sábado, 13 de mayo de 2023

NOTAS SOBRE EL PERU: GUSTAVO VALCÁRCEL

 EL PERU MILENARIO

El diario LA CRONICA de Lima, de consuno con el diario NOVEDADDES de México y el INBA, auspician la exposición de Arte peruano que en el curso de la presente semana se inaugura en esta capital. Propicio es el momento para trasladar nues­tra visión a la tierra que, con el México precolombino, produjo las más altas expresiones culturales de la Amé­rica antigua.

Por: Gustavo Valcárcel

Publicado en el diario NOVEDADES, México, 8 de mayo de 1955).

S

e ignora, en definitiva, cuál es el origen de la palabra Perú. Los labios que por primera vez la pronunciaron se han llenado de olvido. Bien pudo ser un derivado del nombre fluvial de Virú, o de las voces pirúa (granero) o huirú (caña de maíz). La yedra de lo desconocido cu­bre la toponimia más importante de la América del Sur prehispánica.

El Paisaje

El cuerpo sagrado del Perú tiene un extenso y yer­mo brazo, a modo de arenosa cornisa, hundido en la cin­tura meridional del Pacífico: la Costa. Su anchura es breve y su longitud muy larga. En su seco y cálido pai­saje, todo lo abrasa el desierto, exceptuando las escasas pupilas de los valles, donde admiran su prosapia Lima y Trujillo, Chiclayo y Piura, Nasca e lca. Endurecidos huarangos y algarrobos, y no pocos palmares de perfil africano, son los signos de admiración de un paisaje pin­tado con azules de mar y ocres y amarillos de arena.

El espinazo telúrico lo constituyen los Andes, que bordean los siete mil metros de altura, “aquella nunca jamás pisada de hombre, ni de animales, ni de aves, in­accesible cordillera de nieves”, como la  calificó el Inca Garcilaso. Entre sus ciclópeas arrugas, hay valles como nidos y ríos de elemento creciente. Cusco y Arequipa, Ayacucho y Huancayo, Huánuco y Cajamarca, solariegas ciudades, urbes esenciales, se alinean a lo largo del Ande majestuoso, que forma la mayor red hidrográfi­ca del mundo.

De espaldas al Pacífico, en el abdomen andino, nace la selva del Perú. Amazonia prodigiosa donde late —en­tre colores volantes, sinfónicos insectos, noches del Gé­nesis y árboles eternos— el verdadero corazón de Sud- américa. Ahí, la ciudad peruana de Iquitos (60,000 habitantes) otea su grandeza por venir, sin alcanzar a di­visar la otra orilla, como sucede con el Amazonas, el río más ancho del mundo, cuyas aguas sostienen las maderas de su torso encantado.

Bajo estos lineamientos generales, hay choques geo­gráficos tan bruscos, tan insolubles y dramáticos, que Isaiah Bowman —quien descubrió en el Perú, a 17,100 pies sobre el nivel del mar, la habitación humana más alta del mundo— ha exclamado: “en ninguna parte de la tierra existen (como en el Perú) mayores contrastes físicos dentro de espacios tan reducidos”.

La agricultura como huella histórica

Las hipótesis sostenedoras de una antigua cultura peruana de trasplante o importación, empiezan a ceder el camino a la creencia de que hubo una civilización peruana autóctona, gestada en la maraña de los bosques amazónicos. Motivos totémicos del arte andino (ofidios y felinos selváticos) y, sobre todo, la huella dejada por nuestra agricultura milenaria, ya tienen categoría de evi­dencias científicas. El doctor Julio C. Tello, padre de nuestra arqueología, muerto hace pocos años, fue el au­tor de este viraje, el más trascendental en muchísimo tiempo, por lo que respecta a la matriz de las antiguas culturas peruanas. Tello, además, como quien recupera un territorio invadido por fuerzas enemigas, rescató para nuestra vida nacional miles de años de historia, que ya­cían en poder de lo ignorado.

El itinerario de tales culturas antiguas ha sido el propio recorrido de las plantas domesticadas por nuestros bisabuelos de la Selva y el Ande. Ahora sabemos posi­tivamente que una gran proporción de los vegetales que, por su utilidad, cultivó el antiguo peruano son de raíz amazónica. Ahora sabemos, igualmente, “que es en el Orien­te Selvático donde se produce el trascendental descubri­miento; que es en los valles orientales, en los múltiples valles que miran hacia el nacimiento del sol, donde se desarrolla el cultivo de las plantas, donde éstas se di­versifican, donde aparecen las mil y una variedades, don­de la domesticación recibe su primer gran impulso”.

