LA LLAMADA IZQUIERDA EN EL PERÚ
¿QUÉ
ES? ¿QUÉ HA HECHO? EL FUTURO
Definiciones aceptadas
Los términos derecha, centro e izquierda se
han generalizado en el siglo XX, galopando sobre la división de la Asamblea
Nacional francesa, luego 1789, entre quienes estaban por la revolución, que
ocupaban las bancas de la izquierda, y quienes defendían al rey, que ocupaban
las de la derecha. Pero, en el siglo XX, se les ha atribuido otras
significaciones. A los partidarios de dejar la sociedad y el Estado como son, manteniendo
los privilegios de las clases ricas, se les ha denominado en conjunto derecha;
y, por el contrario, se ha designado como izquierda al conjunto de quienes
quieren las reformas sociales que den como resultado una redistribución de la
riqueza, por lo general moderada. En el fondo, los mentores de tales
definiciones —ciertos intelectuales y el poder mediático europeo— se propusieron
con ellas desterrar del vocabulario político los términos socialismo, comunismo
y anarquismo que, de un modo u otro, suscitaban la idea de una revolución
social.
En el Perú, solo a partir de las primeras
elecciones municipales de la década del ochenta, el poder mediático poseído por
la oligarquía comenzó a designar como de izquierda a las agrupaciones que se
reunieron en la Izquierda Unida y llevaron a la alcaldía de Lima a Alfonso
Barrantes Lingán. Pero con esa denominación, el poder mediático ha buscado
insuflar en lo que se denomina la opinión pública desde las ideas de
improvisación y desorden hasta las de terrorismo. Contrariamente, según ese
poder, el término derecha sugiere el orden, la paz social, la experiencia y un
conservadorismo decente. A quienes no están del todo en esta derecha, los
coloca en un púdico centro, bastante aceptable para él. En definitiva, con la
clasificación derecha, centro e izquierda queda erradicada de la nomenclatura
política la realidad de una sociedad dividida en clases sociales antagónicas y
la necesidad de un cambio social a favor de las clases subyugadas.
Siendo la razón de ser de las agrupaciones
de derecha, centro e izquierda, aceptada legalmente, la posibilidad de llegar
al control del Estado para sobreponerse desde allí a la sociedad civil se debería
suponer que, por lo menos, sus dirigentes conocen bastante bien la composición
de la sociedad, su estructura económica y sus superestructuras política, legal
y cultural y que, por lo tanto, cuentan con planes de gobierno y proyectos de
leyes que hagan posible sus propósitos. Como el manejo del Estado ha
evolucionado hasta convertirse en una actividad de profesionales aplicada a
sectores muy diversos y complejos, debería ser obvio que los dirigentes de las
agrupaciones políticas o algunos de sus militantes tienen la aptitud, los
conocimientos y el nivel para dirigir a esos profesionales.
En nuestro país, no es así. La experiencia
demuestra que solo algunas agrupaciones de derecha y de centro tuvieron (y
¿tienen?) algunos de esos dirigentes, por su cercanía histórica con el Estado
al que tradicionalmente han manejado como cosa propia en representación de la
oligarquía dueña de la mayor parte del poder económico. Y no han necesitado
planes ni proyectos de cambio, puesto que para ellos la sociedad, la economía y
las leyes no deben cambiar; les conviene dejarlas como están y que evolucionen
solas, ya que les permiten continuar usufructuando la riqueza creada por los
trabajadores, como hace siglos desde la conquista hispánica, aunque con nuevas
formas. Más aún, en nuestro país, al poder empresarial no le ha convenido
fomentar la organización de partidos políticos dirigidos por miembros de sus
familias y ha preferido alquilar o financiar partidos organizados por
aventureros a los cuales les ha sido relativamente fácil obtener el voto de
ciudadanos manipulados por su propaganda y el poder mediático.
La llamada izquierda accedió masivamente a
intervenir en el Estado con las elecciones de 1978 para constituir la asamblea
constituyente. Se presentó dividida en 7 agrupaciones que obtuvieron 35
representantes sobre 100, lo que era bastante. Sin embargo, en el curso de las
sesiones, casi todos ellos no supieron de lo que se estaba tratando; y ello
porque sus disquisiciones nada tenían que ver con nuestra realidad y mayormente
con la
realidad de ese momento. De hecho, el contenido del proyecto de
Constitución, cuyas líneas generales fueron propuestas por el gobierno militar,
de conformidad con el Plan Inca, fue manejado casi totalmente por los
representantes del Partido Popular Cristiano (25 representantes) con el acuerdo
de algunos representantes del Partido Aprista que había obtenido 37 votos. Fue
una excepción el capítulo sobre el trabajo que propusieron los representantes
dirigentes de la CGTP y que fue aprobado casi totalmente por el voto de los
representantes de la izquierda y del Partido Aprista que eran dirigentes
sindicales.[1]
En las elecciones de 1980, los seis grupos
de la izquierda obtuvieron el 14.2%; y en las de 1985, la Izquierda Unida, integrada
por seis grupos, logró el 25%. Sin embargo, su actividad en el Congreso de la
República fue nula.
En las elecciones de 1990, los grupos de
izquierda, divididos en una Izquierda
Unida y otra Izquierda Socialista consiguieron en total 9 senadores y 19
diputados. Todos ellos aprobaron las disposiciones del Congreso de 1991 que
autorizaron al presidente Fujimori a introducir el neoliberalismo en el Perú,
reduciendo los derechos sociales que el gobierno de Juan Velasco Alvarado les
había dado a los trabajadores, privatizando casi todas las empresas del Estado y
otras medidas correlativas.
Luego, los grupos de izquierda se redujeron
hasta desaparecer la mayor parte y los demás a subsistir como pequeñas sectas.
