Por: Augusto Vera Béjar
Tomado del libro: PUNEÑOS, CAROLINOS Y CABALLEROS. Ed. Auver. Arequipa, 1995, pp. 31 a 37
El recreo escolar ha sido siempre el momento más esperado por los alumnos de cualquier edad. Sintiéndose libre de la mirada de los profesores uno puede dedicarse con tranquilidad a tomar los alimentos, practicar distintos deportes o, simplemente, a pasar el tiempo en la agradable compañía de los amigos y compañeros de clase.
Los primeros recreos de Serapio en su colegio, fueron
maravillosos. El Centro Escolar 881 de Puno, era la escuelita fiscal en que
estudiaba y que gozaba de gran prestigio en el País. José Antonio Encinas, el
insigne educador puneño, la había llevado a la fama internacional al
experimentar en ella las teorías pedagógicas que se convirtieron, años después,
en su obra fundamental: "Un Ensayo de Escuela Nueva en el Perú". A
Serapio jamás le faltaba una propina en el 881, pues nada más tenía que
acercarse a la oficina del Director -su padre- para conseguirla. Con las
monedas en el bolsillo, generalmente veinte centavos, salía presuroso a ganar
su turno frente a las limpias y transparentes vitrinas de los hermanos Medina,
uno de los cuales, Rosendo, se había convertido en su "casero".
Tenían los hermanos una fábrica de dulces llamada "La
Estrella" cuyo nombre aparecía en menudas letras blancas en cada una de
las vitrinas. Llegaban los Medina, a media mañana, con su impecable uniforme
blanco y su vitrina encima de la cabeza, defendida por una especie de neumático
también blanco y pequeño y portando en las manos el soporte necesario para el
mueble, doblado en forma de tijera.
Los dulces de "La Estrella" eran variados.
Cocadas, canelas, cochas y alfeñiques les eran servidos a los chicos,
generosamente, en trozos de papel blanco. Veinte centavos podían considerarse
una fortuna una vez convertidos en caramelos cuyo sabor natural endulzaba la
hora del descanso y hacía más placentero el recreo.
Al trasladarse al Colegio Nacional San Carlos, para cursar
el cuarto de primaria, Serapio dejó de ver a don Rosendo Medina y tuvo que
acostumbrarse a una nueva forma de golosinas. Los empleados y cocineros del
Colegio abrían de par en par las ventanas del comedor de internos y, a través
de las rejas, vendían pan y chancacas. El oscuro dulce, preparado con azúcar
morena en enormes trozos de color café, era bastante empalagoso; sin embargo,
combinado con el pan resultaba un bálsamo que permitía a los estudiantes
recuperar las fuerzas después del duro trabajo intelectual. Los veinte centavos
de caramelos del 881 quedaron atrás. A partir de entonces se acercaban
diariamente a la reja a pedir sus dos panes y su chancaca.
Serapio no recordaba bien cómo empezaron los problemas, pero
de pronto se vio compartiendo su refrigerio con Tomás, un compañero de clase a
quien se podía calificar de "niño bien" por su apariencia y las
comodidades de que gozaba, y que había encontrado la forma de atemorizarle y
aprovecharse de él. Apenas compraba Serapio sus panes y su chancaca, Tomás se
aparecía entre los compañeros y exigía su parte, a manera de "cupo".
Para Serapio era la única forma de evitar ser golpeado en público.
Algunas veces no divisaba al abusón entre los hambrientos
muchachos que se congregaban frente a las rejas, pero éste siempre llegaba,
tarde o temprano, de algún lado y moviendo simplemente el dedo índice, como si
quisiera atraerle, le urgía a entregarle su ración. En alguna oportunidad trató
de rebelarse y con ello se ganó un par de golpes que le enviaron al suelo,
provocando las risas de los compañeros. Definitivamente, Tomás era el calvario
de Serapio y éste, como único paliativo, trataba de acostumbrarse a la idea de
tener que aguantarle los siete años que faltaban aún para salir del Colegio.
Fue Amilcar, el más pequeño de la clase, quien primero se
dio cuenta de la situación y trató de aconsejarle: "¡no tienes por qué
aguantarle!"....
"¡me consta que es un maricón!", repetía
constantemente; pero siendo el temor más fuerte que su audacia, Serapio le rogó
que no pronunciara tan subversivas palabras delante de los compañeros. Su único
afán era disimular la servidumbre de que era objeto para no terminar siendo el
hazmerreír de los demás.
Los años pasaron y Tomás creció de manera espectacular.
Siempre fue el más grande y fuerte de la clase. El miedo que producía su
carácter inestable y agresivo era proporcional a su alta y maciza figura.
¡Dos panes y una chancaca! En las matemáticas urgentes del
recreo escolar, significaban apenas la mitad para el estómago de Serapio. El
resto era para Tomás, quien recibía la otra mitad a manera de salario.
