el pueblo te repudia.
¿Cuántos muertos quieres para que
renuncies?
Dina asesina, el pueblo te repudia
Sueldos millonarios para los corruptos;
balas y misiles para nuestro pueblo”
Dice la canción que se ha
convertido ya en el himno que se corea en calles y plazas a ritmo de banda
puneña.
La promesa de cambio incumplida
Pero si queremos entender a
profundidad la crisis peruana, a los rezagos de 500 años de colonialismo,
debemos sumarle los estragos de 30 años de neoliberalismo depredador. Porque
esta crisis no empezó ni el 7 de diciembre con el golpe de Estado fallido de
Pedro Castillo y su destitución, ni con el inicio de su Gobierno. Las élites
dirán que antes de este estallido todo iba de maravilla, pero no es así. Hubo
crecimiento económico en las dos últimas décadas, sí, pero a costa del
debilitamiento de las instituciones y de la precarización de la vida. Nuestro
Estado quedó débil, capturado por los grandes grupos de poder económico, con
una inestabilidad política sin parangón: seis presidentes en seis años.
Ese Estado nos dejó morir durante la pandemia –fuimos el país con la más alta tasa de mortalidad en el mundo- porque la salud, como la educación o la vivienda, fue tratada como cualquier mercancía que solo los más pudientes podían asegurarse. Tenemos una economía que mantiene a más del 70% de las y los trabajadores en la informalidad; a 1 de cada 4 peruanos en situación de pobreza, sobreviviendo con menos de S/.380 al mes; y a una proporción aún mayor de peruanos en situación de vulnerabilidad, a los que una pérdida de trabajo, una enfermedad en la familia o un accidente, podrían volver “pobre” de un día para el otro; mientras el 1% de la población más rico concentra alrededor del 30% de los ingresos totales del Perú, lo que nos coloca como el cuarto país más desigual del mundo[6]. Tenemos una riqueza inconmensurable -gas, petróleo, minerales, agrobiodiversidad, agua dulce, patrimonio cultural- pero siempre expoliada, rematada y depredada por voraces transnacionales o mafias locales que nos dejan migajas.
El sur del país es quizás el
ejemplo más claro de esta dolorosa paradoja: las élites centralistas nos han
visto siempre como una despensa infinita de materia prima que rematar y no como
ciudadanos con plenos derechos ni como pueblos capaces de decidir también sobre
nuestros territorios y riquezas, de preservar o recrear nuestras tradiciones,
según nuestra memoria y nuestros sueños. Hemos visto, más bien, nuestras
montañas heridas con grandes tajos para extraer de ellas cobre o hierro que es
vendido a lo largo y ancho del mundo[7]. Hemos visto nuestro gas natural
esfumarse por un tubo y llegar hasta Europa o Japón desde hace cerca de 20
años, mientras aquí tenemos que comprar balones de GLP[8] que vienen de la costa
central a precios inexplicables, los más altos de América Latina[9]. Hemos visto Machupicchu o el
Lago Titicaca y sus islas engalanar postales y películas, mientras miran con
desdén a los constructores y guardianes de ese patrimonio. Y cuando hemos
exigido respeto por nuestros derechos han declarado estado de excepción en
nuestros territorios, nos han apuntado con sus armas.
Nos dijeron que si queríamos
cambios debíamos expresarlo con nuestros votos y eso hemos venido haciendo con
convicción desde hace décadas. Pero incluso cuando una propuesta de cambio ganó
las elecciones, se impuso el chantaje de las élites y poderes fácticos, o la
cobardía de los que nos juraron cambios y luego nos traicionaron.
¿Balas o votos?