Posteriormente, en los valles medios, que anudan los dedos amazónicos y andinos, florecen las altas culturas, como Chavín, Huari, Cusco y Tiahuanaco.

La penumbra de las culturas preincaicas

La carencia de fuentes históricas y de investigacio­nes sistemáticas y científicas torna casi imposible afir­mar algo definitivo sobre las extraordinarias culturas que precedieron al Imperio de los Incas, el cual sí fue ob­servado directamente por numerosos y heterogéneos Cro­nistas de la Conquista. Hasta hoy, desconocemos a cien­cia cierta la organización social, política y económica de las culturas preincaicas, cuyo culto mágico y cuyo arte singularísimo son los únicos planos tangibles dentro de la penumbra histórica en que yacen. Nuestros mejores historiadores de este ramo, encabezados por el doctor Luis E. Valcárcel, reconocen que “no están bien estudiados los principales troncos andinos de la Antigua Cul­tura Peruana” e, incluso, que “nada sabemos del Cusco anterior a Manco Capac”.

De esta suerte, los míticos santuarios de Chavín y Tiahuanaco, las momias de Nasca, los prodigios textiles de Paracas y la maravillosa cerámica Mochica o Chimú, entre otras expresiones de la época, escondiendo sus raí­ces bajo estratos de milenios, sólo nos alcanzan la hoja de sus huesos calcinados y la flor de su arte en plenitud.

Además de nuestros explotados y miserables indios de hoy, biznietos penitentes de una grandeza inmemo­rial, existe un animal sagrado, supérstite de aquel tiem­po todavía invencible: la llama, compañera y amante del hombre, tal vez el más frugal de los rumiantes y el más exótico también, con su esbelto perfil de soledad y sus lánguidos ojos de mujer retraída.

Al analizar el Perú precolombino, el doctor Luis E. Valcárcel encuentra dos hechos “al parecer contradicto­rios: de un lado, una variedad y riqueza imponderables de forma y tipos, de bien marcados estilos y, de otro, una concepción del mundo, un ritmo en la técnica y el arte, un modo de ser en general que borra todas las di­ferencias morfológicas para sólo advertir el espíritu de una sola gran cultura”.

Según el doctor Luis Alberto Sánchez, “el hombre peruano trasluce, como un modo esencial, una compleji­dad de influencias. Sea o no de origen asiático el indio, su actitud lo asemeja más al oriental que al occidental, y su literatura contiene dos rasgos que, entre otros, Hegel y Spengler asignan a las culturas orientales: anoni­mato y colectivismo”.

En suma, del conjunto cultural prehispánico surgió una nación, la Inca, cuyo predominio sirvió de base pa­ra la constitución del Tahuantinsuyo, imperio en el cual jamás existió la esclavitud y donde “el gobernante —co­mo lo asegura el francés Baudin— en parte alguna del mundo se preocupó tanto y tan constantemente por el bienestar de sus súbditos”.

El Arte

Efectivamente, el arte del Perú antiguo fue colec­tivo, anónimo y ligado a otros valores independientes, en especial a los propios de una sociedad campesina.

Se caracterizó por su ausencia de todo sentido mer­cantil. La base económica de la actividad artística alcan­za la superestructura mágico-religiosa.

Modelando un torito de ¨Pucará
W. Schmidt sostiene que: “No hay duda que ha exis­tido entre los peruanos el totemismo legítimo. Los cono­cidos ayllus (comunidad indígena, base del sistema so­cial del Perú antiguo y célula sobreviviente dentro de la organización semifeudal del Perú contemporáneo. N. del A.) no son sino auténticos clanes de tótem; los miem­bros de un ayllu creían descender de un objeto natural (huaca), animal, árbol, laguna, cerro que veneraban y me­diante el cual todos los miembros del ayllu se conside­raban unidos por parentesco de sangre”. Esta raigambre totémica incidirá constantemente en las manifestaciones artísticas, ora se trate de una ornamentación arquitectó­nica, ora de un motivo cerámico, ora de una danza de máscaras.

Autorizados especialistas creen ver hasta en la geo­metría ornamental, de variada índole (triángulos, mean­dros, líneas quebradas, grecas, etc.), símbolos relaciona­dos con las nubes, la lluvia, el arco iris, el rayo, los ríos y con todo tema que nazca de la savia rural de su vida.

