LECTURAS INTERESANTES Nº 916
LIMA
PERU 13
SEPTIEMBRE 2019
HABLANDO DE ODIO
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 459, 13SET19
D
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icen que el
odio es tóxico.
Eso no es
cierto.
El odio es
muchas veces necesario. No es que lo recibamos con alegría, que lo acojamos con
placer, que lo sintamos con agradecimiento, no.
Pero odiar el
crimen, por ejemplo, es imprescindible.
El odio nos
distancia de la peste y gracias al odio bien mantenido conservamos muchas veces
la integridad.
Odiar lo que
representó Nicolás de Piérola, uno de los más grandes enemigos involuntarios
del Perú, nos sitúa en la lucidez. Y, sin embargo, odiar al civilismo, contra
el que se levantó Piérola, es también, por simetría, un acto de justicia.
Piérola deshizo el Perú. El civilismo no pudo hacer un país. Y el civilismo de
hoy se retrata en la agenda hegemónica de la derecha.
¿Cómo no odiar
lo que nos hicieron los ejércitos de la noche de Sendero Luminoso?
El odio es un
antídoto que nos preserva de la locura.
La locura es
aceptar que hubo peruanos que se unieron a los chilenos para derrotar a la
confederación peruano-boliviana que instauró Santa Cruz en 1836. La
locura es
creer que el militarismo posindependencia, corrupto en esencia, fue inexorable.
Si las masas hubiesen odiado la sumisión, todos aquellos que lucían
entorchados no habrían podido saquear el erario nacional como lo hicieron.
Locura es, contemporáneamente, creer que “la república aristocrática” existió
de verdad, que Leguía fue un gran presidente y que Alan García merece ser
perdonado porque se disparó en la sien. La locura nos ronda y llama para
sumergimos en esa confusión, en ese medio pelo que todo lo vuelve niebla,
indefinición, cobardía intelectual, media voz, sonrisita limeña, andar de
gallina clueca.
Heduardicidios. Diario LA REPUBLICA |
“Hay que
comprender”, exigen los historiadores. Pues bien, porque comprendo es que odio
gran parte de nuestra historia y pongo en mi infierno personal a quienes, creo,
se lo merecen. ¿Hay que comprender a Mariano Ignacio Prado, el hombre que
siendo presidente y comandante supremo de nuestros ejércitos huyó del país
después de que Grau fuese muerto y el sur fuese invadido a partir de Pisagua?
Comprendo su cobardía, comprendo sus intereses crematísticos, sus inversiones
en Chile, su amistad con la élite de Santiago, pero eso no me produce empatía
alguna. Odiar a ese Prado fundador es un mecanismo de defensa si uno quiere
seguir siendo peruano. Porque si uno aceptara que Prado nos representa como
nación, ¿por qué entonces admiramos a la gente de coraje que en esa misma
guerra nos demostró que la derrota sería pasajera?
Allisan de
Chazet dice en un libro que cuando guillotinaron a Robespierre una señora, que
había visto morir a dos de sus hijos durante el Terror, demandó, en el momento
en que la cabeza rodaba al cesto, que lo hicieran otra vez. Ese es, se diría,
un odio enfermizo y un peso en el alma, ¿pero quién se atrevería a juzgar con
severidad tamaña hipérbole de pasión revanchista?
Carln en LA REPUBLICA |
Odiar a Hitler
no cuesta nada, pero odiar a quienes hoy lo admiran, eso sí que es un dilema.
¿Debemos odiar a alguien por sus ideas? ¿Dije ideas? ¿Qué ideas se aprecian en
“Mi lucha”? Ninguna, excepto la de la “grandeza de Alemania”, el papel supuestamente
nefasto de los judíos y la injusticia del Tratado de Versalles.
Y ese puñado de
hipos nacionalistas y estrabismo ario nos llevó a la segunda guerra mundial y a
la muerte de sesenta millones de personas. Los neonazis actuales citan a Hitler
para sentirse marciales y ocultar sus racismos surtidos y su primitivismo mental.
¿No es un deber odiarlos? Odiar a Pol Pot, aunque esté mil veces muerto, nos
dignifica. Y odiar a Stalin, que mató simbólicamente a Marx y su sueño
altruista, es un deber cívico. Del mismo modo que odiar los abusos del
capitalismo, la dictadura del dinero, la podredumbre de las corporaciones,
preserva el lado más soleado de nuestra conciencia, ¿Debemos comprender a
Trump? ¿Qué hay que comprender en un hombre que podría, si el regreso al pasado
fuera posible, caminar en taparrabos, de cueva en cueva, robando mujeres y
trozos de mamut, sin siquiera mirar los animales que algunos profetas del arte
pintaban sobre la roca? No hay nada que comprender. Trump es lo que la codicia
da a luz cuando es preñada por la deshonestidad. Es la brutalización de una
política imperial que no admite la rivalidad ni reconoce las señas de su
decadencia. Le profeso un odio acrisolado y sin remordimiento.
Odiar la
incultura no nos hace cultos ni exquisitos ni privilegiados, pero qué agradable
y risueño resulta. Escuchar al locutor de radio que patina en la barbarie, ver
a la periodista que en la tele terquea en su estupidez, leer la protoprosa de
algunos columnistas del diarismo nacional, resulta siempre estimulante. Y uno
termina odiando a quienes concibieron un sistema que le permitió a Telesup, por
ejemplo, reinar como universidad lucrativa durante mucho tiempo.
No necesitamos
ser güelfos o gibelinos para odiar al Congreso actual, pero algún instinto de
justicia nos dice que el problema no es aquel recinto donde alguna vez estuvo
gente de mucho valor. El problema es que quienes han capturado el Congreso son
el fujimorismo y la agonía (nada unamuniana) del Apra.
¿Odiar al
fujimorismo supone un riesgo psiquiátrico? Eso es lo que quieren decimos
algunos interesados. ¿Cómo odiar a quienes son mayoría en la sede de las
leyes? -preguntan. El fascismo de Mussolini también era mayoría, así como la
partidocracia que representaba al militarismo agresor en el Japón que invadió
Manchuria. El problema es que con menos del 30% de los votos populares el
fujimorismo, gracias al deforme sistema electoral peruano, se hizo con más del
60% de los asientos congresales.
Y el problema
mayor es que el fujimorismo sigue siendo la mafia que evisceró las
instituciones del país corrompiéndolo todo. Nunca, en toda
¿Cómo no odiar una perspectiva de esta ralea? ¿Qué debemos comprender
de quienes se sienten herederos del delirio autocrático y delictivo del señor
Fujimori? que quieren enlodamos, que quieren sometemos, que quieren hundimos en
la miseria moral. Odiar ese ofrecimiento inmundo es para mí una urgencia, una
vacuna, un aprendizaje -estoy robándole un título a Hinostroza- de la limpieza.
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