EL
JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA
Ricardo Palma
TRADICIONES PERUANAS
I
E
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n una serena tarde de marzo del año del Señor de
1665 hallábase reunida a la puerta de su choza una familia de indios.
Componíase ésta de una anciana que se decía descendiente del gran general
Ollantay, dos hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de
Laycacota. Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea
de cien habitantes.
Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la
madre contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no
es un secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán
relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que con el
título Anales del Cuzco, publicó mi ilustrado amigo y compañero de
Congreso don Pío Benigno Mesa. He aquí la tradición sobre Ollantay:
Bajo el imperio del Inca Pachacútec, noveno soberano
del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los
ejércitos. Amante correspondido de una de las ñustas o infantas,
solicitó de Pachacútec, y como recompensa a importantes servicios, que le
acordase la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca,
cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de una
familia que no descendiese directamente de Manco Cápac, el enamorado cacique
desapareció una noche del Cusco, robándose a su querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fue imposible al Inca vencer al
rebelde vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo,
cuyas ruinas son hoy la admiración del viajero. Pero Rumiñahui, otro de los
generales de Pachacútec, en secreta entrevista con su rey, le convenció de que,
más que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña y a la traición para sujetar
a Ollantay. El plan acordado fue poner preso a Rumiñahui, con el pretexto de
que había violado el santuario de las vírgenes del Sol. Según lo pactado, se le
degradó y azotó en la plaza pública, para que, envilecido así, huyese del Cusco
y fuese a ofrecer sus servicios a Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima
a la vez que un general de prestigio, no podría menos que dispensarle entera
confianza. Todo se realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza
fue entregada por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los
prisioneros1.
Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna hija
Imasúmac, y se estableció con ellas en la falda del Laycacota, y en el sitio
donde en 1669 debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta
tradición, cuando se presentó ante ella un hombre apoyado en un bastón,
cubierto el cuerpo con un largo poncho de bayeta y la cabeza por un ancho y
viejo sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a
pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil
y simpático y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a
tal punto, que se hallaba sin pan ni hogar Los vástagos de la hija de
Pachacútec le acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron pocos meses. La familia se
ocupaba en la cría de ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped
muy útilmente. Pero la verdad era que el ‘joven español se sentía apasionado
de Carmen, la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por
ofendida con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos,
no es eterno, llegó un día en que el galán, cansado de conversar con las
estrellas en la soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que
había aprendido a estimar al español, le dijo:
-
Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de
emperadores.
El novio no dio por el momento importancia a la
frase; pero tres días después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo
levantarse de madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:
-
Aquí tienes la dote de tu esposa.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima
mina de Laycacota, fue desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal
era el nombre del afortunado andaluz.
II
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo
y de su hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a
Laycacota.
Oigamos a un historiador: “Había allí plata pura, y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos
como pesaba el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos”.
Estas aseveraciones parecían fabulosas si todos los
historiadores no estuviesen uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o
castellano, solicitaba un socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese
sacar de la mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi
siempre por lo menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos,
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que
residían en el mineral entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y
criollos favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con
variado éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de
Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la
pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las
tropas del obispo, librando malherido el corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos
de plomo, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte del de
Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró
para Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó
el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de justicia
mayor. La Audiencia se declaró impotente y contemporizó con Salcedo,
el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una
fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho
grave de qué ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador
Meneses, y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, descubierta
en Lima casi al estallar y que condujo al caudillo y sus tenientes al cadalso.
El orden se había por completo restablecido en
Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y
caballerosidad del justicia mayor.
Pero en 1667 la Audiencia tuvo que reconocer al
nuevo virrey llegado de España.
Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres
años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser
completo jesuíta. En cerca de cinco años de mando, brilló poco como
administrador. Sus empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una
fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que había incendiado Panamá,
y a apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su
destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se
trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero
de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de
los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por
las ruinas que aún llaman la atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente
por su devoción. Con frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de
los Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en
la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las murmuraciones de
la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa,
que nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se
arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para padrino de confirmación de
uno de sus hijos al cocinero del convento de San Francisco, que era un negro
con un jeme de jeta y fama de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba
celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, seis horas diarias al rezo
del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas y
concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le
anunciara.
Jamás se han visto en Lima procesiones tan
espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia, trae
la descripción de una en que se trasladó desde palacio a los Desamparados, dando
largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente
desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de
doscientos mil pesos: tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata
que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata
que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva
el lujo y quien lo trujo!
Lo qaue queda de San Luis de Alva |
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade,
conde de Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taurifanco, que
cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en
sus manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de jesuitas,
apenas fue proclamado en Lima como representante de Carlos II el Hechizado,
se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para
resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo
preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó
concluida la causa, sentenciando Salcedo a muerte y confiscando sus bienes en
provecho del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita
era su confesor, el padre Castillo, y jesuitas sus secretarios. Las crónicas de
aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente
al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la
causa de la corona y enviado a España algunos millones por el quinto de los
provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey
que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde
la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid,
lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata
se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era
realizable en menos de seis meses.
La tentación era poderosa y el conde de Lemos
vaciló.
Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor
partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fue
el padre Francisco del Castillo, jesuita peruano que está en olor de santidad,
el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués
de Almuña2 e hijo del virrey.
Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Orca-Pata,
a poca distancia de Puno.
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace
del proceso, convocó a sus deudos y les dijo: “Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado
muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le
vengáis”.
Tres días después la mina de Laycacota había dado
en agua, y su entrada fue cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya
podido descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la
mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la
codicia los arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es
fama que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que
hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error que
debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota
y Cancharani.
El virrey, conde de Lemos, en cuyo período de mando
tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su
corazón fue enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de
oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos
Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre
y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.
______________________
1. Sobre este argumento, el cura de tinta, don Antonio
Valdez, escribió por los años de 1780 un drama en lengua quechua, el cual se
representó en presencia del rebelde Inca Túpac Amaru.- Tschudi, Markham, Nadal,
Barranca y muchos americanistas se empeñaron en sostener que el drama Ollanta
había sido compuesto en los tiempos incásicos, y que era, por consiguiente, un
monumento literario anterior a la conquista. Traducido en verso por un poeta
peruano Constantino Carrasco, publicó el autor de estas Tradiciones un ligero
juicio crítico, en el que se atrevió a apuntar (alegando muy al correr de la
pluma varias razones en apoyo de su opinión) que el Ollanta era ni más ni menos
que comedia española, de las de capa y espada, escrita en voces quechuas; y
que, aunque lo diga Garcilaso, que no pocos embustes estampó en los Comentarios
Reales, los antiguos peruanos estuvieron muy lejos de cultivar la literatura
dramática. Tanto osamos escribir, y se nos vino la casa a cuestas... Hasta de
mal patriota nos acusó un quechuista; y un señor Pacheco Zegarra, entre otros
cultos piropos, nos llamó ignorante y charlatán. Con razones de ese fuste, nos
dimos por convencido de que habíamos estampado un disparate de a folio. Pero
en 1881 el literato argentino don Bartolomé Mitre, en un serio y extenso
estudio, con gran acopio de pruebas y con sesuda argumentación, puso en transparencia
la filiación, genuinamente española, del drama Ollanta en su forma, en su fondo
y hasta en sus elementos lingüísticos.
2. No existe ese título en España.
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