MATANZA Y DESANGRE EN CAJAMARCA:
16
DE NOVIEMBRE DE 1532
Nepatali Zuñiga. ATAHUALPA,
Ed. Americalee, Buenos Aires, 1945, p.313
(…)
Asì, en emocionante desfile, "a las cinco o
poco más llegó a la puerta de la ciudad quedando todos los campos cubiertos de gente”,
"En llegando Atahualpa en medio de la plaza, hizo que todos estuviesen
quedos, y la litera en que él venía y las otras en alto: no cesaba de entrar
gente en la plaza”, “hasta trescientos hombres, cantando un cantar no nada
gracioso para los que lo oíamos, antes espantoso, porque parecía cosa
infernal. Y después, otro escuadrón de hasta mil hombres y otro tercero de otra
librea, estando dentro hasta seis o siete mil hombres”. En verdad el ejército
del monarca —según Garcilaso— se componía de cuatro escuadrones, de ocho mil
soldados cada uno, blandiendo sus armas al son de músicas militares que sonaban
como si “fueran canciones del infierno”
En el centro del cuadrilátero descansó la litera
humana y Atahualpa, después de pasar su mirada de águila por todos los
contornos, frunció el entrecejo y exclamó: "¿Dónde están éstos?”
"Señor, están escondidos de miedo”, le contestaron.
No, no estaban escondidos de temor; estaban
conteniendo la respiración traicionera, empuñando bien los falconetes, las
rodelas, las espadas y las bridas de los caballos, para caer después de un
momento en turbión brutal sobre esta compacta carne de Caín, para caer después
de breves momentos de una mascarada castellana.
De un ángulo de la plaza ha salido la figura
escuálida y débil de Fr. Vicente Valverde, “hombrecillo enlutado”, "los
pies descalzos y cubierto el cuerpo con un áspero sayal”, deteniéndose frente a
Atahualpa, con una cruz y un breviario, seguido también de un escuálido indio,
llamado Felipillo, y de un español que ya se había metido en el silabeo del
quichua: Hernando de Aldana 2.
Este momento era el del choque de la región católica
con el heliolatrismo vulgar; el encuentro de la Cruz divina de un mundo y de
una cultura lejana con el "hijo del sol”, "de un mundo y una
civilización también respetables. Y el sino tuvo que cumplirse, no apareciendo
en el principio del drama la figura hipócrita y sinuosa de Francisco Pizarro;
como siempre lanzando a otros hombres para que la historia, sin interpretación,
quiera arrojar todo el peso de la justicia del tiempo en el personaje que no
tuvo sino que cumplir su misión de secundón, en el sentido de disciplina de
campaña militar. Este es el caso de Fr. Vicente Valverde: religioso lanzado por
la artera y solapada psicosis del trujillano para que aparezca ante la
historia como el primer embajador castellano de la matanza cajamarquina,
escondiendo, en cambio, su ya repugnante psicología. Fr. Vicente Valverde no
tuvo sino que cumplir una decisión del "Consejo de Guerra”, tomada la tarde
del 15 de noviembre. Atahualpa debía ser capturado traicioneramente, pero para
legalizar aquel drama o comedia ante el Rey, se invocó el artículo 49
de la Cédula de 17 de noviembre de 1526:
"Otrosi,
Mandamos, que ninguna persona no pueda tomar ni tome por esclavos a ninguno de
los dichos indios, so pena de perdimiento de sus bienes y oficios y mercedes, y
las personas á lo que nuestra merced fuere salvo en caso que los dichos indios
no consintieran que los dichos religiosos o clérigos estén entre ellos y los
instruyan en buenos usos y costumbres y que les prediquen nuestra santa fe
católica, y sino quisieren dar la obediencia, o no consintieren, resistiendo o
defendiendo con mano armada, que no se busquen minas ni se saque de ellas oro o
los metales que se hallaren, ca en estos casos permitimos que por ello y en
defención de sus vidas y bienes, los dichos pobladores puedan, con acuerdo y
parecer de los dichos religiosos o clérigos siendo conformes y firmándolo de
sus nombres, hacer guerra y hacer en ella que los derechos en nuestra Santa fe
y Religión cristiana permiten y mandan que se hagan, y que puedan hacer, y no
en otra manera ni en otro caso alguno, so la dicha pena” 3.
