PEDRO SERRANO,
EL NÁUFRAGO
En Garcilaso
de la Vega, Inca, COMENTARIOS REALES, Ed. Purrúa S.A. México 1990, Libro I,
Cap. 8, pp. 18-21.
… Adelantándose
casi dos siglos a Daniel Defoe y su Robinson Crusoe, el Inca (Garcilaso de la
Vega) nos regala un náufrago pasmoso, un solitario que depende de su humano
ingenio para sobrevivir. La historia del náufrago español (Pedro Serrano) es la
lucha eterna del hombre con el medio, la capacidad humana de vencer a los
elementos y al miedo. Y la esperanza, que no lo abandona. Cuando lo rescata un
buque ballenero, su cuerpo se había cubierto de pelo y semejaba una cabra
salvaje. Tan salvaje, que los marineros que reman hacia él huyen despavoridos
creyendo que es el diablo. Pero él entró en el mar como un descabalado,
gritando a voz en cuello el Credo en un castellano macarrónico y gutural hasta
convencerlos de que era un cristiano y, más encima, español. Entonces
retrocedieron a buscarlo y lo llevaron de regreso a Europa, donde tuvo que
viajar hasta Alemania a ver al rey Carlos V. Hasta no verlo rehusó cortarse la
barba, en la que dormía completamente envuelto. Si intentamos reflexionar sobre
un escritor en el mundo, es saludable descifrar el proceso de identificación de
sí mismo que llevó a cabo, pues este ejercicio de sensibilidad y memoria, de
razonamiento, está vinculado a la obra de todo escritor. (Marta Blanco en EL
INCA GARCILASO, UN INDIO ANTÁRTICO 1569-1616)
… Pedro
Serrano salió a nado a aquella isla desierta que antes de él no tenía nombre,
la cual, como él decía, tenía dos leguas en contorno; casi lo mismo dice la
carta de marea, porque pinta tres islas muy pequeñas, con muchos bajíos a la
redonda, y la misma figura le da a la que llaman Serranilla, que son cinco
isletas pequeñas con muchos más bajíos que la Serrana, y en todo aquel paraje
los hay, por lo cual huyen los navíos de ellos, por caer en peligro.
A
Pedro Serrano le cupo en suerte perderse en ellos y llegar nadando a la isla,
donde se halló desconsoladísimo, porque no halló en ella agua ni leña ni aun
yerba que poder pacer, ni otra cosa alguna con que entretener la vida mientras
pasase algún navío que de allí lo sacase, para que no pereciese de hambre y de
sed, que le parecían muerte más cruel que haber muerto ahogado, porque es más
breve.
Así
pasó la primera noche llorando su desventura, tan afligido como se puede
imaginar que estaría un hombre puesto en tal extremo. Luego que amaneció,
volvió a pasear la isla; halló algún marisco que salía de la mar, como son
cangrejos, camarones y otras sabandijas, de las cuales cogió las que pudo y se
las comió crudas porque no había candela donde asarlas o cocerlas. Así se
entretuvo hasta que vio salir tortugas; viéndolas lejos de la mar, arremetió
con una de ellas y la volvió de espaldas; lo mismo hizo de todas las que pudo,
que para volverse a enderezar son torpes, y sacando un cuchillo que de
ordinario solía traer en la cinta, que fue el medio para escapar de la muerte,
degolló y bebió la sangre en lugar de agua; lo mismo hizo de las demás; la
carne puso al sol para comerla hecha tasajos y para desembarazar las conchas,
para coger agua en ellas de la llovediza, porque toda aquella región, como es
notorio, es muy lluviosa.
De
esta manera se sustentó los primeros días con matar todas las tortugas que
podía, y algunas había tan grandes y mayores que las mayores adargas, y otras
como rodelas y como broqueles, de manera que había de todos tamaños. Con las
muy grandes no se podía valer para volverlas de espaldas porque le vencían de
fuerzas, y aunque subía sobre ellas para cansarlas y sujetarlas, no le
aprovechaba nada, porque con él a cuestas se iban a la mar, de manera que la
experiencia le decía a cuáles tortugas había de someter y a cuáles se había de
rendir. En las conchas recogió mucha agua, porque algunas había que cabían a
dos arrobas y de allí abajo.
Viéndose
Pedro Serrano con bastante recaudo para comer y beber, le pareció que si
pudiese sacar fuego para siquiera asar la comida, y para hacer ahumadas cuando
viese pasar algún navío, que no le faltaría nada. Con esta imaginación, como
hombre que había andado por la mar, que cierto los tales en cualquier trabajo
hacen mucha ventaja a los demás, dio en buscar un par de guijarros que le
sirviesen de pedernal, porque del cuchillo pensaba hacer eslabón, para lo cual,
no hallándolos en la isla porque toda ella estaba cubierta de arena muerta,
entraba en la mar nadando y se zambullía y en el suelo, con gran diligencia, buscaba
ya en unas partes, ya en otras lo que pretendía, y tanto porfió en su trabajo
que halló guijarros y sacó los que pudo, y de ellos escogió los mejores, y
quebrando los unos con los otros, para que tuviesen esquinas donde dar con el
cuchillo, tentó su artificio y, viendo que sacaba fuego, hizo hilas de un
pedazo de la camisa, muy desmenuzadas, que parecían algodón carmenado, que le
sirvieron de yesca, y, con su industria y buena maña, habiéndolo porfiado
muchas veces, sacó fuego. Cuando se vio con él, se dio por bienandante, y, para
sustentarlo, recogió las horruras que la mar echaba en tierra, y por horas las
recogía, donde hallaba mucha yerba que llaman ovas marinas y madera de navíos
que por la mar se perdían y conchas y huesos de pescados y otras cosas con que
alimentaba el fuego. Y para que los aguaceros no se lo apagasen, hizo una choza
de las mayores conchas que tenía de las tortugas que había muerto, y con
grandísima vigilancia cebaba el fuego por que no se le fuese de las manos.
