domingo, 7 de febrero de 2021

NARRADORES PUNEÑOS: HUGO ROMERO MANRIQUE

 HUGO ROMERO MANRIQUE

(Juli-Puno. 1937) Co-fundador del Grupo Isla Blanca, estuvo en Chimbote hasta 1985; actualmente
reside en Lima. Poeta y narrador de vasta producción, ha publicado en las revistas Alborada, Haraui, La Tortuga Ecuestre, La Manzana Mordida, Proceso, Trocha. Trinchera, etc. Ganó el premio CAFAE de cuento de! Ministerio de Educación en ¡988; ha obtenido recientemente dos premios internacionales: I Concurso Andino Mujer: Imágenes y Testimonio, organizado por las fundaciones Aldes, HABITierra, Sendas (Ecuador), Movimiento Manuela Ramos (Perú), con su trabajo “Nicolasa Maquera para servirle ", y en el Concurso de Cuentos La Hucha de Oro, organizado por PUNCAS de Madrid, con su cuento "El leoncito de cristal",

¿Quien en algún instante luminoso de su niñez no ha sido perturbado por la inquietante belleza de su maestra de primaria, y quién de pronto no ha sido triste víctima del amor, aquel filudo sentimiento que no se detiene en hacer distingos de edad?. El protagonista de esta pequeña historia es un niño de una escuela enclavada en el altiplano, la tierra del autor, pero puede matarse de un típico niño de cualquier provincia del Perú, cuyas primeras vivencias constituyen sin duda un universo único c irrepetible.

De Hugo Romero Manrique conocíamos el fluido estilo de su poesía coloquial y plena de imágenes, con el “El leoncito de cristal” nos entrega más bien aquella sensibilidad motivada por el candor de la infancia y fortalecida con el oficio incesante de la narrativa. Las páginas de este cuento, permiten el oportuno brote de la frescura y la picardía, gracias a ese ejercicio de la vitalidad al internarse sin mayores problemas en los resquicios de la niñez. A ello puede sumarse el soporte característico de un lenguaje diáfano, lindante con el humor y el habla popular, pero atento definitivamente a sintonizar con las ineluctables preferencias de la lectoría juvenil

RICARDO AYLLON

EL LEONCITO DE CRISTAL 

D

udo que haya habido algún otro chiquillo como yo, tan propenso a enfermar, a pillar cuanta epidemia de viruela, sarampión o escarlatina registró su nefasto paso por esta comarca. Míos han sido los más enrojecidos y virulentos orzuelos, mía la más ruidosa tos convulsiva, mías las paperas más protuberantes, más espectaculares de cuantas brotaron por aquellos años de desamparo, previos a la aparición de las vacunas, las sulfas, y demás novedosos antibióticos.

Pero lo que esta vez me postró en cama por casi dos semanas, fue apenas una gripe común y silvestre, pero igual me dejó todo pálido, flacucho y ojeroso.

Al volver a la escuela aquel lunes, mis compañeritos me recibieron con su acostumbrada cordialidad.

-¡Ya te borraron de la lista! – anunció con sonrisa maligna el Amaru Herrera.

-¡Ya te quitaron tu asiento! -añadió venenoso, el Waldo Herrada.

-¡No les hagas caso a esos malagüeras! -terció el Glicerio Carrasco, con un abrazo de invariable amigo.

Cuando desfilábamos rumbo a los salones de clases, luego de la formación de entrada, me enteré de la última novedad. El bueno de don Julito Cabrera, nuestro maestro del tercer año, repentinamente se había puesto muy mal, muy delicado de salud.

Ni la precaria ciencia de don Humberto Bustíos, el médico a palos del pueblo, ni las cataplasmas, sinapismos o tizanas de la farmacopea casera, lograron hacer nada por librarlo de empeorar, por lo que no quedó otro recurso que enviarlo a Puno en pos de curación.

Entregados a nuestro libre albedrío, empezamos los chicos a formar entusiastas grupitos en el aula, unos para jugar a los ñocos, al piojito o a tres en raya; otros para hacerle ruedo al Davico Onofre y oírle relatar historias espeluznantes sobre el Condenado, el Auca-ccallo o el Anchancho. Por nuestro lado el Glicerio, el flaco Hernán, el Serafín, el Jaime y yo, nos entreteníamos leyendo en las revistas “El Peneca” y “Zig-Zag”, las historietas de “Benitín y Eneas”, “Timbi y Rimba” y "Papá Rucha y su hijo Mote ”.

