LECTURAS INTERESANTES Nº 715
LIMA PERU 19 AGOSTO 2016
UNA DICTADURA CELESTIAL
César Hildebrandt
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 311 p. 12 ,
19AGO16
V
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a el
gobierno a pedirle confianza al Congreso, donde manda el fujimorismo,
esa banda.
Esa es la democracia, dicen.
El poder judicial, más purulento que nunca,
le achica la condena a Chinguel, ese agente del caquismo, se la borra a
Fujimori por los diarios que él y Montesinos crearon, y les cierra las puertas
a mujeres víctimas de la violencia de género.
Esa es la democracia, dicen. Separación de
poderes, dicen. Montesquieu, dicen. ¿Y Villa Stein, fujimorista confeso, está
interesado en las delicadezas democráticas de la ilustración francesa?
¿Rodríguez Medrano también era un hijo de monsieur de Secondat?
A una mujer le cortan manos y piernas por una
mala práctica y los médicos del Almenara se coluden para que todo quede impune.
"Proceso debido", dicen. "Las infecciones intrahospitalarias son
un asunto muy complejo", dicen. Y ahí está la inmortal señora Baffigo,
todavía en EsSalud, fotografiándose, sonriente, con la mutilada.
Salen cada vez más pruebas sobre la
existencia de un escuadrón de la muerte policial que fabricaba épicas jornadas
de ajusticiamiento colectivo y las redes sociales se llenan de entusiastas
propagandistas de la muerte. "Qué bien. Que los sigan matando. Que no
quede uno. Que los desaparezcan. Que los maten a patadas para no gastar en balas
en ellos", dicen los voceros leí exterminio. Son los mismos que aplaudieron
el golpe militar de 1992, los que festejaron a los jueces encapuchados del
fujimorato, los que convalidaron a testigos hechizos y sin nombre y los que
consideraron plausibles las condenas de vértigo a cadena perpetua. Son los
tataranietos de la barbarie de los hermanos Gutiérrez y de los que mataron a
los hermanos Gutiérrez. Proceden del tumulto envalentonado y de las cobardías
específicas de la guerra del Pacífico. "La voz del pueblo es la voz de
Dios", dicen. Si Dios pudiera, nos enjuiciaría por difamación.
En
la vieja lucha entre barbarie y civilización, el Perú pierde cada día más
batallas. Sendero Luminoso no salió de la nada sino de viejos sarros coloniales
y republicanos. Y los crímenes de Estado con que Sendero fue respondido
repitieron antiguos desmanes de nuestros caudillos. La violencia marca
toda nuestra historia porque no hay peor violencia que la injusticia y la
extrema desigualdad.
Ahora la violencia está en las calles pero no
sólo allí. Está en el veneno de la minería ilegal apañada por gobernadores regionales.
Está en el hecho de que el 70% de nuestra economía no paga impuestos. Está en
el caos del tráfico, en los cuerpos sin vida que el transporte interprovincial
riega en las pistas. Está en el Tribunal Constitucional y sus más que
sospechosos fallos tributarios. Está en la judicatura y en el Ministerio
Público, que no cumplen su deber. Está en la policía y en la administración pública
plagada de coimeros. La corrupción nos explica como país eternamente
adolescente, fallido, tan inconcluso como la sinfonía que mi madre me hizo
amar.
La prueba de que padecemos
de una enfermiza propensión a huir de la decencia es que el fujimorismo,
cáncer nacional por ahora inextirpable, controla el Congreso gracias a una
votación concluyente obtenida en primera vuelta.
Es la democracia, dicen. Es la voz de Dios,
dicen. Dios debiera ser afónico.
Lo peor que nos ha sucedido es la
autocomplacencia. La vanidad nos ha llevado a creer que nuestra más abultada
anomalía social -aquella que consiste en no respetar al prójimo- es una suerte
de virtud genial identitaria. "La hizo", dicen.
"Criollazo", siguen diciendo. "Bien peruano", repiten.
¿Pueblo? ¿Democracia? ¿Separación de poderes?
A veces sueño con una dictadura celestial que nos gobierne eternamente. En
seguida despierto y me encuentro con Lourdes Alcorta en Canal N. "Es lo
que hay", dicen. Apenas puedo respirar. ■
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