viernes, 26 de febrero de 2021

HILDEBRADNT SOBRE LA MUERTE

 


MENSAJE PARA ANA ESTRADA

César Hildebrandt

Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 528 26FEB21

L

e han dado permiso judi­cial a Ana Estrada para disponer de su vida.

Me parece muy bien. Lo que me parece mal es que la Defensoría del pueblo aparezca como protagonista en este escenario.

¿Qué diablos tenía que ver esa institución con el drama privadísimo de Estrada, enferma doliente y aspirante a suicida por mano ajena? Nada, por supuesto. Pero el defensor popular que hoy tenemos tiene hambre de publicidad, sed de luces, apetito insaciable. Y allí está, haciendo ridículo en su nuevo papel de CEO de la Eutanasia. Y allí está la prensa que aletea y mira por la ventana a ver algún Kevorkian nuestro empieza a asomarse en la casa de Ana Estrada. La muerte, la vida, el suicidio son los tres asuntos más importantes que se puedan discutir. Quizás sean los únicos tres temas sobre los que vale la pena discutir.

Si la muerte es el destino democrático y el último fotograma en donde aparecemos, eso no quita que no nos produzca terror. Quien diga que espera la muerte con la tranquilidad de un funcionario suizo, está mintiendo. No es la muerte lo que más tememos: son sus detalles, el tamaño de sus dolores previos, la desfiguración a la que nos somete durante las últimas semanas, la oscuridad del abismo al que nos asoma, los rostros y las voces que se alejarán definitivamente. Cuando empezó el proceso del cáncer que se lo llevó, Borges confesó que sintió la muerte como algo externo y frío. Eso debe ser. Sobre todo, para un no creyente como Borges.

¡Qué envidia sen­tiremos, al final, los tenaces incrédulos que no pudimos aceptar la otra di­mensión, el consuelo de la reencarnación, el placebo grandioso de la inmortalidad!

Como la eternidad es para nosotros una palabra reservada a la maldición o la leyenda, lo único que entendimos fue que el tiempo era nuestro enemigo y que la cuenta regresiva había em­pezado apenas, recién nacidos, lanzamos nuestro primer sollozo. Éramos, a lo Heiddeger, seres para la muerte, bocados inexorables de su voracidad. Pasto para piras, al final. Vocación de gusanos, bajo tierra.

Y aun así la vida es un imperativo hermoso, la mayor ilusión que el azar y la química crearon. No hay pesa­dumbre que pueda con el mandato de vivir, no hay desesperanza que lastime las ganas de ver amanecer el día siguiente. El lado soleado de nuestra animali­dad nos exige vi­vir y no importa cuánto hayamos alimentado el des­aliento ni cuántos libros como los de Cioran nos hayan roto: siempre será mejor vivir y ponerse a disposi­ción de ese guión que no escribimos y donde sólo nos cabe, humildemente, actuar en pa­peles secundarios.

Decía Pasolini que la muerte edita nuestra vida y reordena sus capítulos con espíritu de narrativa. Es cierto.

Los que se suicidan ponen el “fin” de la película con propósitos voluntaristas, pero no logran despejar la idea de que huyeron, de que se desvanecieron en la brega. Pienso en Stefan Zweig, que se mató a dúo con su mujer en febrero de 1942, cuando Hitler esta­ba ganando la guerra. Siempre me pregunté: dos años después, tras la derrota ante los rusos y el desembar­co de Normandía, ¿el brillante judío Zweig se habría matado, e inducido a su esposa a hacer lo mismo, en el remoto Brasil?

Siempre será mejor vivir. Y vivir es luchar por lo que uno cree. Uno no puede creer en la muerte porque la muerte carece de ideas y de poderes de seducción intelectual. La muer­te, además, tiene un enorme público cautivo. Pertenecer a su tribu es casi una redundancia. Amar la muerte es un desacato. No a dios sino al misterio, a la persistencia de nuestros latidos, a la inexplicable razón de la existencia.

Siempre será mejor vivir. De modo que ahora, que ya tiene el permiso de matarse, le pido a Ana Estrada que no lo haga. Ese quizás sea el verdadero ejercicio de su libertad. ▒▒

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