Cómo estaríamos de distraídos que nadie se percató de la presencia del Director, escoltando a un ser divino. Aquella aparición a partir de ese instante, trastornaría, ¡y de qué modo! nuestra apacible existencia.

Escoltada por don Daniel Espezúa, vimos aparecer un Angel ¡bueno! le faltaban las alas y la aureola, pero la linda señorita que veíamos al frente nos dejó patidifusos a toditos los chicos con su belleza, su embrujo, su encanto...

Apenas si logramos recuperamos de la impresión. Corrimos a nuestras carpetas tratando de recoger disimuladamente con el pie, las basurillas del suelo, aparentando que todo estaba limpio y en orden.

Don Daniel, el querido Director del bigotillo siempre bien recortado, hizo entonces las presentaciones de rigor:

-Asiento niños. Tengo el placer de presentarles a la señorita Susy Landaeta, joven egresada de la Escuela Normal de Puno, ella reemplazará al maestro Cabrera, que como sabrán, se encuentra muy enfermo y con licencia. Bien, ¡recibámosla con un cariñoso aplauso!.

Luego de la presentación, los aplausos de bienvenida y las recomendaciones, don Daniel salió del aula. La dulce señorita de blondos cabellos, rostro angelical y todo lo demás armoniosamente dispuesto en su exacto lugar, se paseó lentamente por la sala y al fin se detuvo frente a nosotros. Abrió los labios y ¡oh maravilla! la música celestial de su voz se oyó suavemente por todo el ámbito del salón. Cómo andaría de abstraído yo, con el deleite de tan dulce melodía que demoré un largo instante en traducir el mensaje que contenía:

-El maestro Cabrera está muy orgulloso de ustedes, niños. Me ha dicho que son todos muy estudiosos, disciplinados y muy buenos chicos. Vamos a comprobarlo. Nadie levante la mano, haré una pregunta, luego señalaré al que deberá responder, ¿entendido?

-Bien. Pregunta de Aritmética: si el cubo de dos es ocho, ¿cuál es el cubo de nueve?.

Paseó la mirada por todos los rostros, y sorpresivamente indicó con el dedo.

-A ver, ¡tú!..

¡Cristo! ¡Di un respingo de sorpresa! Me puse rígido como un tronco.

Disimuladamente, el buenote de Serafín escribió con tiza, 729, sobre la carpeta y enseguida borró con el codo toda evidencia.

Entonces oí mi voz, como un eco lejano, respondiendo:

-Setecientos veintinueve...

-¡Excelente! ¡Para muestra basta un botón! No ha mentido el señor Cabrera, i Son ustedes unos chicos buenísimos!.

Inclinando su cuerpo, acarició con su suave mano mi mejilla izquierda. La cascada de su cabellera rozó mi frente, transportándome al instante, ¡Ay! ¡al sétimo cielo!.

A través de un boyo formado en la nube sobre la que flotaba yo, alcancé a ver las caras llenas de pica, rabia, y envidia del Remigio, el Amaru y el Ramiro, mis vecinos de la carpeta delantera .

-¡Eso lo sabe cualquiera, idiota! - gruñó en voz baja, el Chiti Sardón.

-Cualquiera menos tú, ¡tarúpido!- retruqué, tocando apenitas mi mejilla, aureolada por la caricia del ángel en traje de sastre de maestra.

¡Ay! ¡Todo cambió en mi vida, a partir de esa caricia! Todo cambió en mi menuda existencia, hasta ese día, tranquila, despreocupada. ¡Bueno! no sólo la mía. Los buenos chicos de don Julito, a partir de esa mañana, empezamos a sentir los efectos de la magia, del embrujo de la señorita Susy. Se desató entre todos nosotros un inusitado afán por hacernos merecedores del inmejorable premio: ¡Una caricia de su delicada mano! ¡Oh milagro!. De buenas a primeras cundió en el aula una suerte de febril entusiasmo por el estudio. Y la pasión desmesurada por el saber se acentuó, cuando la maestrita interina anunció “un regalo especial”, como premio al más aplicado.

¡Qué tal cambio! ¡Qué extraña metamorfosis! En casa, mi gente estaba francamente sorprendida. Nadie acertaba a adivinar la causa del repentino viraje en mis hábitos de estudio. Como nunca antes, mis cuadernos lucían bien forrados, con papel de periódicos, bueno. ¡Y mostraban impecable caligrafía! !Áh! ¡Y sobre todo, al día!, y en lo referente a higiene, mis rodillas, cuello y orejas, antes “un poco” descuidados, ahora brillaban, mejor dicho: resplandecían de tan limpios. Y mis calzados, antes lustrados “a la diabla”, con salivita, hoy lucían perfectamente embetunados y brillantes, ¡Qué caray!.