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La obligación de arrostrar este sacrificio, en cumplimiento del real mandato, pesaba principalmente sobre los religiosos o clérigos que acompañaban a los conquistadores: éstos eran entonces el clérigo Juan de Sosa, Vicario del ejército, y el P. Valverde, enviado por S. Majestad para predicar el Evangelio, título único que le dan los cronistas primitivos.” 4 El dominicano fué elegido para desempeñar tan ardua y difícil comisión ante Atahualpa, como lo hubiera hecho un Fr. Bartolomé de las Casas o cualquier otro religioso de alta respetabilidad histórica r’, porque era más inteligente, más decidido y más lleno de prestigio que el otro religioso, circunstancias que, desgraciadamente, por mala fe o por ignorancia, han aprovechado gran número de historiadores para condenar la conducta de Fr. Vicente Valverde. Para nosotros fue un mensajero de la decisión del "Consejo de Guerra” y una víctima más de la morbosa psicología de Francisco Pizarro.
Una vez ante la presencia respetable del monarca
indio, el dominicano habla con fórmula catequista, inoportuna y repentina, sin
ningún sentido efectivista. Felipillo traduce de inmediato: Es sacerdote de
Dios, que enseña a los cristianos las cosas divinas, las mismas que viene a
enseñar a Atahualpa y a su pueblo. Dios creó el cielo y la tierra y cuánto más
existe; formó a Adán del barro y a Eva de una de sus costillas, de donde
desciende todo el género humano, y por desobediencia de los primeros padres,
todos nacemos con pecados. Jesucristo, Hijo de Dios, redimió al hombre de
ellos, sacrificándose en la cruz, quedando en su lugar San Pedro, como Vicario
en la tierra, y después de éste los Papas, a quienes deben completa obediencia
todas las naciones y todos los hombres, donde quiera que se encontraren. Un
Papa ha entregado estos países a los reyes de España y para convertir y
catequizar a los indios éstos han enviado a Pizarro, debiendo Atahualpa y sus
súbditos abandonar el culto al sol y convertirse a la verdadera religión
cristiana, porque acatando esto, Dios premiará al Imperio, protegiéndole de sus
enemigos.
La sorpresa del monarca ante tan inesperada plática;
la confusión de conceptos, relacionados con un nuevo Dios, una nueva religión y
un poderoso rey; la incomprensible traducción, todo formó un conjunto
heterogéneo de principios y una palabrería de significación obscura. Por ello
responde el soberbio indio al dominico:
"Yo
soy más poderoso que todos los monarcas de la tierra, y no quiero ser
tributario de ningún rey. Puede ser ese monarca de quien me hablas muy
poderoso, no lo dudo, puesto que os ha mandado desde lejos, haciéndoos cruzar
los mares, por ello mismo quiero tratarlo como aliado; pero en cuanto a
tributarle vasallaje, quiero que sepas que este imperio lo conquistaron mis
padres, y hoy, después de mis victorias, todo él es mío. Si ese Papa que
nombras ha regalado estas tierras a tu Emperador, por grande que sea su poder y
autoridad, no ha sabido lo que ha hecho; ha dado lo que no es suyo.” 6
La religión que ha dado todo el esplendor del
Tahuantinsuyo es la del Padre Sol y él no ha muerto como el Dios de los
cristianos, crucificado por la maldad de los mismos hombres; el dios Sol da
vida a las plantas y animales y se le puede ver en esta misma tarde:
resplandeciente, echando lumbre sobre las crestas de las montañas.
-"¿Y quién dice todo aquello que me habéis
dicho?”
-“Este libro que tengo en la mano.”
