OBEDIENCIAS
César
Hildebrandt
En HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 750, 19SEP25
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L |
a señora Boluarte obedece de modo invertebrado a
Keiko Fujimori.
La señora Fujimori obedece a los empresarios que le
den dinero, a los pobres que le sigan creyendo, a los parásitos que la rodean y
que la usan para llegar al Congreso.
De esas obediencias serviles surge este tiempo
circular, esta repetición de pesadilla, este cáncer tenaz que padece el Perú.
El fujimorismo no entiende otro poder que el de su
propia metástasis. Es imposible imaginar siquiera a Fuerza Popular gobernando
a partir de negociaciones, búsqueda de acuerdos, tratos entre pares. El
fujimorismo desprecia la política y ama las mayorías aplastantes, el abuso del
cargamontón, el éxtasis de la aclamación. El fujimorismo es el estalinismo del
Tren de Aragua.
La heredera de la mafia paterna, la señora K, trata
de imitar a su padre. Pretende ignorar que su padre actuó en el escenario especial
de un país que el talento inercial de Belaunde y el arte saqueador de García
habían ayudado a ser ingobernable. Era un país que parecía póstumo y en el que
unas montoneras de maoístas vomitados por el odio volaban torres, mataban a
autoridades rurales, masacraban campesinos, enfrentaban a policías y militares
y querían hacer de Ayacucho la capital de un reino del terror.
Fue en ese escenario infernal en el que surge la
ficticia figura de un japonesito honrado y trabajador que venía de la nada y lo
haría todo. Y cuando ese peruano a medias, que tenía en la memoria el agravio
perpetrado contra sus ancestros en el Perú de 1942, se irguió como dictador, la
gente lo quiso más que nunca. Del mismo modo que había aceptado que San Martín
fuese nuestro protector y Bolivar el dictador vitalicio y coronado.
La consecuencia del espanto y la parálisis suele ser la sumisión y hasta la indignidad. Y el Perú fue sumiso e indigno ante Fujimori porque Fujimori enfrentó la crisis con éxito. Un país agachado aceptó el sacrificio de perder su condición de ser una suma de ciudadanos y se resignó a ser masa agradecida, colas de pedigüeños, vítores de quien recupera el aliento.
Pero Fujimori no entendió que esa entrega de derechos era un paréntesis, una renuncia a plazo fijo, y convirtió los tiempos de excepción en método de gobierno. Y añadió la corrupción más absoluta y la concentración de poder más repugnante del siglo XX peruano. El Perú se entregó a Fujimori, pero Fujimori no devolvió el Perú. Se quedó con él como si fuera su Pampa Bonita e hizo de él una satrapía personal en la que los jueces, los congresistas, los fiscales, el contralor, el Tribunal Constitucional, el poder electoral, la defensoría y, por supuesto, las fuerzas del orden actuaran en condición de rehenes y firmaran lo que fuera bajo chantaje de hacer públicas sus mugres. Para construir esa organización de vocación siciliana, Fujimori tuvo que rodearse de lo peor: maleantes, asesinos, ladrones y traidores. Por eso terminó como terminó: devorado por sus sombras y en la cárcel.
Keiko Fujimori cree haber heredado una parte del
fujimorismo. No la que sacó al país de la inflación y la amenaza del terrorismo,
sino de aquella que tuvo como protagonista a su padre en versión degenerada, a
Vladimiro Montesinos tal como había sido siempre, a Hermoza Ríos como Caco o a
Chlimper como mercader de Venecia. La heredera cree que su destino es repetir
la etapa tumoral del gobierno paterno.
Y por eso está feliz. Con esta Dina Boluarte salida
del basurero y con el auxilio de mafiosos de todo pelaje, ha logrado gobernar
sin la tediosa necesidad de ganar las elecciones. Y, en homenaje del lado B de
su padre, ha creado una defensoría apócrifa, un Tribunal Constitucional
podrido, una SUNEDU flechada con curare, un Congreso que legisla para el crimen
y la impunidad, una fiscalía reocupada por la bazofia caserita de Willax y un
poder judicial al que se quiere someter siguiendo los métodos de Femando
Rospigliosi.
Ahora quiere que todo eso se ratifique el 2026 en
elecciones que un Jurado Nacional de Elecciones sometido y una ONPE domada convaliden
siguiendo, si es necesario, las actas de las Fuerzas Armadas.
La señora Keiko cree que el Perú le debe la reivindicación del apellido que manchó su padre. Cree que el Perú es lo suficientemente miserable como para apelar a la nostalgia y devolvemos a la época en que Blanca Nélida Colán mataba las investigaciones que comprometían al régimen. Está convencida de que amamos el cáncer. Y supone que si Dina Boluarte fue su mucama, los peruanos, en general, seguiremos ese camino y terminaremos aceptando que Miki Torres nos diga dónde ir, que la Moyano establezca dónde no ir y que Erasmo Wong nos recomiende qué comprar. La señora Keiko cree que la monarquía lumpen fundada por su padre a partir de 1995 está en plena vigencia y que ella será la victoria de las barras bravas. <:>

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