HERAUD, LA OVEJA NEGRA
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 526, 12FEB21
C |
uando el país que amo y
que nos decepciona está a punto de hacerme trizas, pienso en Javier Heraud.
Mi esperanza se sostiene
en Javier Heraud.
Hace unas noches vi el
documental que hizo Javier Corcuera sobre el poeta acribillado y sentí que el
Perú puede salvarse.
Que haya gente como
Corcuera ya es bastante. Que Corcuera recuerde a Heraud es doblemente
estimulante.
Digámoslo de una vez:
por lo que enfrentó, Javier Heraud es nuestro Miguel Hernández, nuestro García
Lorca. Lo hicieron cadáver a balazos en medio del río Madre de Dios. Tenía 21
años.
Era apenas un mayor de edad para el régimen civil de aquella época. Había escrito un puñado de poemas que no parecían salidos de la literatura sino de la naturaleza: fluían, brotaban, polinizaban, aleteaban. Debían no leerse sino casi murmurarse.
Y, sin embargo, la
prensa de siempre maldijo a Heraud y lo mató dos veces. Lo llamó comunista
-ese fue el titular de “La Prensa” de Beltrán dando cuenta de su muerte- y por
eso lo declaró morible, asesinable, cancelable.
Luego vinieron riadas de
porquería. Sobre su nombre se colgaron todos los desprecios.
Y sí, Heraud había
estado en Cuba cuando Cuba era el amanecer de algo bueno. En esos años
primordiales, ¿quién con alma no vio en Cuba un capítulo del futuro?
En ese paraíso tropical
del hombre nuevo y la igualdad nuevecita y reluciente se escondía, sin embargo,
el germen del bolchevismo comisarial. Pero eso vino después, mucho después de
1963, el año de la muerte de Heraud en Puerto Maldonado.
Heraud no podía saber
que Cuba iba a ser una provincia ultramarina de la Unión Soviética, una
Lituania con palmeras.
Lo que Heraud vio fue la
primera alegría del socialismo alfabetizador, la pachanga de la liberación, la
rumba santa de los milicianos que entraron a los casinos mañosos y rompieron
lo que encontraban a su paso. Era la hora de la justicia social. Ya habría
tiempo para otras sonoras matanceras.
Heraud vino al Perú
después de pasar por un breve curso de guerrillero en La Habana. Creyó, en su
ingenuidad de niño inmenso, que era fácil repetir la hazaña del Granma y que la
hierba seca de la explotación y la desigualdad extendería el incendio tras la
primera chispa guerrillera.
¿Quién pudo convencerlo
de tamaño disparate?
No lo sé. A lo mejor,
nadie lo persuadió. A lo mejor, Heraud quería intentarlo. A lo mejor, quería
morirse entre pájaros y árboles.
En todo caso, el poeta
que era un río se halló en una balsa y disparado por decenas de habitantes
desde una orilla del Madre de Dios.
Ni siquiera el trapo
blanco que flameó Alain Elias detuvo la balacera. Un campesino los había delatado.
Se había entrenado desde
febrero hasta octubre de 1962 en Cuba. Un poeta menor y envidioso dijo años
después que todo había sido una farsa.
No, la farsa vino
después.
Heraud dio su vida por
el Perú. El Perú le pagó con el silencio. Fue considerado un mal ejemplo, la
oveja negra salida de un colegio caro, el clasemediero que traicionó a sus iguales.
¿Podía haber alguien peor?
¿Fue un héroe? Claro que
sí. Si te matan en medio de la selva porque quieres refundar el país que te
hiere y te subleva, ¿qué eres? Heraud, en todo caso, no fue el bandido
castrista que pintaron los diarios de la época. Se jugó entero por un ideal y
fue devorado por su propia ilusión.
Fueron pobladores los
que detectaron en aquel grupo que había entrado por la frontera boliviana a
forasteros dignos de sospecha. Heraud creyó que esa gente los acogería.
Quizá el poeta ignoraba cuán resignado estaba aquel pueblo que debía redimir. Quizá nunca se interesó en la historia del Perú. Porque eso lo habría llevado a la conclusión de que la primera rebeldía republicana de nuestro país hubo de importarse de argentinos, chilenos y grancolombianos. Y que durante la ocupación chilena las traiciones no escasearon en la sierra de los grandes hacendados y en la costa de los exportadores de azúcar. En la selva lo único importante que ocurrió fue que perdimos territorios a manos de Brasil y Colombia y vimos el intento de una república autónoma en Loreto, en 1896.
Eso importa poco ahora.
Lo decisivo es que Javier Heraud Pérez quiso hacer justicia por su propia mano
guerrillera y fue baleado hasta la muerte cuando huía, desarmado, en una balsa
al lado de Alain Elías.
Nos hemos librado de
Heraud porque así de astutos somos los peruanos. Borrándolo, nos salvamos de
recordar que un hombre bueno hasta el aturdimiento llegó a la conclusión de
que al Perú sólo lo salvaría la indignación armada.
¿Cómo era eso posible en
un país donde Manuel Prado era presidente y Belaunde sería su sucesor? ¿Cómo
era eso posible en una nación donde la prosperidad se veía en los nuevos barrios
y en el alza de nuestra minería? ¿No venían empresas de Utah a invertir en el
cobre? ¿No era la revolución verde, la mejora genética de los sembríos, una
promesa de abundancia?
A Heraud se le maltrató
como a pocos. Nadie salido del sistema reconoció en él ni siquiera la
generosidad de su sacrificio. Y cuando, muchos años después, llegó Sendero
Luminoso y la revolución tuvo cara de Pol Pot y hábitos malignos de Mao, todo
fue más fácil. A todo intento de cambiar las cosas se le llamaría “terrorismo”
y cualquier redistribución de la renta recibiría el sambenito de “populista”.
En el discurso de los
vencedores, de los que controlan la gran prensa y la televisión, la historia
con mayúsculas y la opinología en letra menuda, en esa narrativa imaginaria el
establecimiento es Roma y quienes disentimos somos bárbaros.
El problema es que el
Perú es una Roma que sólo construyó el coliseo. Y si los bárbaros son como
Javier, ya sabemos quiénes habrán de prevalecer. ▒▒
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