Atahualpa lo toma, lo ojea, “admirándose más de
la escritura que de lo escrito”; lo lleva al oído y arrojándolo al suelo, con
rostro descompuesto, exclama: “decidles a esos que vengan acá, que no pasaré
de aquí hasta que me den cuenta y satisfagan y paguen lo que han hecho en la
tierra.” “Tu jefe ha de darme satisfacción por los ultrajes que han recibido
mis indios; cuenta de los desmanes que habéis cometido en mis pueblos.” 7
Era el grito de guerra, la incontenible explosión
del conjunto de noticias que recibiera Atahualpa desde mucho tiempo atrás, lo
que se revelaba en estos momentos: "Bien sé lo que habéis hecho por el
camino; cómo habéis tratado a mis caciques y tomado la ropa de los tambos.”
Ahora sí, se revelaba en toda su magnitud y con toda claridad lo que había
pensado el monarca indio de los intrusos barbudos: Observarlos con atención,
investigar su "procedencia y sus designios”, primero; tratarlos de paz o
de guerra, según las circunstancias, después.
El instante supremo había llegado y la suerte estaba
echada para indios y españoles: o la vida o la muerte.
Valverde recoge el sagrado libro ultrajado y
precipitadamente torna donde estaba Pizarro: “¿Qué hacéis? ¿Qué esperáis? Los
campos están llenos de indios y vienen hacia nosotros.” Y así acabadas de
decir estas palabras que fué todo en un instante, tocan las trompetas, y parte
de su posada 8 Francisco Pizarro con toda la gente de a pie que con él
estaba, diciendo: "Santiago a ellos”, mientras un paño blanco flota en el
aire y suena una descarga de cañón en el espacio. Un oleaje armado de
arcabuces, de espadas, de caballos, atruena en el ambiente. Es la matanza
bravia y despiadada; el choque brutal y violento de dos razas y dos
civilizaciones; el encuentro de la última edad del bronce con la edad pletórica
del hierro; el cerrarse de un Imperio y el advenimiento de otro.
Parecía hundirse la tierra: sonoros clarines, gritos
de muerte, disparos violentos, bulla infernal de trompetas y caballería.
Confusión y terror por todas partes. La indiada ha caído bajo el efecto del
plomo y del metal y han acabado con su vida los briosos corceles, pisoteando,
abriéndose paso sobre el aglutinamiento humano. "Las espadas se mellan de
segar entrañas palpitantes; en incansable y mortífero vaivén trabajan,
afanosas, las largas picas”; estrepitosamente se ha desplomado una de las
murallas de la plaza cuadrangular, cediendo a la incontenible fuerza de
hombres que, con la angustia en los desorbitados ojos, se habían aglomerado
junto a ella,” "visto los traseros cuán lejos tenían la acoxida y
remedio de huir, arrimándose dos o tres mil dellos a un lienzo de pared y
dieron con él a tierra, el cuál salió al campo y ansí tuvieron camino ancho
para huir, y los escuadrones de gente que habían quedado en el campo sin
entrar en el pueblo, como vieran huir y dar alaridos, los más de ellos fueron
desbaratados y se pusieron en huida.” 9
La sangre corre por la plaza cajamarquina, mientras
Pizarro, que "sabia por experiencia de 20 años de servicios en Indias, que
la victoria consistía siempre en apoderarse de las personas de los señores”,
seguido de veinte rodeleros, abriéndose paso por entre los aterrados indios,
llega a la tambaleante litera, en donde el desgraciado Atahualpa no sabe lo que
acontece, y desde donde mira, convulso e impertérrito, el acabarse de su
Imperio, sin pronunciar una sola voz de angustia o de guerra, de pesar o de
batalla. Y llega Pizarro para hacerlo caer en tierra el mismo instante en que
un "español tiró una cuchillada para matalle . . .”, "y del reparo
le hirió en una mano el español queriendo dar al Atabalipa”. Y en el
momento que, acaso, creyó ver caer al Monarca cadáver de las andas, exclamó el
trujillano, con sonora y quemante voz, como estaba toda su sangre y toda su
carne: "nadie hiera al Indio, so pena de la vida” 10 11.