Amilcar no crecía mucho, pero había madurado más que muchos
de los compañeros. Mantenía siempre la idea de que si su compañero quisiera,
fácilmente podría liberarse de Tomás. Nunca le explicó de dónde provenía esa
seguridad, pero su prédica era terca e invariable: "¡tú le pegas!",
"¡es un maricón!", "¡no tienes por qué aguantarle!".
El propio Serapio no comprendía las razones del miedo que
sentía por Tomás. No había ninguna otra persona en el Colegio que hubiese
tratado de hacer lo mismo con él, pues aunque no se consideraba un gladiador,
siempre había sabido hacerse respetar. En este caso, simplemente, guardaba
silencio.
En 1957, cuando asistían al primero de secundaria,
recibieron la noticia de que todo el Colegio, primaria y secundaria, se
trasladaba a un nuevo local construido en la Avenida del Puerto; era una de las
grandes unidades escolares que había edificado el gobierno del general Odría y
que el Director del Colegio, don Jorge Salazar, había gestionado se le asignara
al Colegio San Carlos.
Como las autoridades del gobierno estuvieron de acuerdo con
el Director, ese mismo año profesores, alumnos y empleados se trasladaron con
gran solemnidad, cargando personalmente sus muebles, trofeos y biblioteca por
las calles de la ciudad. El glorioso Colegio Nacional San Carlos de Puno,
fundado, según la mayor parte de los historiadores, en agosto de 1825 por
decreto del Libertador Simón Bolívar, se convertía, desde entonces, en la
"Gran Unidad Escolar San Carlos".
En la Unidad encontraron los muchachos algo que nunca antes
habían tenido: campos de fútbol, de básket y hasta uno de tenis. Las aulas eran
amplias e iluminadas y en los patios aparecieron los primeros kioscos que trataban
de reemplazar, en la mente de los antiguos alumnos del 881 a los hermanos
Medina y sus dulces, y también a las rejas del comedor de San Carlos.
Los dos panes y la chancaca eran sustituidos, algunas veces
por salteñas, empanadas, pasteles y otras golosinas. Tomás había distanciado un
poco sus exigencias ya sea porque tenía otras ocupaciones o porque el Colegio
resultaba demasiado amplio, lo que no le permitía llegar a tiempo para cobrar
su cupo. Pese a ello, nunca dejó totalmente de buscar a su víctima a la hora de
recreo para comer gratis y burlarse de ella.
Justo en esa época, Serapio se entusiasmó con el básketbol
Los puneños eran grandes aficionados a este deporte y las competencias de la
liga local se convertían en verdaderas fiestas. Los partidos se realizaban los
domingos por la mañana en el Coliseo "Martínez Mariño" ubicado a
media cuadra de la plaza de armas, a espaldas de la prefectura. No existía un
coliseo cerrado así que todos, jugadores y aficionados, aguantaban de buena
gana y
durante vanas horas, los fuertes rayos del sol. Los ídolos del momento
eran “Lito" Arce y sus hermanos, el "Mocho" Barreda, Juan
Sánchez, y "Papacho" Garnica. Todavía jugaban, y le daban categoría
al básket puneño el "Chulla" Benavides y "Lalo" Rodríguez.
Todos estos jugadores se repartían entre los equipos más populares de la
ciudad: el "Independiente", el "San Ambrosio" el
"Juvenil Independiente" y el "Atlético Puno". San Carlos no
tenía sabe Dios por qué razones, un equipo de básketbol que lo representara
como ocurría en el fútbol donde el "Unión Carolina" era imbatible. No
tenían tampoco los carolinos, en este caso, la oportunidad de cantar su himno
deportivo, melodía compartida con los cadetes de la Escuela Militar de
Chorrillos, pero sí lo hacían, a todo pulmón, cuando las circunstancias eran
propicias.
¡Viva el equipo campeón!
Que viva el deporte, viva la alegría,
que en los hombres forja un gran valor;
muchachos cantemos para ver triunfar
al cuadro carolino que será el campeón.
El Carolino, siempre adelante,
por su gran cuadro nunca lo podrán
vencer;
porque sus "forwards" son
inmarcables
y su defensa es formidable.
Siempre será, siempre será,
el Carolino el vencedor
por su gran cuadro y su honor.
¡Viva el equipo campeón!
El incipiente talento de Serapio y sus amigos para el
básketbol, y su todavía corta edad, no daban tanto como para jugar en la liga,
pero sus experiencias y gran afición les permitían hacer un buen papel en el
Colegio. Se vieron así, un día, cumpliendo uno de sus más caros anhelos: jugar
por el equipo de la promoción. Los entrenamientos se realizaban los días
sábados y eran realmente exigentes. Aunque no tenían un entrenador con las
cualidades y autoridad de los de hoy, se las arreglaban para entregarse, durante
muchas horas, a su deporte favorito.
