FALSO DILEMA
César Hildebrandt
En
HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 692, 28JUN24
A |
yer fue el debate entre
Joe Biden y Donald Trump
Biden simuló, desde su
trémula decrepitud, que tiene diferencias radicales con Trump.
Trump, que es un
anarcomatón, dijo que hay un mundo de distancia entre sus propuestas y las de
su rival.
Y la prensa nativa, la
que recibe dineros de USAID por lo bajito, va a rebotar el magno evento diciendo
que la democracia norteamericana demostró otra vez su vitalidad.
La verdad es que Biden y
Trump son la misma gringa con distinto calzón.
Nada profundo diferencia
a demócratas y republicanos.
Ambos creen, en el fondo
de sus corazones implacables, que Estados Unidos debe ser el amo del mundo, el
padrino de Israel, el capo de Europa, el capataz de Iberoamérica, el árbitro
de Asia, el chulo de Africa, el sheriff de Cochise, el Rambo de los
balcanes.
La democracia estadounidense
es una farsa ceremonial que consiste en elegir entre el beige y el
marrón claro. ¡Qué difícil!
Las discusiones
electorales se arman para que los idiotas votantes crean que están decidiendo,
optando, interviniendo.
No es así. Estados
Unidos es una maquinaria que Vargas Llosa podría haber llamado, si no se
hubiese convertido en un intelectual del conformismo, “la dictadura perfecta
del dinero”.
El sistema es el que manda y el que monta los espectáculos de la distracción.
En 1960 John Kennedy y Richard Nixon debatieron como si fueran
adversarios. El sudor, la barba crecida, los complejos de la infancia hicieron
que Nixon perdiera. Pero Kennedy, ya en la presidencia, quiso invadir Cuba, tal
como habría hecho el vicepresidente de Eisenhower, no fue capaz de derribar el
muro del racismo antinegro impuesto en los estados del sur y dio luz verde a la
intervención en Vietnam. ¿Alguna diferencia sustancial?
Todos son matices emparentados, corcheas discretísimas, hojas de una
misma rama. El tronco es la suma de intereses dominantes, el gran capital
buitre y cosmopolita, la fábrica de armamentos más grande del mundo, el
narcisismo armado hasta los dientes.
No hay diferencias sustanciales entre Biden y Trump, del mismo modo que
no las hubo entre Gore y Bush júnior, o entre Dukakis y Bush padre, o entre
Dewey y Truman.
Estados Unidos es la
orgullosa capital de la codicia, el experimento social más exitoso que la
especie humana ha producido en homenaje al egoísmo. Si un homínido hubiese
soñado con el futuro deseable, habría imaginado un sistema en el que la
pertenencia a una tribu daría brutales derechos sobre el resto de la especie.
No importa quiénes se
sientan en la sala oval y qué equipos ocupan las oficinas adyacentes.
Al final, la agenda la
escribe la inteligencia artificial del complejo militar-industrial. Los presidentes
ejecutan las voracidades del destino manifiesto. El presidente moral, invisible
y siempre vigente, es el periodista John O’Sullivan, el que dijo que la
providencia le había encargado a los Estados Unidos mutilar México para
cumplir designios estelares.
De modo que, con Biden o
Trump, Israel seguirá masacrando Gaza hasta que Yavé lo decida (y ya sabemos a
qué crueldades puede llegar tan celestial voluntad), China será un competidor
al que hay que jugarle con la ancestral suciedad que se empleó en Guatemala o
Irán, Rusia permanecerá en la lista de enemigos a abatir y la OTAN seguirá
siendo una casa de putas que dicen sí en francés y en alemán.
Republicanos y
demócratas quieren lo mismo: que el mundo sea esta pocilga gigantesca donde
todas las hipocresías se confederan y en la que el CEO omnipotente es un redneck
que, maletín en mano, puede decidir cuál será el día y a qué hora volaremos
todos metidos en una nube de plutonio. <>
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