Ya nada le importó a este rudo extremeño, cuando
tuvo segura su soñada presa entre sus garras; cuando se cumplió su viejo y
sufrido anhelo; cuando estaba segura ya su vida y la de los suyos con tan
magnífico rehén. Por eso nada hace cuando contempla cómo el cuchillo y la
espada de los suyos destroza ferozmente las carnes de los nobles que, hasta el
último momento, defienden braviamente la vida de su monarca; cómo los indios se
ahogan en el estertor sangriento de la muerte.
Al concluirse la carnicería de 2.000 indios n,
los mismos asesinos contemplan asombrados la figura deshecha de Atahualpa:
rotos sus vestidos, sangrando un oído, por querer arrebatarle el valioso collar
de esmeraldas, engastadas en oro, que traía pendiente en la garganta 12.Giuseppe Rava
Miguel de Estete se lanzó sobre el indefenso monarca
y le arrancó la insignia real que, como recuerdo sagrado, conservará hasta
después de 35 años de la célebre matanza: era la mascapaicha o borla de los
mascas, la insignia que por primera y por última vez, fue ultrajada, anulada en
la continuidad de los reyes del incario, después de haberse conservado
veneradamente generación tras generación; era la insignia portentosa arrebatada
por Huaincápac a los insumisos ayllus de los mascas, quienes consagraron su
poder en la borla carmesí después de derrotar a sus feroces rivales los
chilques, uno de los ayllus de la cuenca del Apurímac 13.
Así se cerró la tragedia cajamarquina, después de
satisfacer el ansia de sangre que enciende toda pólvora y toda espada;
convirtiendo el valle en inmenso cementerio y en ruin página de historia: con
huesos rotos, con brazos y piernas sangrantes, con cráneos partidos, con
gargantas atravesadas, con lamentos, quejidos y sangre.
Poco después una furiosa tempestad cerró la
carnicería española de la plaza de Cajamarca. Mas, hasta ahora, no se cierra la
página sanguinaria de su historia. Sobre esta jornada no se ha pronunciado
todavía el juicio inapelable del espacio y del tiempo 14
___________________
1
Miguel de Estete, soldado actuante y cronista de
estos hechos, afirma que fueron 50.000 indios.
2
Pedro Pizarro: Ob. cit., pág. 32. Otros
cronistas afirman que acompañó al Padre Valverde únicamente el intérprete
Felipillo.
3
Fr. Alberto María Torres: El Padre Valverde,
Quito, 1932, pág. 94.
4 Fr. Alberto María Torres: Ob. cit., pág. 94.-
5 "La suerte de Atahualpa, como lo hace observar
muy bien Quintana, habría sido la misma, aunque, en vez del Padre Valverde,
hubiera venido Fray Bartolomé de las Casas. Nosotros no pretendemos atenuar la
culpa que el Padre Valverde haya tenido en la matanza de Cajamarca.” (González
Suárez: Ob. cit., tomo II, págs. 97-98 y nota 6*.)
6 Horacio Urteaga: Ob. cit.,
págs. 259-60.
7 Miguel de Estete: Ob. cit.,
pág. 325. González Suárez: Ob. cit., tomo II, pág. 94.
8 Herrera: Ob. cit.
9 Miguel de Estete: Ob. cit.
10 Pedro Pizarro: Ob. cit.
11 Acerca del número de muertos hay mucha discrepancia entre los
cronistas: afirman que fueron seis, siete, diez mil indios. Jerez, testigo
presencial, sostiene que fueron 2.000. (González Suárez: Ob. cit., tomo
II, pág. 100.)
12 González Suárez: Ob. cit., tomo II, pág. 100.
13 Luis E. Valcárcel: Del Ayllu al Imperio . ..,
pág. 75.
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