EL LEGADO
César Hildebrandt
En
HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 685, 10MAY24
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Alberto Fujimori quiere
su pensión.
Como el hampa nos
gobierna, la podría tener.
No importan sus
crímenes, sus raterías, sus meadas sobre las instituciones, sus destrozos en la
arquitectura de la separación de poderes: lo que importa es que el ladrón y
asesino que hundió al Perú en la podredumbre le está pidiendo una pensión al
Congreso que controla su hija y heredera.
Ese es el Perú que
quiere entrar a la OCDE: un país enfermo donde no hay Estado ni orden ni
justicia.
Chillico |
Ahora quiere chofer,
secretaria y pensión jubilatoria.
No se la pide al Japón,
el país de su corazón, sino al Perú, la pampa bonita de su experimento social.
Se la pide al Perú, el país que despreció y del que se vengó convirtiéndolo en
el campamento que es hoy.
Al solicitar ese
privilegio, Fujimori intenta, otra vez, humillar al país que maltrató a los
japoneses y a los descendientes de japoneses entre 1940 y el final de la
segunda guerra mundial.
Alguna vez, en Tokio,
hace mucho tiempo, un grupo de japoneses que habían vivido en Perú en esos años
y que decidieron no regresar tras su deportación a los Estados Unidos me
hablaron, con ojos furiosos, de aquellos vejámenes.
-Nunca nos pidieron
disculpas -dijo el más airado. Yo no supe qué responder. Ni tenía por qué hacerlo.
Manuel Prado, en efecto,
se portó muy mal con los japoneses y niseis del Perú. Entre ellos estaba el
padre de Fujimori, a quien le quitaron el taller de reparación de llantas y
tuvo que buscárselas vendiendo flores y criando gallinas.
Fujimori convirtió esa
memoria familiar en fuego lento. Ya llegaría la hora de la revancha.
Y llegó. El proyecto de
Fujimori fue crear un populismo autoritario que vaciase el contenido
republicano de nuestras instituciones. Aun si Sendero no hubiese existido,
Fujimori habría encontrado la justificación para dar un golpe de Estado. Aun si
la crisis dejada por García no hubiese tenido la característica terminal que
tuvo, Fujimori habría encontrado la fórmula para someter a la población a un
ajuste brutal que la pusiera al borde de la indigencia.
De lo que se trataba era
de extender un miedo paralizante que demandara soluciones drásticas y
convirtiese al presidente en todopoderoso, padre fundador, salvador de la
patria. Fujimori fue el abuelo de Bukele.
Derrotar a Sendero y
matar la hiperinflación fue la batalla táctica que Fujimori libró con gran
éxito. No era algo tan difícil: Sendero había perdido la guerra en el campo,
gracias a las fuerzas armadas y a la autodefensa rural, y tomaba decisiones
cada vez más dementes en la capital, mientras que después de una inflación que
tuvo picos de siete mil por ciento anuales la gente estaba dispuesta a
cualquier sacrificio.
Fue una revancha
minuciosa, metódica. Fue la obra de un ingeniero calculista, de un buen profesor
de matemáticas. Fue el desquite glacial de un hombre que no había olvidado y
que encarnaba la amargura de todo un pueblo.
Consistió en lograr que
el Perú desatase sus fuerzas más oscuras, sus potencialidades más siniestras,
sus talentos menos estimables.
Al final de esa obra maestra
del odio, quedaría un país sin partidos políticos, sin Estado, sin contrapesos
democráticos, sin poder judicial neutral, sin prensa libre, sin Congreso
opositor, sin Tribunal Constitucional, sin Contraloría, sin Fiscalía autónoma,
sin organismos electorales confiables. Al final quedaría lo que hemos venido
siendo, lo que somos: un país enmierdado donde pueden gobernar los que
perdieron y en el que la derecha que sirvió al dictador pretende imponemos su
narrativa y encadenarnos a sus fobias mafiosas.
¿Los peruanos podían ser
taimados, oportunistas, ventajeros y picaros? Pues Fujimori alentó esas taras y
decretó que eran virtudes. ¿Los congresistas podían venderse? Pues Fujimori los
compró. ¿Los medios electrónicos podían negociar su línea editorial? Pues
Fujimori adquirió la mayor cantidad de bustos parlantes de nuestra historia. Y
así, hasta la náusea. El Perú se vendió al martillo y las conciencias se
compraron al susto.
Fujimori deshizo la república, produjo chusmas donde hubo ciudadanos, obligó a anuencias miserables a los jefes militares que Montesinos corrompía para luego poder chantajear. Estableció un país de voracidades en conflicto y creó el escenario perfecto de la desigualdad vitalicia y la concentración de la riqueza. Destruidas sus instituciones democráticas, el Perú adoptó el abismo de la arbitrariedad y la corrupción. El legado del fujimorismo es lo que estamos viviendo: presidencias sucesivas, cárceles a la espera, matanzas de vez en cuando, gentuza en el Congreso, leyes con nombre propio. Ni la Constitución de 1993 les merece respeto a los delincuentes que han dado un golpe de Estado y se sirven de Boluarte como fachada.
La venganza ha sido grande, colosal. El fujimorismo es el Godzilla serial que nos sigue asolando, que degradó las universidades, que maldijo la cultura, que adoró la ignorancia e imaginó para el Perú una dinastía tan interminable como degenerada. Hay peruanos que piensan que esto es lo que quizá nos merecemos. No estoy de acuerdo. Conservo un atisbo de esperanza. <>
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