EL MANTO
Augusto Dreyer Costa
El
Manto era una pequeña finca a unos 5 km al Sur de Puno dedicada a la
agricultura y cría de ganado lanar y vacuno. El nombre de El Manto tenía
procedencia colonial y probablemente había sido puesto debido a su forma
rectangular y por estar ubicada en las laderas del cerro Cancharani a manera de
un gran manto extendido. Lo que más llamaba la atención cuando uno se acercaba
a El Manto eran los tres enormes qolles (kiswaras) de inflorescencias
perfumadas de color naranja-rojizo que dominaban el caserío de la finca. Esos
tres imponentes qolles centenarios habían sido mudos testigos de las dichas y
desdichas de las varias generaciones de personas que habían habitado en ese
bello lugar.
La finca El Manto había sido heredada por mi madre por el lado paterno de su
familia a principios del siglo XX. En ese momento mi madre era muy jóven y
aprendió a manejar la propiedad con ayuda de su madre. El Manto tenía una
extensión de 110 hectáreas y era una minúscula propiedad comparada con la
mayoría de las fincas y latifundios agrícolas y ganaderos de la región de Puno,
muchas con extensiones de miles de hectáreas, algunas con cientos de miles, que
funcionaban bajo un régimen de explotación prácticamente semifeudal.
El Manto de esa época contaba con una docena de animales vacunos entre los que
había un par de toros para el arado de las tierras cultivables, unas 220 ovejas
de raza merino, algunos burros para las tareas de carga y un par de caballos.
Habían tierras destinadas al cultivo de productos de la región, principalmente
papas y cebollas; zonas de pasto para alimentar al ganado llamados
“ahijaderos”; y los terrenos menos productivos que eran destinados para el
pastoreo del ganado lanar. La abundancia de agua así como las fértiles tierras
convertían a El Manto en una apreciada y valiosa finca, apta tanto para la
siembra como también para la cría de ganado. Las papas negras de El Manto eran
famosas en la ciudad de Puno.
El caserío de El Manto de forma rectangular, era bastante grande ya que
abarcaba cerca de una hectárea de terreno: albergaba la vivienda de los
propietarios, varios depósitos y galpones y algunas parcelas de cultivos de
flores y cebollas. Su gran tamaño se debía a que en en la época colonial había
sido un asiento minero que sirvió para explotar y procesar la plata que salía
de las vetas del cerro Laykakota. Justamente a unos 500 metros al norte del
caserío existía un socavón abandonado cuya entrada de piedra labrada mostraba
en la dovela central o clave un escudo heráldico español. El socavón penetraba
varios cientos de metros en la roca bifurcándose en túneles secundarios la
mayoría derrumbados por la acción erosiva del tiempo.
En los años 1960 en el caserío todavía quedaban muchos restos del asiento
minero colonial. Sólidas paredes y muretes construidos de piedra unida con
mortero de cal y arena. Destacaban los restos de un trapiche o molino
construido con piedras labradas y que en su época había servido para triturar
el mineral salida de la mina. Cerca del trapiche se encontraba un gran caldero
de hierro forjado semejante a un rudimentario submarino. En el caserío había
varias ruedas de molino de piedra que habían servido para triturar los
minerales en el trapiche y reusadas posteriormente como grandes y robustas
mesas de piedra. En una especie de gruta, se encontraban abandonadas gran
cantidad de piezas de hierro oxidadas de maquinarias, herramientas, ruedas,
utilizadas antiguamente para extracción y procesamiento de la plata. Habían
también pesadas botellas de hierro en donde se transportaba el valioso mercurio
o azogue en esos tiempos.
La etapa de amalgamación del metal extraído y triturado se realizaban en las
tres pozas que existían con ese fin en el caserío. Dos pozas redondas y una, la
más grande, de forma rectangular habían sido construidas por los mineros
españoles usando piedras labradas y mortero de cal y arena. En los años 60 el
caserío del El Manto era visitado por familias y jóvenes de la ciudad de Puno y
la poza rectangular era utilizada como piscina.
Durante el siglo XX hasta el año 1969 en que se decreta la Reforma Agraria en
el Perú, en El Manto vivían y trabajaban cuatro familias que en esa época se
denominaban “colonos”. En esa época era usual que campesinos indígenas que
habitaban y laboraran en una finca a cambio de disponer de algunas parcelas de
terreno para cultivo propio y de tener también un pequeño número de animales
para su uso personal. Los colonos de El Manto moraban en cuatro diferentes
sectores de la finca, cada familia en una casa de paredes de piedra y techos de
paja con corrales de piedra para guardar su ganado propio. Los colonos no
recibían sueldo o jornal alguno por su trabajo y subsistían con lo que
producían sus parcelas y los animales que poseían. Los colonos vivían en
estrechez económica, eran analfabetos y no había alternativa alguna para ellos
ya que no tenían otro lugar a donde ir. Recién en los años '50 se crearon
escuelas públicas rurales en el Departamento de Puno destinadas a los hijos de
los campesinos y colonos sin medios económicos. En esas escuelas podían aprender
a leer y escribir, instruirse y aprender algunas materias básicas para
desenvolverse en el Perú con aires de cambio de la mitad del siglo XX.