Una mañana, casi a fin de año, jugaban un partido de
entrenamiento. El público, constituido por algunos compañeros, era escaso. Los
alumnos del último año de la secundaria dirigían la práctica en completa
armonía y compañerismo, lo cual no se oponía al natural deseo de competir y
triunfar. De pronto, mientras trataba de defender la pelota de algún atacante
contrario que le acosaba por detrás, Serapio sintió que le golpeaban con los
puños en los costados. La actitud del jugador del equipo rival no tenía nada
que ver con quitarle la bola; su juego era, evidentemente, malintencionado y en
el forcejeo le pareció reconocer, por las zapatillas, a su amigo Rubén. Estaba
tratando de hallar una explicación a su proceder, pues normalmente era bastante
caballeroso para jugar, cuando de pronto le escuchó soltar una grosería y
recibió un tremendo golpe en la cabeza. Sin pensarlo dos veces soltó la pelota,
volteó embargado por la furia y le aplicó al contrario un puñetazo en pleno
rostro que le hizo retroceder varios pasos antes de caer pesadamente al suelo.
En pocos segundos reconoció con gran inquietud, a su
verdadero rival. Era Tomás a quien había golpeado y ahora lo veía incorporarse,
algo aturdido. Serapio podía esperar lo peor.
Antes de que tomara alguna decisión, se le acercó por detrás
Amilcar que había estado observando el partido, y le recitó al oído su eterna
cantilena: ¡Ahora es el momento!... ¡tú le pegas!... ¡es un maricón!... ¡ahora
o nunca!"... Entonces supo Serapio que era, efectivamente, en ese momento
o nunca. No tanto por Tomás, cuya evidente mediocridad en todos los aspectos lo
hacía cada vez más vulnerable, sino por él mismo. Tenía que liberarse de ese
fantasma que le había acompañado durante varios años y debía hacerlo en ese
preciso momento. Después, cuando ya no fuese alumno del colegio, sería
demasiado tarde para saber si hubiera sido capaz de sacudirse, por sí mismo y
sin ayuda, de un yugo que le oprimía. Una nueva fuerza asomó a su mente. Se
sintió dispuesto a limpiar su honor o a perderlo todo en el intento.
Tomás terminó de ponerse en pie y se plantó para empezar la
lucha. Pero ¿qué era ese elemento nuevo que se podía observar en su mirada?,
¿se trataba solamente de la sorpresa de verse golpeado por su víctima, o
realmente era un cobarde?. Serapio no tuvo tiempo de intentar una respuesta;
toda la furia contenida, los años de ocultar su secreto y su renovado amor
propio, le hicieron lanzarse decididamente hacia su enemigo. Le llenó de
puñetazos el rostro y aunque también recibió castigó, pronto dejó a su oponente
bañado en sangre. Tendido en el suelo, jadeando y lloriqueando, Tomás le pidió
que no le siguiera pegando. Sin hacerle caso, Serapio hizo ademán de patearle,
pero se detuvo al darse cuenta de que no valía la pena humillarlo más. Ya había
logrado su propósito y vengado las afrentas. Le ayudó a levantarse y dejó que
se aleje, acobardado, de la pequeña multitud que se había reunido a su
alrededor.
carolinos de aquellos tiempos |
Para los muchachos el hecho no tuvo mayor trascendencia; dos
compañeros se habían "mechado" -ocurría todos los días- y el partido
tenía que continuar. Sin embargo, para Serapio estaba muy claro que aquel día
había crecido, espiritualmente, mucho más que en los cuatro años anteriores.
Estaba libre de una tiranía y, lo que era más importante, se había puesto a
prueba logrando salir triunfante.
Era un nublado día de diciembre con olor a tierra mojada
esparciéndose por el aire. Faltaban apenas un par de semanas para que
abandonara definitivamente su querido Colegio Nacional San Carlos, cuando
Serapio se encaminó al kiosco. Respiró profundamente el aroma que anunciaba la
temporada de lluvias, se llevó las manos a los bolsillos en busca de su propina
y formuló su acostumbrado pedido: "Dos panes y una chancaca, por favor".
No existía ya ningún temor en él; no tenía que voltear, como tantas otras
veces, para encontrar el rostro indolente y cruel de Tomás. Era libre, material
y espiritualmente. Ya podía lanzarse a otros caminos con la seguridad de que
nunca más trataría alguien de sojuzgarle, sin recibir una adecuada respuesta de
parte suya.
Todavía hoy se repite, especialmente cuando se encuentra en
un trance que merece una acción decidida, la frase que significa, para él,
mucho más que un simple pedido; las palabra que con el tiempo se han convertido
casi en un himno de liberación: ¡Dos panes y una chancaca, por favor!
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