HACIA UNA NUEVA CONSTITUCION
César Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 562, 22OCT21
C |
on su histeria grafómana, sus simios en ristre, sus
maldiciones de gitana, la derecha ha señalado el blanco. Ese blanco es la
Constitución fujimorista de 1993. Ese es el blanco que hay que abatir.
Necesitamos una nueva Constitución porque, precisamente,
la derecha la ha convertido en santo grial. ¿Qué tiene de sacro e inmutable un
texto hecho en plena dictadura bajo el esquema thatcheriano de que sólo lo
privado es bueno y que el Estado es un obstáculo para el emprendedurismo, la
libertad y la plenitud de la democracia?
Con la Constitución de 1993 se hizo un himno al
sálvese quien pueda y el concepto republicano de la igualdad ante la ley quedó
en suspenso. El egoísmo se convirtió en norma, la educación en negocio
tramposo, la salud en opción inalcanzable para los más pobres.
Boloña inventó las AFP y de inmediato se hizo
accionista de una de ellas. Aeroperú se vendió a una mafia mexicana para que
LAN comprara los cielos del Perú a precio de protectorado.
Fue Milton Friedman cruzado con Tatán. Era Hobbes
leído por Daniel Espichán. Era el reaganismo interpretado por Martha Chávez.
Era Pinochet instalado, como Lynch 110 años antes, en el corazón de la política
peruana. La derecha nativa amaba a Pinochet. Por eso se casó con Fujimori. Por
las mismas razones, hoy es viuda gemebunda del patriarca y amante escarmentada
de Keiko, su heredera.
¿Recuerdan el Congreso Constituyente Democrático?
Le decían el CCD y allí estaban el PPC (de Cementos Lima y Lourdes Flores) y
la amplia mayoría del golpismo cachaco de 1992: Cambio 90 y Nueva Mayoría.
También estuvieron el partido de Rafael Rey, la angurrienta sigla de Femando
Olivera, y algunas izquierdas ínfimas como los frenatracos, el CODE, el FREPAP
y el SODE. Toda la oposición sumaba 37 votos. El fujimorismo, con sus fuerzas
auténticas y las que se auparon en el camino, 43. No había nada que discutir:
el provecto de Fuiimori de refundar un país dodnde la idea de la comunidad de
intereses debía ser abolida, se cumpliría escrupulosamente. La derecha
encontró en el golpista de 1992 al hombre que andaba buscando desde el
asesinato de Sánchez Cerro.
¿Quién presidió el CCD? Nadie menos que Jaime
Yoshiyama, el que inventaría la doble contabilidad y el lavado con Ña Pancha de
los dineros embarrados que recibiría la organización durante el imperio de
Keiko.
¿Quiénes estuvieron a la cabeza de la Comisión de
Constitución del CCD? El primero fue Carlos Torres y Torres Lara, el “jurista”
siempre adhoc que pariría, cinco años después, la teoría de ‘la interpretación
auténtica” del artículo 112 de su propia Constitución, maniobra gansteril que
le permitió a Fujimori la segunda e ilegítima reelección. El segundo fue
Enrique Chirinos Soto, el parlamentario de “Libertad” que propuso vetar a
Fujimori por su verdadera nacionalidad (él sabía que era japonés) y que
terminó de ujier oral del fujimorismo y de sicario del derecho para tumbarse a
los tres dignísimos miembros del Tribunal Constitucional que se opusieron a la
“interpretación auténtica”.
¿Quién fue el segundo vicepresidente del CCD? Rafael Rey, una de las voces de Willax, la Fox de los barracones. ¿Y el tercer vicepresidente? Víctor Joy Way, de cuyos tractores chinos tenemos tan metálico recuerdo.
Y jamás olvidemos que el CCD surgió después de que
el Perú fuera un apestado en el escenario continental. En esa condición nos
había dejado el golpe del 5 de abril de 1992, un zarpazo que la derecha
aplaudió a rabiar y que buena parte de los peruanos, para vergüenza crónica de
nuestra memoria, también avaló.
De esa polvareda de democracia en ruinas, primeros
indicios de corrupción, empoderamiento visible de Vladimiro Montesinos y su
banda de forajidos con charreteras, salió la Constitución de 1993. Y a pesar de
la prensa reconcentrada y dominante, a pesar de la televisión que machacaba lo
buena que era y lo terrible que sería rechazarla, a pesar de tanta vendimia a
la espera de una recompensa, a pesar de la propaganda aplastante, a la hora de
su aprobación el 47,76 % de los peruanos le dijo a esa constitución
creada por el fujimorismo que se fuera al demonio, que no la aprobaba, que no
la sentía suya. Dicen que cuando Fujimori se enteró del resultado final, se
largó del salón donde estaba y tiró un portazo que hizo temblar goznes y
piernas. ¡Habían sido apenas 333,265 votos de diferencia!
Y esa es la Constitución que el fujimorismo y sus
descendencias quieren presentar como salida de una zarza ardiendo. Ahora
resulta que Moisés Fujimori recibió la gracia de un encargo pétreo e inamovible
por los siglos de los siglos. Como si la pandemia no nos hubiese mostrado
crudamente la miseria de salud pública que tenemos y la desigualdad intrínseca
que hemos creado siguiendo a pie juntillas “el modelo constitucional”.
El mensaje está claro: podremos perder las
elecciones, pero no nos podrán cambiar la Constitución. En resumen, no interesa
quién esté en Palacio: lo que importa es que el Gran Contrato, la Constitución
de 1993» no se cambia. Esa es la garantía que consideramos no negociable. Y si
insistes, vamos a la guerra civil, al atoro de la ingobernabilidad, al
periodicazo que te noquea cada 24 horas, a la encuesta que te escuelea, al
dólar que zumba, a la calificadora que rezonga, a los transportistas que te
pararán la sangre, al vargasllosismo de ecos ibéricos. Es decir, vamos con
todo, cholo alzado, guanaco sin Harvard, igualado.
Soy un liberal más bien tibio en muchas cosas.
Jamás creí en el comunismo y me siento apenas un socialdemócrata arrinconado
por las dudas. Pero ahora veo este espectáculo del civilismo salido del
sarcófago, del urrismo llegado de los años 30 del siglo pasado, de los señores
Larco y los señoritos Aspíllaga, y digo, a lo Romualdo: no puede ser verdad,
pero hay testigos. Y añado modestamente: ahora, más que nunca, hay que cambiar
la Constitución que perpetró el fujimorismo. Habrá que hacerlo sin Bermejo y
sin Cerrón, sin alaridos ni amenazas bolivarianas, sin ahuyentar capitales ni
crear pánico, sin Bellido y sin fomentar la inflación o el resentimiento
social, pero habrá que hacerlo. Es casi un deber sanitario. Será librarnos de
la tutela “principista” impuesta por una banda que saqueó el país y pudrió
todo lo que rozó. No quiero la anarquía de un socialismo que juegue con el
déficit fiscal y nos lleve a la ruina, pero también me resulta difícil soportar
este clima de terror intelectual impuesto por una derecha que castiga la sola
propuesta de cambiar algunas cosas. Es como si un hipnotizador malicioso no
quisiera despertar a su víctima. ■
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