CARL DREYER SPOHR
Por Stefano De Marzo
N |
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el 22 de mayo de 1895, en Homberg, Alemania.
De una historia casi secreta, un joven que se decide a la aventura de una vocación artística y de relatos románticos.
Carlos
Dreyer no fue el mismo luego de su llegada al Perú. Una mezcla de paisajes, sus
culturas y su gente lo atrapó y, como señala su hijo Augusto Dreyer Costa, lo
transformó “de ser un seco Carl a convertirse en un alegre Carlos”. Dreyer,
viajero infatigable que utilizó todos los medios disponibles, desde lomos de
mula y carretones hasta canoas, fue un ciudadano alemán que llegó al Perú en
los años veinte del siglo pasado. Emprendió un largo viaje desde Europa, luego
de haber participado en la Primera Guerra Mundial, como muchos jóvenes europeos
de su época. Su destino se vio mediado por los vínculos que su familia, que
poseía un importante negocio de comercio y reparación de relojes, tenía con las
colonias alemanas en Chile. Fue contratado allí para trabajar como relojero en
esas comunidades. Sin embargo, su wanderlust, como sugiere el título del libro
patrocinado por MAPFRE y publicado por Grupo Editorial COSAS, se activó por
estos parajes inhóspitos, fascinantes para un burgués europeo de aquella época.
“Su
fijación fue con el paisaje”, asegura el crítico y curador de arte Gustavo
Buntinx, autor de la investigación que acompaña el libro sobre la obra
fotográfica de Dreyer. “Con una emoción telúrica, con un sentido de país. Una
relación con la tierra se evidencia casi de inmediato”, añade. Sus instantáneas
retrataron un mundo andino que en ese momento estaba en extinción: una
estructura social de terratenientes y de sufridos y sumisos trabajadores
indígenas.
Buntinx
resalta por contraste las pinturas que este ciudadano alemán ensayaba y, muchas
veces, exponía. No se parecían en nada a sus fotos, guardadas con celo y
redescubiertas años más tarde para la historia peruana. “Ya en Alemania había
explorado su evidente talento innato para el arte. Según él mismo contaba, muy
en contra de la voluntad paterna que, más bien, aspiraba para él la carrera de
relojero”.
La
información que se conserva lo vincula a tempranos ensayos pictóricos en su
adolescencia. En contraposición, Dreyer no habla de su trabajo fotográfico
prácticamente en ningún momento. Cuando llega a Chile, primero, y luego empieza
a explorar las serranías y las selvas de Bolivia para después hacer lo mismo en
el Perú, su desarrollo se da en los campos de la pintura y la ilustración.
Hay
en él una fascinación por el ámbito prehispánico y colonial, y esos temas son
plasmados en sus pinturas. “Es interesante porque en su obra pictórica no vamos
a encontrar ficción moderna alguna –en contraposición a su fotografía–. Su
pintura es muy estática, clásica, casi enteramente abocada a describir el
último vislumbre de esa forma de vida, de esa arquitectura que ya estaba siendo
amagada, asediada por la irrupción de lo moderno”, comenta Buntinx.
Cierta fama y reconocimiento adquirió por su obra como pintor. Sus exposiciones tuvieron acogida oficial. Se conserva una foto tomada en Lima en la que Dreyer posa junto al presidente Leguía, quien visitó una muestra suya. También el presidente Siles de Bolivia asistió a una exposición que Dreyer inauguró en La Paz.
En el vientre andino
Dreyer
se instaló definitivamente en la ciudad de Puno en 1929. A decir de Buntinx,
decidió “radicarse en el vientre húmedo de ese mundo andino. Si Cusco, según la
leyenda de Garcilaso de la Vega, era el ombligo del cuerpo histórico y cultural
de los Andes, el vientre húmedo, sin duda, era el Titicaca”, añade el crítico y
curador de arte. Allí siembra su nueva identidad. Se casa con una dama puneña,
María Costa Rodríguez, hija de una familia ilustre que en su árbol genealógico
poseía destacados representantes intelectuales y políticos, y viven en una
maravillosa casa frente a la catedral.
Es
importante mencionar que Dreyer tuvo cierta importancia cultural en Puno, sobre
todo en los años veinte y treinta. Aunque él no tuvo mucha relación con la
sociedad de su época. Buntinx aduce que esto fue porque, además de poseer esta
vena germánica que lo empujaba al wanderlust, también tenía el complejo de
steppenwolf, del “lobo estepario”. Por ello no mantuvo una vida social
constante. “En Puno todo se manejaba por dos clubes. Él no pertenecía a ninguno
de ellos”, señala Buntinx.
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