En las elecciones de 2011, el Partido Nacionalista de Ollanta Humala concedió
algunas candidaturas a uno o dos grupos de estas de las cuales salió un
representante.
En las elecciones de 2016, algunos grupos
de izquierda apoyaron la candidatura a la presidencia de la República de una
exmilitante del Partido Nacionalista que fue sugerida y relievada por el poder
mediático como una opción controlable para neutralizar a una masa votante disconforme
con su situación que podía llegar al 30% o más.
Las elecciones de 2021 dieron un resultado
sorpresivo. Perú Libre, un pequeño partido de profesionales provincianos
autodeclarados de izquierda, ganó la presidencia de la República y colocó a 37
representantes en el Congreso de la República sobre un total de 130. Fue una
hazaña histórica, puesto que, por primera vez en la historia del Perú
republicano, un hombre del pueblo, meztizo y trabajador llegaba a la primera
magistratura de la nación. Era evidente que la oligarquía blanca, su poder mediático
y sus aliados en las agrupaciones políticas, incluidos muchos de la izquierda
capitalina, a la que se ha denominado caviar, no podían admitirlo y comenzaron
a actuar para sacar del poder a ese maestro de escuela. Y lo lograron
finalmente con la cooperación aberrante de este al leer un comunicado en el que
anunciaba que disolvería el Congreso. Aunque esta lectura no configura delito, puesto
que no lo hizo ni podía hacerlo, ni hubo tampoco rebelión y ni siquiera una
tentativa de esta, los grupos de derecha, centro e izquierda en el Congreso de
la República convirtieron ese comunicado en una causa de vacancia de la
presidencia de la República y dieron un golpe de Estado: no solo destituyeron
ilegalmente a Pedro Castillo, sino que lo enviaron a prisión donde se halla ahora.
La victoria de Perú Libre, en 2021, fue
seguida de su fracaso en términos reales. Ni el Presidente de la República al
que habían postulado ni sus representantes en el Congreso demostraron estar
capacitados para el ejercicio de las funciones de gobierno, ni para enfrentar
la campaña que contra ellos emprendió la oligarquía blanca, los grupos de
derecha y de centro que la representan en el Congreso de la República y sus
aliados directos e indirectos en la izquierda. En lugar de mantenerse unidos,
Perú Libre y Pedro Castillo se prestaron al juego del ataque demoledor de la
derecha y el poder mediático y se separaron. Juntos por el Perú contribuyó a
esta separación al condicionar su apoyo a Castillo a dejar de lado a Perú Libre.
El presidente de la República se rodeó de personajes de confianza menos que
mediocres que posibilitaron la infiltración de algunos que querían obtener
algo. Y, tanto la presidencia de la República como los representantes al
Congreso de Perú Libre cerraron las puertas a la cooperación de los
intelectuales y otros profesionales que podían suministrar ideas y proyectos de
cambio necesarios y factibles.
En suma, estamos ante otro fracaso
histórico de la izquierda o de los grupos que si titulan tales: Pedro Castillo
encerrado en una prisión; Dina Boluarte, candidata a la vicepresidencia de la
República por Perú Libre, entronizada en la presidencia por la derecha; Perú
Libre y Juntos por el Perú dándole a la derecha los votos en el Congreso para vacar
a Castillo y aprobar proyectos de ley lesivos a quienes votaron por ellos. La
deslealtad enarbolada como bandera política.
Con este panorama de fondo, las multitudes
provincianas que llegan a Lima a exigir que Dina Boluarte deje la presidencia,
que haya elecciones inmediatas y que se convoque a una asamblea constituyente
no encajan en las posibilidades legales y materiales para que suceda eso que
piden. Si esas multitudes estuvieran inspiradas por una ideología y los
correspondientes proyectos de reforma social, elaborados por intelectuales que
conozcan a fondo la realidad social y sepan definirlos, el Perú estaría a las
puertas de una revolución social. Pero no lo están. Si se supusiera que Dina
Boluarte renunciara a la presidencia y hubiera elecciones ya ¿por quiénes
votarían esas multitudes que protestan? Tendrían que votar por los partidos
políticos inscritos, es decir por los mismos contra los cuales ellas protestan
y por algunos otros resucitados por la oligarquía y el poder mediático, puesto
que, excepto Perú Libre y Juntos por el Perú, las agrupaciones de la llamada
izquierda carecen de inscripción y, por lo tanto, están fuera del juego. Es
verosímil, además, que cada una de ellas nunca podría llegar a reunir las
28,000 firmas que se requieren para ser inscritas en el padrón de partidos
políticos.
Con la exigencia de convocar a una asamblea
constituyente sucede otro tanto. ¿Qué proyecto aprobarían los grupos de la
llamada izquierda y algunos personajes espontáneos si fueran elegidos para
integrarla? ¿Lo redactarían ellos o los representantes de la derecha y del
centro? Si los sectores populares quieren una nueva constitución lo primero que
deben hacer es encargar la redacción del proyecto a los profesionales que
puedan hacerlo y tengan sus mismas inquietudes, y luchar por él.
En consecuencia es de prever que los grupos
de la llamada izquierda continuarán su yerma vida como pequeños cenáculos o
sectas o como ermitaños, rivalizando unos con otros, y odiándose por considerar
a los otros apóstatas.
Ante esta perspectiva, parece obvio que las
clases trabajadoras, los profesionales y los intelectuales, si quieren mejores
servicios públicos, una redistribución equitativa de la riqueza social y las
oportunidades de promoverse socialmente, tendrían que resetear su ámbito
político, hallar una ideología de la que dimanen los proyectos de reforma que
hagan posible esos cambios, organizarse con confianza y disciplina en un nuevo
movimiento político y promover la formación de los cuadros que los dirijan.
(Comentos, 23/7/2023)
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