Por eso es que hoy emerge con
tanta fuerza la necesidad de un nuevo pacto social, una refundación, un cambio
de fondo que se expresa en la demanda de “nueva Constitución”. Ya no bastan
parches o maquillajes, ya no basta cambiar de figuras. Un nuevo pacto social es
la única salida seria y duradera a esta crisis. Quienes se oponen, alegan que
cada peruano debería leer la Constitución actual antes de plantear otra. Ese es
un argumento elitista que desconoce que el saber no es solo libresco, que
también sabe el que siente crujir de hambre sus tripas, el que posterga sus
sueños porque no tiene oportunidades, el que ve sus ríos contaminados, sus
hijos sin educación de calidad, el que vive la angustia cotidiana de no saber
si mañana tendrá trabajo; ese sabe que estas reglas de juego ya no dan más, que
se necesita cambios de fondo. Pero es, sobre todo, un argumento reduccionista y
falaz, que nos quiere hacer creer que la Constitución es un papel, cuando se
trata, más bien, de un pacto.
Rumbo a la cita de honor, por Jashua |
Es tiempo de sanar las heridas
más profundas, de sellar un nuevo pacto, pero no entre élites cínicas para
defender sus privilegios -como ocurrió con la Constitución de la dictadura-,
sino un pacto entre peruanas y peruanos en el que nos reconozcamos todos –sí,
todos, no solo los que piensan como nosotros- como ciudadanos con iguales
derechos, en el que definamos qué reglas de juego deben regir nuestro país, qué
valores deben guiarnos como sociedad. Necesitamos un nuevo pacto que afirme la
vida, la dignidad humana; que ponga por delante el poder del pueblo antes que
el poder del dinero; la igualdad en la diversidad para dejar atrás el racismo,
el machismo, el clasismo que hieren nuestra Patria y nuestras familias; que
ponga el bien común, la solidaridad y cooperación por delante del
individualismo, la competencia exacerbada y la corrupción; que defienda el
cuidado de la naturaleza para dejar atrás la depredación y contaminación de
nuestros ríos, montañas y bosques; que promueva el uso soberano de nuestras
riquezas para que beneficien de verdad a las familias del Perú. Es tiempo de
construir la Constitución de la democracia.
Esta
tarea no es exclusiva de autoridades o expertos, por el contrario, es una tarea
de todos los peruanos y las peruanas. Sí, también de ti que me lees.
Atrevámonos, entonces, a sanar las heridas históricas que aún nos duelen, a
soñar con un país mejor, a ir al encuentro del otro…▒▒
[1] Declaración
traducida del quechua de Yolanda Enríquez en el momento de su liberación tras
haber sido detenida en el operativo policial del sábado 21 de enero en la
Universidad Mayor nacional de San Marcos, Lima.
[2] Hasta
el día 15/02/2023, según la Coordinadora nacional de derechos humanos, 62
peruanas y peruanos han fallecido en el contexto de las manifestaciones
iniciadas en diciembre 2022.
[3] Registro
de la Coordinadora nacional de derechos humanos, 2003-2022 (desde el gobierno
de Alejandro Toledo hasta el de Pedro Castillo incluido).
[4] Informe
final de la Comisión de la verdad y reconciliación, 2003. Conclusiones
generales.
[5] Suwa: ladrón en quechua.
[6] World
Inequality Report 2022.
[7] Según
la “Cartera de proyectos de inversión minera 2023” del Ministerio de energía y
minas, en el Sur del Perú se concentran 19 de los 47 proyectos mineros
actualmente en alguna etapa de ejecución. Cada vez que se ha producido un
conflicto social en torno a algún proyecto minero, se ha optado por declarar
distritos o provincias en estado de emergencia. Pero desde el 2017, aproximadamente,
se ha declarado estado de emergencia en todo el llamado “Corredor vial minero”
que atraviesa los departamentos de Arequipa, Apurímac y Cusco de manera
recurrente, incluso en tiempos de calma, apelando a la figura inconstitucional
de los “estados de emergencia preventivos”. En la práctica, se trata de
territorios que viven en permanente estado de excepción con diversos niveles de
militarización y de vulneración de derechos humanos.
[8] Gas
licuado de petróleo.
[9] Camisea,
el yacimiento de gas natural más importante del Perú y uno de los más grandes
de América Latina, se encuentra en el Sur del país, en el área amazónica del
departamento de Cusco.
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