IMPERIO BRITÀNICO
César
Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE 9SEP22
M |
urió Isabel II, que se dio el gusto de ser la
irrelevancia majestuosa más importante del mundo durante casi 70 años (fue
coronada en junio de 1953).
Las monarquías, como se sabe, son la ficción
pintoresca de ciertas tribus poderosas. Cuando Luis XIV dijo que el estado era
él -se presume que soltó aquella frase el 13 de abril de 1655-, no mintió. El
estado era él y por eso, ciento treinta y cuatro años después, la monarquía se
desarmó como un monigote zarandeado por las gloriosas chusmas desdentadas.
Que los franceses, padres del progreso de la razón,
se hubiesen demorado tanto en enterrar coronas y duquesas, era un problema
francés. Que el presidencialismo gaullista tenga pretensiones monárquicas
-siendo Macron la versión tragicómica de ese delirio-, es también un asunto de
la Galia. En todo caso, la nostalgia del absolutismo está agazapada en cada
francés que se cree Vercingetórix (o sea, todos).
Se entiende por qué un pueblo salido de tales
penumbras ha pretendido siempre el pan de oro de las ceremonias y el prestigio
de leyendas tan groseras como la del rey Arturo, monarca inconvincente salido
de la imaginación patriótica y del fervor por la mentira.
En todo caso, los cuatrocientos años de romanización
forzada fueron simétricamente compensados con los cuatro siglos del vasto imperio
que el reino Unido creó, entre los siglos XVI al XX, para provecho de sus
intereses siempre omnívoros. Fue un empate heroico logrado a base de pólvora, convicción
y cementerios.
Mientras mataba a sus sucesivas mujeres, Enrique VIII
creó la Marina Real, decisiva para extender el british empire. Contra lo que
los ignorantes suponíamos, Francis Drake no fue un pirata sino el gran vicealmirante
de la Royal Navy que atacó y debilitó a la armada invencible española andada en
Cádiz en 1587.
En todo caso, excepción hecha del iluso y
sanguinariamente republicano Oliver Cromwell, la monarquía de los Tudor, los
Estuardo o los Windsor no hizo sino extender sus confines, sus protectorados
hipócritas, sus conquistas a fuego lento, sus campañas civilizatorias impuestas
con el lenguaje inapelable de la fusilería.
En India, Australia, Egipto, el 30 por dentó del territorio
africano, Catar, las islas Salomón, Canadá, Belice, Jamaica, Palestina, Hong
Kong, Tianjín y un etcétera que excitaría a Femando de Magallanes el Reino
Unido de británicos e irlandeses clavó su bandera y devoró voluntades y
riquezas. No tuvo siquiera la decencia de devolver Gibraltar, hurtada tras la
conmoción de una guerra civil española, o las Malvinas, que habían pertenecido
al imperio español y que fueron robadas abiertamente a los argentinos en 1833.
Ni Gibraltar ni las Malvinas significan nada para el Reino Unido, pero no hay
nada más exquisito para el orgullo decadente que el gusto de permanecer en
propiedad ajena.
Ha muerto Isabel II, una buena señora que era parte
del mobiliario de Buckingham y que tuvo que decirle que sí a todo el mundo,
incluyendo al Tony Blair que le servía el té a George Bush II. Le sucederá
Carlos III, que será lo mismo pero con nuevos bríos, mayores ínfulas y solapas
decoradas con banderitas que recuerdan las glorias idas. A Carlos I, como se
sabe, lo decapitó el feroz Cromwell en 1649. A este Carlos no le quitará la
cabeza nadie. La perdió hace tiempo a manos de Camila de Comualles. <:>
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