LO INEXPLICABLE
César Hildebrandt
Tomando de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 577, 11MAR22
H |
uyendo de las bombas que el patriotismo apocalíptico de
Putin lanza sobre Ucrania, fugándome de los discursos tarados de los
congresistas peruanos y del tono bananero del presidente del Consejo de
Ministros, tomando distancia de la muerte, en suma, me dispuse a ver al Real
Madrid jugando con el equipo de París.
El PSG, como se sabe, tiene una billetera catarí y compra
al peso lo que desea lucir. Por eso allí juegan el mejor jugador del mundo, un
tal Mbappé, el más ilustre exmejor jugador del mundo, Messi, y el brasileño más
rutilante de los últimos años, el siempre accidentado Neymar. Lo que gana un
jugador suplente del PSG alcanzaría para cubrir la planilla entera de Alianza
Lima y con lo que le han ofrecido a Mbappé para renovar el contrato podría adquirirse
el equipo de Matute, el estadio del club y el distrito entero de La Victoria
(incluyendo al alcalde, que sería lo de menor valor).
Los madridistas habían perdido 1-0 en la ida y debían
remontar.
Nadie daba un centavo por ellos y ESPN, con sus charlatanes
demasiado argentinos a la cabeza, presentían al difunto y prometían ir al
entierro. Lo mismo pasaba en “El Comercio”, sucursal del barcelonismo rabioso,
y en la mitad de la prensa deportiva del mundo.
Ni siquiera este columnista, contaminado de madridismo
desde hace muchos años, tenía ilusión alguna. Al contrario, pensaba que iba a
ser una gran oportunidad para deshacemos de ese entrenador italiano que masca
chicle como texano y que de estratega no tiene nada. También pensaba: será un
buen momento para que el club empiece a pensar en el sustituto de Florentino
Pérez, el que dejó ir a Cristiano y no fue agradecido con Sergio Ramos.
De modo que cuando empezó el partido, el escepticismo me
volvió a comer la cabeza: el Real Madrid apretaba muy arriba pero su ataque era
una oleada de confusión previsible, con la pelota dada a domicilio. Y el fútbol
es, como se sabe, un arte que sólo llega a esa categoría cuando se juega al
futuro, cuando se sorprende, cuando el destino del balón es el vacío que el
adversario no cubrió, cuando lo que podría suceder sucede después de una
emboscada. El fútbol no es batalla napoleónica sino guerra de anticipaciones.
Son los profetas del instante los que triunfan en el césped. Los que pueden
imaginar qué sucederá cuando un defensor está en condición vulnerable y un compañero puede atravesar esa línea. A esa
intuición deberá sumarse otra y probablemente otra más y, si todo eso llegara a
ser gol, el mate burilado estará listo. Si el fútbol no es ballet, inteligencia
colectiva, sinergias mágicas, planes de generales más adictos a Sun Tzu que a
Eisenhower, entonces no es fútbol: son 22 tipos que sudan y escupen detrás de
una pelota. La liga peruana, digamos.
BENZEMA, en la cresta de la ola deportiva |
De modo que allí estaba yo viendo cómo, a partir de los quince minutos, el PSG se adueñaba de la cancha apoderándose del balón y dejando al Madrid del Bernabeu retratado en esa pesadumbre que a veces lo domina. Y faltaba Casemiro, esa máquina de robar pelotas y cambiar de frente.
Cuando Mbappé humilló a Courtois en el minuto 36 con
un balazo al palo del arquero, el 2-0 de la diferencia global hizo menos
posible todavía imaginar una remontada. Es más, el Madrid no merecía salir
triunfante de este episodio. Iba a ser el castigo perfecto para Pérez y el
hombre que masca chicle como si de un texano se tratara. ¡Que les den por donde
ya saben!
Pero entonces, vino el segundo tiempo y llegó lo
inexplicable. Lo que quiero decir es que llegó la historia. Había en el Madrid
el entusiasmo dopamínico de un apostador que todavía cree que puede recuperar
su pensión en un casino de Las Vegas. Se veía en los ademanes de Modric, en la
rabia de Benzemá, en las entradas de Rodrygo y Camavinga. Y empezaba a
escucharse en el estadio, ese viejo escenario que resume parte de la historia
mundial del fútbol.
Llegó la historia al galope, la memoria de los
grandes gestos, la camiseta de los trece títulos europeos, el pasado de Puskás
y Di Stefano, el recuerdo reciente de Raúl y Cristiano, el acatamiento a la
leyenda, la obligación de lo extraordinario, el deber de lo inesperado, el
compromiso con la resurrección, y después vino el fútbol.
Benzemá le extrajo al gran arquero del PSG un error
infantil y el empate estaba asegurado. Entonces, el PSG empezó a derrumbarse.
El equipo con los tres delanteros más caros y notables del planeta trastabillaba,
retrocedía, perdía la lucidez de su medio campo. El PSG era ahora un
desarbolado equipo de jeques petroleros. Madrid lo zarandeó como si del Kuwait
de 1990 se tratara. Fue así que llegaron los otros dos goles de Benzemá. El
primero, gracias al mariscal Modric, comandante de las fuerzas especiales croatas,
y el segundo, el más bello, gracias a otro error histérico de la defensa parisina.
En un programa de la televisión española hablaron
diversos comentaristas. Uno de ellos, manifiesto odiador del Madrid, llegó a
decir: “Llevo muchos años en el fútbol y lo de hoy no tiene explicación”. Y se
tomaba la cabeza, dolido y rencoroso. En ESPN estaban destrozados. Los vi, los
escuché y disfruté enormemente y sin culpa.
No hay nada que explicar. Si el fútbol fuera
vaticinable como una elección, no habría apuestas ni emociones.
Durante muchos años, Benzemá tuvo que ser el seguro
servidor de Cristiano Ronaldo. Hizo su papel con la humildad de un pied
noir y sufrió lo
mejor de su juventud deportiva asistiendo a la estrella del equipo. Hasta que
la magia lo alcanzó la tarde del miércoles. Lo más bello del fútbol es que
puede ser un evento paranormal con miles de testigos. Y es inútil intentar
explicar cómo es que la historia y el pasado pueden impregnar una camiseta,
alterar una atmósfera, corregir un destino y burlarse del sentido común. ▒▒
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