Correo Puno. 12 de Octubre del 2015 - De las abultadas
crónicas de la historia colonial de Perú, una de las páginas más resaltantes es
la visita del Conde de Lemos a las minas de plata del “Lago Embrujado o
Laykakota”, que se ubica en las cercanías donde hoy se levanta Puno.
Por esos
años, Puno vivía momentos difíciles de luchas intestinas entre vascongados y
andaluces por ambiciones de riqueza fácil o tenencia de las ricas minas de
plata.
Enterado
de estos hechos, el virrey don Pedro Fernández Castro, XI Conde de Lemos, XIX
virrey de Perú, se dispone a viajar al lugar de los acontecimientos para
pacificarla definitivamente.
Salcedo.
Los hechos ocurridos en Puno desde el 3 de agosto de 1668, tienen como
protagonistas a José Salcedo Álvarez, dueño de las viejas minas de Laykakota,
el que es acusado por el virrey de conspirar contra el rey. Salcedo después de
una inútil y dramática lucha por demostrar su inocencia, es condenado a muerte
en la plaza de la nueva “Villa de San Carlos” llamado así en honor al rey
Carlos II y consagrado a “San Carlos de Borromeo”.
La mañana
sangrienta del sábado 12 de octubre de 1668, don Pedro Fernández Castro, XI
conde de Lemos, XIX virrey del Perú, asistido por sus consejeros don Diego
Messia y don Diego León Pinedo, los oidores don Bartolomé Salazar, don Fernando
de Velas, don Pedro Gonzáles de Guemes y don Bernardo Iturriaga, ordena a los
juzgadores, don Diego de Baeza Fiscal de la Causa y don Pedro García de Ovalle,
juez de la causa, quienes amparados por los testigos de cargo Don Juan Vargas y
Don Diego de Cisneros, juzguen públicamente al reo José Salcedo Álvarez al que
defenderían, don Lorenzo de Baregua y don Francisco Manuel de Villena.
El reo,
frente a toda la comitiva virreinal, es acusado por el fiscal de ser
responsable del delito de alta traición a la corona y atentar contra la paz del
reino y que por la declaración de testigos y lectura de documentos concluye que
el acusado es responsable de los delitos de promover disturbios, robos y
muertes en el asiento minero de San Luis del Alba.
Después
de un severo interrogatorio y negar los cargos el acusado, los juzgadores
llaman a su primer testigo, don Juan Vargas, que días antes había sido privado
de su libertad y obligado a firmar documentos que incriminen José Salcedo.
Frente a la Cruz que presidía el acto, negó los cargos firmados, denunciando
que fueron arrancados a viva fuerza de tortura.
Pese a
esta afirmación, los miembros del tribunal, ordenaron a que el testigo sea
despojado de sus ropas, para que bajo tortura sobre el burro confiese a fuerza
lo que ellos querían y escucharla de su propia voz.
Después
de un largo sufrimiento e invocando el nombre de la madre de Cristo, entregó su
alma a Dios negando las acusaciones contra Salcedo.
Testigo.
A la muerte de don Juan Vargas, sin tener una acusación incriminatoria de su
primer testigo, los juzgadores convocaron a Diego Centeno como testigo ante
este Tribunal, el que al igual que el primero empezó negando todos los cargos
contra José Salcedo. Coléricos los miembros del tribunal, ordenan despojarlo de
sus ropas para que siga el mismo camino que el primero, horrorizado y temeroso
a su cercana muerte ante tal tortura, a gritos y pidiendo clemencia al virrey,
acusó con falso testimonio a José Salcedo.
Amparados
en esta acusación, el ilustre tribunal sentenció a muerte a don José Salcedo
Álvarez por los delitos de alta traición a la Corona Real de España. Fue
llevado por la plaza pública y las calles acostumbradas del pueblo de la
Concepción y San Carlos rumbo a Ocapata, en el que se construiría una horca de
tres palos y donde sería colgado hasta que muera, luego se le cortará la cabeza
para ser puesta sobre picota en la plaza pública como escarmiento.
Confiscación.
Se ordenó derribar las casas de Salcedo, confiscar todos sus bienes, derribar
las mil casas del pueblo de San Luis del Alba y sembrarla de sal en señal de
maldecido.
Cuenta la
historia, que consumado el hecho la madrugada del domingo 13 de octubre de
1668, don Pedro Fernández Castro, XI Conde de Lemos, XIX Virrey del Perú, se
retiró de Puno hacia el Cusco dejando un sabor amargo de descontento en los
pobladores de la nueva “Villa de San Carlos”.
Se ordenó
confiscar todos los bienes de los salcedo, por ese entonces poderosos de esta
tierra.
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