La paciencia en el acabado, la perfección del conjun­to y su originalidad vienen a ser otras peculiaridades de nuestro arte prehispánico. Ellas son derivado y conse­cuencia de un magistral proceso de artesanía que igno­raba, felizmente, el apremio de la demanda mercantilista.

La técnica de color, el minucioso conocimiento de los tonos complementarios, el secreto de la duración de los tintes, su brillo y su adecuación a la cerámica, a los tejidos y al ornato arquitectónico, han constituido y constituyen un imán plurisecular para el asombro del mundo.

La proteica alfarería peruana ha dejado numerosos ejemplares de huacos catalogados entre los más bellos de la tierra. Su escultura ha esculpido, en piedra gigan­te o en materia miniada, expresiones plásticas de perdu­rable memoria. Sus tejidos, maestría de telares próceres, muestran la urdimbre de una estética impar, a la vez que esconden el secreto de un indescifrado mensaje eso­térico. Su arquitectura, piedra sobre los siglos, siglos sobre la piedra, ha entregado a la humanidad Machu Picchu y Huayna Picchu, Sacsayhuamán y Ollantaytambo, y la pétrea y emocionante eternidad del Cusco.

Sin embargo, los indios de mi tierra, descendientes de la más justa organización social de la antigüedad, llo­ran ahora lágrimas de hambre y son como astillas vi­vientes de un inmenso tronco que dio sombra y que fue bello, pródigo y sano. Desposeídos y enfermos, sin pan ni abecedario, sin libertad y sin tierra, ignorando para qué les sirve hoy día el Padre Sol, caminan por el bor­de frío de los Andes, y parecieran recitar una secular y tristísima poesía quechua, cuyo lamento anónimo —en forzada traducción ——nos dice así:

Nací cual planta que en el desierto

brota sin savia y sin calor,

y en cuyo tallo, cadáver yerto,

brota ese germen que no da flor.

Pues fue mi estrella como ninguna,

porque ni en sombras la vi lucir.

Amargo llanto regó mi cuna,

sólo he nacido para sufrir.

Junto conmigo, mi triste historia

en el olvido terminará,

y ni mi nombre, ni mi memoria

nadie en el mundo recordará.

El Sol de los Incas viene sufriendo un largo eclipse. Pero, pronto volverá a renacer con moderno fulgor. Se­rá el Sol de la nueva vida peruana, en cuyo rostro vere­mos la bondad de una patria más alta.<>

 

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VALCÁRCEL, Gustavo
(Arequipa 1921-Li­ma 1990): poeta. H. de César A. Valcárcel y Mercedes Velasco Seminario, n. el 17-XII- 1921 y m. el 3-V-1990. Trasladado a Lima, inició sus estudios en el Col. Salesiano (1929-1938); y luego de ingresar a la Facul­tad de Ciencias de la U. M. de San Marcos (1939), pasó a la de Letras (1940); pero su activa militancia política lo llevó varias veces a prisión, y determinó varias inte­rrupciones en su vida universitaria. Luego fundó la revista Idea (1950), de corta dura­ción; desterrado a México (1951), se consagró allí al periodismo (principalmente en Novedades, El Nacional y El Popular); y al regresar (1957), alternó sus labores en la prensa revolucionaria (Perú Popular en 1958, Frente en 1962 y Unidad, vocero del Partido Comunista Peruano, en 1963) con la labor de editor. Luego fue corresponsal de la agencia de prensa soviética Nóvosti y director de su revista informativa Panora­ma Internacional (1969-1978). Publicó los poemarios Confín del tiempo y de la rosa (1948), colección de 28 sonetos laureados en los juegos florales universitarios de 1947 y con el Premio Nacional de Poesía corespondiente al mismo año; Poemas del destierro (1956); Cantos del amor terrestre (1957); Cinco poemas sin fin (1959); Cuba sí, yanquis no (1961); Pido la palabra (1965); Poesía extremista (1967) y Pentagrama de Chile antifascista (1975). Dos antologías de su obra poética: Sus mejores poemas (1960) y Poesía revolucionaria (1962); y la reunión de su Obra poética 1947-1987 (1988). Un drama: El amanecer latente (1960). Y ade­más: Apología de un hombre (1945); La pri­sión (1951), narración testimonial; La agonía del Perú (1952), crónicas; Artículos literarios (1960); Ensayos (1960); Reportaje al futuro (1963 y 1967), crónicas de un viaje a la Unión Soviética; Breve historia de la revolu­ción bolchevique (1967); y Perú. Mural de un pueblo (1965, y corr. 1988), que intenta una interpretación marxista de la historia pre­hispánica; y Canción de amor para la papa (1988).




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