Dentro
de dos meses, y aun antes, se vio como nació, porque con las muchas aguas,
calor y humedad de la región, se le pudrió la poca ropa que tenía. El Sol, con
su gran calor, le fatigaba mucho, porque ni tenía ropa con qué defenderse ni
había sombra a qué ponerse; cuando se veía muy fatigado se entraba en el agua
para cubrirse con ella. Con este trabajo y cuidado vivió tres años, y en este
tiempo vio pasar algunos navíos, mas aunque él hacía su ahumada, que en la mar
es señal de gente perdida, no echaban de ver en ella, o por el temor de los
bajíos no osaban llegar donde él estaba y se pasaban de largo, de lo cual Pedro
Serrano quedaba tan desconsolado que tomara por partido el morirse y acabar ya.
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Con
las inclemencias del cielo le creció el vello de todo el cuerpo tan
excesivamente que parecía pellejo de animal, y no cualquiera, sino el de un
jabalí; el cabello y la barba le pasaba de la cinta. Al cabo de los tres años,
una tarde, sin pensarlo, vio Pedro Serrano un hombre en su isla, que la noche
antes se había perdido en los bajíos de ella y se había sustentado en una tabla
del navío y, como luego que amaneció viese el humo del fuego de Pedro Serrano,
sospechando lo que fue, se había ido a él, ayudado de la tabla y de su buen
nadar. Cuando se vieron ambos, no se puede certificar cuál quedó más asombrado
de cuál. Serrano imaginó que era el demonio que venía en figura de hombre para
tentarle en alguna desesperación. El huésped entendió que Serrano era el
demonio en su propia figura, según lo vio cubierto de cabellos, barbas y
pelaje. Cada uno huyó del otro, y Pedro Serrano fue diciendo: “¡Jesús, Jesús,
líbrame, Señor, del demonio!” Oyendo esto se aseguró el otro, y volviendo a él,
le dijo: “No huyáis hermano de mí, que soy cristiano como vos”, y para que se
certificase, porque todavía huía, dijo a voces el Credo, lo cual oído por Pedro
Serrano, volvió a él, y se abrazaron con grandísima ternura y muchas lágrimas y
gemidos, viéndose ambos en una misma desventura, sin esperanza de salir de
ella.
Cada
uno de ellos brevemente contó al otro su vida pasada. Pedro Serrano,
sospechando la necesidad del huésped, le dio de comer y de beber de lo que
tenía, con que quedó algún tanto consolado, y hablaron de nuevo en su
desventura. Acomodaron su vida como mejor supieron, repartiendo las horas del
día y de la noche en sus menesteres de buscar mariscos para comer y ovas de
leña y huesos de pescado y cualquier otra cosa que la mar echase para sustentar
el fuego, y sobre todo la perpetua vigilia que sobre él habían de tener,
velando por horas, porque no se les apagase. Así vivieron algunos días, mas no
pasaron muchos que no riñeron, y de manera que apartaron rancho, que no faltó
sino llegar a las manos (porque se vea cuán grande es la miseria de nuestras
pasiones). La causa de la pendencia fue decir el uno al otro que no cuidaba
como convenía de lo que era menester; y este enojo y las palabras que con él se
dijeron los descompusieron y apartaron. Mas ellos mismos, cayendo en su
disparate, se pidieron perdón y se hicieron amigos y volvieron a su compañía, y
en ella vivieron otros cuatro años.
En
este tiempo vieron pasar algunos navíos y hacían sus ahumadas, mas no les
aprovechaba, de que ellos quedaban tan desconsolados que no les faltaba sino
morir. Al cabo de este largo tiempo, acertó a pasar un navío tan cerca de ellos
que vio la ahumada y les echó el batel para recogerlos. Pedro Serrano y su
compañero, que se había puesto de su mismo pelaje, viendo el batel cerca, porque
los marineros que iban por ellos no entendiesen que eran demonios y huyesen de
ellos, dieron en decir el Credo y llamar el nombre de Nuestro Redentor a voces,
y valióles el aviso, que de otra manera sin duda huyeran los marineros, porque
no tenían figura de hombres humanos. Así los llevaron al navío, donde admiraron
a cuántos los vieron y oyeron sus trabajos pasados.
El
compañero murió en la mar viniendo a España. Pedro Serrano llegó acá y pasó a
Alemania, donde el Emperador estaba entonces: llevó su pelaje como lo traía,
para que fuese prueba de su naufragio y de lo que en él había pasado. Por todos
los pueblos que pasaba a la ida (si quisiera mostrarse) ganara muchos dineros.
Algunos señores y caballeros principales, que gustaron de ver su figura, le dieron
ayudas de costa para el camino, y la Majestad Imperial, habiéndolo visto y
oído, le hizo merced de cuatro mil pesos de renta, que son cuatro mil y
ochocientos ducados en el Perú. Yendo a gozarlos, murió en Panamá, que no llegó
a verlos.
Garcilaso: Todo este cuento, como se ha dicho,
contaba un caballero que se decía Garci Sánchez de Figueroa, a quien yo se lo
oí, que conoció a Pedro Serrano y certificaba que se lo había oído a él mismo,
y que después de haber visto al Emperador se había quitado el cabello y la
barba y dejándola poco más corta que hasta la cinta, y para dormir de noche se
la entrenzaba, porque, no entrenzándola, se tendía por toda la cama y le
estorbaba el sueño. <:>
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