¡Pucha! ¡qué tal cambio! Qué le estará pasando a este mocoso, rezongaba mi hermano José María, tratando de desentrañar el misterio de mi radical transformación.

Y en el aula, nuestra rutina cambió por completo. ¡Nada de perder el tiempo! ¿Hora libre? ¡A “chancar” se dijo! A estudiar duro y parejo en espera de la anunciada prueba de comprobación y el premio que la linda maestrita iba postergando indefinidamente.

Habíamos adquirido el hábito de estudiar espontáneamente y ya teníamos casi olvidado el examen cuando, una tranquila mañana la maestra nos sorprendió con el anuncio:

-Guarden todas sus cosas y saquen papel de oficio y lapicero. ¡Virgencita Inmaculada! Al instante sentí una opresión en la boca del estómago. Se me aflojaron las piernas, como cuando se avecinaba una tormenta... o un examen.

La maestra dictó una serie de preguntas de Cálculo, Lenguaje, Vida Social y El Niño y la Salud. Como el que más, yo me exprimía el cerebro tratando de responder lo mejor posible.

Varias horas después de salir de la escuela, continuaba yo padeciendo esa sensación de angustia y desamparo que solían provocar en mí los benditos exámenes.

Recién al finalizar la última hora de clases, al siguiente día, supimos los resultados.

-Bien, chicos. Aquí están los resultados, no ha sido fácil calificar sus pruebas, todos han respondido muy bien y los felicito. Atención, leeré los nombres de los tres primeros, empezando por el tercero.

No quise oír más. Hundí la cabeza entre los brazos, tapé mis oídos para ignorar a los dichosos ganadores, bien sabía yo que no estaría entre ellos. Empezaron por aclamar el tercero, luego el segundo. Y cuando anunciaban finalmente al primero, el gordo Pastor Iturry y el Serafín la emprendieron a palmadas sobre mis espaldas. ¡Ahora tú! ¿yo? ¡Sí, hombre! ¡No puede ser! ¡Qué leche! ¡Qué tal chiripa!.

Hecho un ovillo de nervios, tuve que pasar adelante para recibir el premio.

No faltó una voz solapada, malévola tratando de opacar mi triunfo.

-¡Yo lo vi copiando ayer de su cuaderno señorita!.

Pero el Ángel Bello no hizo caso. Sacó un pequeño paquete del pupitre, lo depositó en mis manos y ¡Ok inmensa dicha ! ¡Me dio un delicado beso en la mejilla...! ¡Ahí se acabó mi vida!. Escuchaba los aplausos, mas todo lo veía a través de un prisma de mágicos colores. Y como un eco lejano oí la voz de la señorita, prometiendo nuevos estímulos para el próximo examen.

A la salida de la escuela volé como una exhalación rumbo a casita. A grandes trancos subí a los altos y ya en el dormitorio, abrí el paquetito, ¡Caramba! Era un frasquito de perfume, un pequeño leoncito de cristal conteniendo una suave, delicada colonia; creí morir de felicidad. Doña Aleja, mi viejita linda, ¡estaba la mar de orgullosa!.

Ese domingo, luego de un buen baño con agua tibia, jabón de Reuter y vigorosas fricciones con un trozo de bayeta, quedé rojo como un camarón pero limpiecito.

Antes de salir a misa, mamá puso unas gotas de colonia en mis cabellos y guardó el frasquito en el casillero de remedios y lociones, al lado del peinador.

Y así se fue acentuando mi admiración, luego mi adoración y finalmente mi idolatría, por la linda maestrita interina con rostro de ángel. Fue así que mi menuda existencia de chiquillo primarioso, de pronto se llenó de confusos sentimientos, de... una rara, alegre y tristona inquietud en el corazón...

Redoblé entonces mis esfuerzos por estudiar ¡duro y parejo! basta enflaquecer a ojos vistas. Quería evitar a todo trance que otros compañeritos recibiesen el beso que estaba destinado únicamente para mí.

Pero los muy zamarros, acicateados por el premio tan tentador, empezaron a esmerarse con su higiene, sus cuadernos y se mataban chancando a más no poder, preparándose para el siguiente examen.

Toditas las tardes, al volver de la escuela, buscaba mi leoncito de cristal, mágico objeto que tocaron las etéreas manos de la señorita Susy. ¡Oh, felicidad! besaba entonces el límpido cristal y creía estar besando la dulce faz sonrosada de la linda maestrita.

