CHILE EN EL CORAZON
César Hildebrandt
En
HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 652, 8AGO23
A |
las 8 y 30 de
la mañana de aquel 11 de septiembre de 1973 hablé por teléfono con el embajador
chileno en Lima.
A las 10 y cuarto estaba, junto a algunos colegas,
en la sede de la embajada en la avenida Javier Prado.
El embajador, un socialista moderado, me lo dijo
claramente:
-Esta vez es irreversible.
Las noticias llegaban por los teletipos y daban
cuenta de la demolición de la democracia chilena.
-Son fascistas de lo peor -había dicho el
embajador-. Este no va a ser un golpe cualquiera.
Yo había estado en Chile en 1971. Había sido testigo
de la primera derrota electoral de la Unidad Popular. Ocurrió en Valparaíso y
se debió a la alianza de la Democracia Cristiana y el Partido Nacional en las
elecciones complementarias para una diputación. Hernán del Canto, del partido
de Allende, fue el derrotado. La derecha anunciaba lo que sería una constante:
no había fronteras ideológicas cuando de derribar al régimen se trataba. La
Democracia Cristiana, adversaria locuaz del extremismo conservador, no dudaba
ahora en perder el pudor y sumarse al cerco de hierro que terminaría con el
palacio presidencial incendiado y el presidente muerto.
Allende había luchado no sólo contra la derecha
confederada y financiada por la CIA Había tenido que hacerlo contra los
partidos de izquierda que lo empujaban a la confrontación y que hablaban de
armar al pueblo y provocar una guerra civil. Ahora, después de tantos años, sé
que Allende sabía que la suya era una misión imposible. Implantar el
socialismo en democracia con la mitad del país en contra, el Congreso en manos
de una oposición cada vez más fiera, la prensa de derechas alentada con fondos
de la CIA, el gremio de camioneros comprado con plata negra, el
desabastecimiento industrial programado, era una tarea que ni siquiera Allende
podía acometer.
Patricia Verdugo me contó una vez algo que después
reseñó en un libro: que Allende se sabía histórico, que era consciente de que
su ejemplo sería recordado, que su tarea era dejar una semilla. Aquel médico
llegado a la presidencia por decisión del Congreso parecía estar consciente de
que el sacrificio le esperaba.
Y así fue. A la hora señalada, entre los humos del
bombardeo, Allende se puso en el mentón la metralleta que le había regalado
Fidel Castro y jaló el gatillo. La historia le abrió la puerta grande. La
tragedia lo hizo suyo.
Ahora sabemos mucho más de lo que podía conocerse en
1973. Estamos enterados del papel que jugó Estados Unidos en el acoso al
régimen que nacionalizó la explotación del cobre y expropió la ITT, de cuántas
veces se reunieron Nixon y Kissinger para tramar la conspiración que debería
derrocar al régimen de la izquierda chilena, de qué papel jugó la embajada
estadounidense en el asesinato de René Schneider, el comandante general del
Ejército, de cuánto dinero fue a parar a las arcas de León Vilarín, el jefe del
gremio de camiones, y de Agustín Edwards, el dueño de “El Mercurio”.
Así como hubo una generación marcada por la guerra
civil española y el triunfo del fascismo franquista, la mía fue señalada por el
golpe de estado chileno de 1973. Ninguno de nosotros volvió a ser el mismo
después de esa experiencia: la derecha civilizada de los buenos modales podía
convertirse, de ser necesario, en la bestia de ojos viciosos que recorrió los
campamentos minerales del norte chileno y fusiló, como escarmiento, a decenas
de militantes de la izquierda.
Fue hace 50 años, pero aún escucho a Allende desde
La Moneda sitiada. Lo oigo mandando al demonio la oferta del avión y proclamando,
entre palabras subidas de tono, la irrenunciabilidad de su mandato. Creo oír,
pero esto es una mentira de la memoria surgida del relato del doctor Patricio
Guijón, su médico, el disparo suicida, el punto final de una gran vida.
La lección de todo esto, lo que no podemos olvidar,
es que Augusto Pinochet no sólo fue un dictador sanguinario. Fue el hombre que,
con la fuerza armada respaldándolo y el gran empresariado frotándose las
manos, impuso en Chile el régimen económico que los chicos de Chicago montaron
pieza a pieza y que Milton Friedman, en persona, supervisó. El neoliberalismo
costó en Chile miles de cadáveres. En el Perú nos costó el fujimorismo, el
golpe de estado, la constitución intocable, la corrupción generalizada y la
complicidad de los militares. El neoliberalismo, como el lonche, nunca sale
gratis. La alianza del modelo económico vigente y el carácter autocrático de
los regímenes que lo construyeron es algo que la derecha chilena y peruana
quisieran olvidar. Recordémosles todos los días el origen criminal de su
creatura. <■>
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