LECTURAS INTERESANTES Nº 978
LIMA - PUNO, PERÚ
21 AGOSTO 2020
OH, LA IZQUIERDA PERUANA
César
Hildebrandt
Tomado de
HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 503, 21AGO20
O
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h, la izquierda peruana, la que fundó aquí
Mariátegui cuando el socialismo era una utopía y Vallejo se había tragado el
cuento de la construcción del mundo nuevo. Pero Mariátegui se murió en 1930,
dos meses antes de cumplir los 36 años. No tuvo tiempo de enterarse de los
métodos que empleó Stalin para deshacerse de sus enemigos ni de la matanza de
la colectivización forzosa en Ucrania, por ejemplo. Todo lo que la literatura
propagandística generaba desde Moscú sonaba a épico, a colosalmente
multitudinario: la historia acababa de parir un país gobernado por la justicia
cuyo profeta, tan judío como los del libro santo, había sido Carlos Marx. En
aquellos altares del humanismo ateo estaban Kamenev, Zinoviev, Rykov, Trotski, Bujarin
y, a la siniestra de Lenin, por supuesto, Stalin.
¿Habría seguido siendo comunista José Carlos
Mariátegui después de los llamados “juicios de Moscú”, en los que Stalin
ordenó fusilar a la “oposición” de derecha y a la “oposición” de izquierda al
mismo tiempo? Creo que no, pero esa no pasa de ser una benévola suposición. Lo
cierto es que Eudocio Ravines, quien lo sucedió en la organización del partido,
fue un estalinista marcial hasta el día en que decidió mudarse para siempre a
la derecha y escribir “El camino de Yenán”. Ravines terminó cargándole el
maletín a Pedro Beltrán y murió en México, atropellado borrosamente por un auto
que se dio a la fuga. Murió como apátrida forzado después de que el gobierno
militar le retirara la ciudadanía.
La izquierda peruana ha sido omnívora. Se comió a
Manuel Prado en 1939, siguiendo órdenes frentistas de Moscú, del mismo modo que
saboreó las sobras de Velasco Alvarado creyendo que así cogobemaba con las
Fuerzas Armadas. Nunca entendió que la revolución social velasquista fue obra
de una camarilla y no de la institución. Las cosas quedaron claras en 1975 con
el golpe restaurador de Morales Bermúdez. Y hubo izquierdistas que
“comprendieron” aquel golpe de timón y siguieron colaborando. Lo habrían hecho
con Petain si en sus casas matrices así lo hubiesen dispuesto.
Conocí a Jorge del Prado, secretario general del
Partido Comunista Peruano, en los años 70 y me tropecé con alguien que era la
encamación perfecta del burócrata avecindado en el Kremlin. ¿Rebelión obrera
en Berlín en 1953? Del Prado no sabía nada. ¿Alzamiento en Budapest en 1956? Nada
que decir. ¿Invasión de Checoslovaquia en 1968? Sin comentarios, oiga usted.
En resumen, si Moscú le hubiese ordenado levitar
Jorge del Prado se habría levantado unos centímetros del suelo. Se sentía parte
del Pacto de Varsovia, mensajero de Beria, fan vergonzoso de Ramón Mercader.
Después vino el cisma sino-soviético y entonces
llegaron los maoístas de la hecatombe -los que apostaban que la guerra nuclear
era inevitable- y los que empezaron a alentar la revolución del campo a la
ciudad. De las entrañas de esta opción, nacería, como el monstruo de “Alien, el
octavo pasajero”, la secta sanguinaria de Abimael Guzmán.
Muchos de la izquierda peruana trataron a Guzmán
como a un hermano descarriado que volvería al redil. Se equivocaron. Guzmán
había aprendido de Stalin y del Mao de la revolución cultural y estaba
decidido a regar con un océano de sangre las nuevas tierras del socialismo
agrario y ancestral. Tenía el sueño de una hormiga obrera e imaginaba el
paraíso como una fila india de menesterosos.
El más violento de los escritos de Hildebrandt sobre la izquierda. ¿A quién complacerá más? |
¿No era ese el momento de deslindar? ¿No era esa una
buena oportunidad para condenar el marxismo-leninismo imitante de Guzmán?
Habían callado la masacre de Camboya -yo recuerdo haberme peleado con
Barrantes por el tema Pol Pot- y tampoco abrieron la boca cuando el ejército
guzmanista batió el campo y despertó al monstruo del fascismo criollo.
Yo había estado en Chile en 1971, cuando la Unidad
Popular perdió las primeras elecciones complementarias a manos de la derecha
unida. El candidato Hernán del Canto, del Partido Socialista, había sido
derrotado por el democristiano Óscar Marín, respaldado por el Partido Nacional.
Ah, en el puerto de Valparaíso, saliendo del hotel O’Higgins, había visto a
Carlos Altamirano prometiendo el infierno para los enemigos y despertando,
igualmente, la hidra del derechismo armado. Fue esa izquierda irresponsable una
de las causas principales del derrocamiento de Allende y de la entronización
del gobierno asesino de Pinochet.
Pero aquí la izquierda tampoco aclaró las cosas ni
tomó distancias con los Altamirano y los emboscadores del MIR. Aquí nunca
dijeron los de izquierda que Heberto Padilla fue un poeta de veras al que la
sovietización de Cuba obligó a su memorable autoabominación. Aquí no se alzó
una sola voz importante para decir, desde la izquierda civilizada y no desde la
derecha sin credenciales éticas, que Cuba había llegado a ser una satrapía
hereditaria sustentada en el terror, la corrupción de los militares y la
administración amenazante de la escasez.
Odiar la injusticia y la desigualdad en el Perú no
puede implicar que avalemos una dictadura totalitaria en Cuba. Desear que esa
isla no vuelva a ser jamás el salón de masajes de la pútrida gringada no quiere
decir que aplaudamos un régimen que ha abolido todas las libertades esenciales.
Del mismo modo, condenar la mugre de Acción Democrática y de COPEI no puede
suponer que defendamos a Maduro y su Big Macondo inflacionario.
Un año después de que el muro de Berlín se cayese a
patadas y combazos, poco antes de que el mundo viera el desmoronamiento de la
URSS y sus sputniks, aquí, en estos suburbios de la historia, la izquierda de
todos los colores se regocijaba apoyando a Alberto Fujimori, el japonesito que
derrotaría a la derecha para abrirle el camino a las opciones alternativas que
pregonaban Gloria Helfer, Carlos Amat y León, Óscar Ugarteche. Un diario amigo
hizo la campaña y un equipo de la izquierda peruana le redactó el programa
económico al candidato del tractor y de la yuca.
No puedo olvidar el placer que experimentaron los
caviares de aquellos tiempos cuando vieron que el hombre del “no shock” se alzó
con la victoria. Nunca olvidaré ciertas columnas, algunos editoriales, no
pocos orgasmos de platea en la oscuridad.
Lo mismo haría el caviaraje con Humala, el hombre
del matriarcado voraz. Y lo mismo hace en estos tiempos en los que lo
políticamente correcto pretende imponerse a palos y en primera instancia.
Jamás podré complacer a la derecha. Ahora puedo
decir lo mismo de esa izquierda que tiene en las señoras Villarán y Glave sus
expresiones más vistosas y en el señor Arana los silencios mejor dichos. ▒▒
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