De pronto una mañana descubrí horrorizado, una profanación: ¡Alguien hahía utilizado groseramente la mitad de su precioso contenido! ¿Quién podría ser? ¡Quien otro, sino el abusador de mi hermano José María!. El muy gandul se había rociado la mitad del frasquito y se bahía largado muy orondo a verse con su novia, la Lily Sardón.

¡Lloré a mares, de rabia! Mamita me consoló prometiéndome propinar una reverenda cuera al zanguango. Luego puso a buen recaudo mi leoncito, en el fondo de su enorme baúl pintado de azul.

Así vivía yo, quemándome las pestañas, estudiando como un jesuita, perdidamente enamorado de la dulce joven que vino a reemplazar al maestro Cabrera. ¡Y aunque sea terrible confesarlo, ¡ah mísero de mí!, rogaba a los mil santos para que el profe demorase todo el tiempo del mundo en restablecerse.

Los días pasaron... y las semanas.

Otros chicos obtuvieron sendos premios,...y sendos besos ! ¡Pero a mí no me importaba! ¡Yo tenía mi Leoncito de Cristal, que era casi como tenerla a ella en persona, y eso me hacía inmensamente feliz!.

¡Pero! ¡Ay!, ¡Bien dicen que no existe dicha duradera en este perro mundo! Yo que andaba hilvanando sueños, tejiendo amores, ilusiones, yo que tenía puesta a mi diosa, a mi ídolo, en un altar de flores y luces de color  ¡Bueno!, sucedió que una noche en que mamita me mandó a comprar media libra de manteca a la tienda de Villamar, ¡Diablos!, oí clarito una voz conocida en medio de la oscuridad, ¿Qué?, No, ¡No puede ser!, me dije tratando de contener mi ansiedad. Por las dudas empecé a caminar detrás de la pareja que se internaba por la bajada de la calle de San Juan.

El corazón me latía a tambor batiente y las sienes me oprimían, mas me dije para tranquilizarme: No, no puede ser ella. El objeto de mi culto, de mi adoración no puede estar andando tomada de la mano de aquel hombrón, ¡Pero voy a comprobarlo!

“¡Ay mísero de mí, ay infelice!” al pasar fugazmente de la oscuridad a la luz, la dichosa pareja frente a la puerta de la peluquería Gonzáles, el blanco chorro de una petromax me reveló la terrible verdad. Sí, era ella, la mismísima señorita Susy la que iba muy acaramelada, tomada de la mano de don Arturo, el odioso maestro del sexto año de primaria, ¡Nada menos!.

Conteniendo a duras penas las lágrimas que pugnaban por brotar corrí a cumplir el mandado a las volandas y hasta olvidé recoger el vuelto ¡Ay! ¡Qué triste me sentía!. De vuelta a casa subí de dos trancos a los altos a entregar el encargo y luego fui al dormitorio, hurgué en el enorme baúl de mamá y cogiendo el frasquito de perfume salí otra vez sigilosamente. Cuando llegué a la plaza corrí de nuevo a la calle de San Juan. Pronto di alcance a la pareja. Allá iban muy arrobados. ¡El seductor y la traidora!. Sentí el ardiente aguijón del despecho y amparado en las sombras, cegado por los celos, blandí con brazo firme, como un fiero guerrero indio, el leoncito de cristal, convertido en contundente proyectil.

Agucé la mirada, iban muy juntitos, y lancé el vitreo felino con tal rabia, con tan certera puntería, que en el acto se oyó un ¡ayy! de dolor, seguido de una airada y gruesa interjección.

Al siguiente día, a la hora de la formación de entrada, el maestro Arturo lucía un coqueto moño blanco de gasa en plena corona, tenía el rostro visiblemente pálido y despedía aún, ¡ejem! un discreto olor a perfume.

Ojalá el Buen Dios se haya apiadado de mí y con su infinita bondad me haya perdonado, ¡Pues sólo él sabía cómo tenía yo, aquella noche, de destrocado el corazón!.

Con los años, la vida; con el tiempo y el correr de las aguas, ese sufrido músculo estriado que llamamos corazón, va cubriéndose irremediablemente de cicatrices por causa de uno y otro desengaño. Pero la herida que nos deja esa ilusión primera, aquel primer sueño de amor infantil o adolescente, ¡Ay! suele siempre sangrar un poquito de cuando en cuando... ▒▒

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