En esas épocas, era costumbre que los propietarios de tierras hicieran un
acuerdo verbal con los colonos para cultivar una parcela determinada bajo el
sistema denominado en esa época de “al partir”. Es decir el propietario ponía
la tierra y el colono ponía la semilla y las labores concernientes al labrado,
siembra, aporque y cosecha, para finalmente repartirse a medias el producto
salido de la tierra. Un sistema no muy justo para los campesinos indígenas pero
que aceptaban dado que por les generaba algo más de alimentos o de dinero, si
vendían el producto.
Las familias de colonos que vivían en El Manto eran las siguientes: La familia
Chambilla con Esteban Chambilla como jefe de ese grupo familiar quechua que
vivía en el sector Este de El Manto llamado Maquerancho. Ellos cuidaban
principalmente el ganado vacuno y se ocupaban del ordeño de las vacas y la
producción de leche. La familia Quispe Mamani era una familia mixta
quechua/aymara. Los aymara Mamani eran muy buenos horticultores y cultivaban
cebollas y también flores en la fértil tierra de El Manto. Tanto la familia
Ticona como la familia Condori estaban sobre todo encargados del pastoreo de
las ovejas.
Todos los miembros adultos de las familias trabajaban en la labores de
labranza, siembra y aporque de las tierras de El Manto. La cosecha era una
actividad en la que todos participaban incluidos los niños, ya que había una
paga especial a cada uno con el producto cosechado. La paga era de uno a dos
cuencos (chuas) de papas, un puñado de hojas de coca para hombres y mujeres
adultos y algo de alcohol de 45 grados para los hombres. Además que durante la
cosecha se hacía la tradicional huatia de papas (papa qhati) que se preparaba
en el lugar y que se comía a mediodía en un ambiente de alegría y camaradería.
En el horno hecho de pedazos de tierra calentado con leña por horas, se
introducían las papas, queso y, a veces, carne de cordero cuando la cosecha era
muy buena. Luego se destruía el horno y se esperaba hasta que las papas
estuvieran bien cocidas. La huatia se acompañaba con “chaco”, una especie de
arcilla alcalina muy buena para la digestión.
En El Manto también ocurrían desgracias, como la horrible muerte del joven hijo
de uno de los colonos. El muchacho llevaba un toro a pastar y para controlarlo
mejor amarró la soga del animal a su cintura, con la mala suerte que un grupo
de perros atacó al toro quien salió espantado arrastrando consigo al joven por
cientos de metros. Yo tenía aproximadamente 8 años y fue mi primer y traumático
encuentro con la presencia de la muerte de un ser humano al ver el lacerado y
destrozado cuerpo del pobre joven.
Al fallecimiento de mi madre en 1958, El Manto fue heredado por mi padre y sus
dos hijos menores (mi hermana de 11 años y yo de 9). Mi padre era un artista
alemán dedicado a la pintura y fotografía que no tenía idea de cómo conducir
una propiedad rural. Sus visitas a El Manto eran para gozar del paisaje, pintar
un poco, engreír a los perros, conversar con los colonos de todos los temas
menos los relacionados con los cultivos o los animales. Mi padre tenía una
especial relación con Esteban Chambilla , conocido por todos como Estico, con
el que se juntaba para fumar cigarrillos y charlar con franqueza. La producción
de la finca iba en caída libre pero a nadie le importaba mucho, todos estaban
contentos. Esta es una anécdota que mi padre contaba sobre una de sus
conversaciones con Estico: Patrón, dígame, ¿todos los alemanes son blancos como
usted? A lo que mi padre respondió, la gran mayoría si. Dígame entonces,
patrón, ¿quién trabaja en Alemania, quién hace las cosas?
Con el pasar de los años El Manto se fué reduciendo y fragmentando. El agua fue
confiscada y llevada a Puno para aplacar la insaciable sed de una ciudad que
crecía desmesuradamente. Con ello El Manto perdió su recurso más valioso. Sin
riego, los pastizales para los animales se secaron y las fértiles tierras se
volvieron estériles. Luego, en 1969, Velasco decretó la Reforma Agraria y la
finca perdió mucho de su tamaño original.
Posteriormente llegaron las expropiaciones y el avance imparable del crecimiento urbano de Puno. Así la antes linda propiedad fue reduciéndose a una mínima extensión hasta terminar desapareciendo en medio de urbanizaciones, invasiones y precarias lotizaciones. Lo único que queda hoy en día del El Manto de antaño son los tres majestuosos qolles, los tres sobrevivientes de tantas vicisitudes y transformaciones todavía están de pié en el parque de la urbanización de Las Torres de San Carlos. Y los tres longevos qolles siguen, y seguirán, siendo testigos de las dichas y las desdichas de las efímeras vidas de los seres humanos que viven ahora en un irreconocible El Manto.
Copenhagen, 12 de junio de
2024.
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