CÒMO NO TE VOY A VENDER
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 580, 1ABR22
Gastón Acurio le ha vendido sus restaurantes en el
Perú al Grupo Mercantil Santa Cruz, de Bolivia. La publicación del diario
“Gestión”, eco de reportes venidos del exterior, dice que la operación, cuyo
monto financiero no se ha revelado, se produjo a través de la venta de un
paquete mayoritario de acciones que le hizo al conglomerado cruceño la firma
Colony Capital, seudónimo ostentoso y posiblemente ultramarino del señor
Acurio. O sea que detrás del tacu tacu, la empanada y las masticaciones
telegénicas lo que se cocinaba era el despacho. Bolivia no tendrá mar, pero
ahora tiene a Acurio.
Acurio ha hecho lo que los hermanos Wong hicieron
con los supermercados que el papi les dejó después de muchos años de esfuerzo.
Uno de sus hijitos, como se sabe, ha dedicado parte de su herencia a vender
mugre mediática en un canal de aguas servidas.
Justo es decir que el cocinero que forjó la leyenda
de la gastronomía peruana construyó a solas su fortuna y tiene el derecho de
hacer con ese imperio lo que le dé la gana. Estas líneas no denuncian nada sino
que son más bien melancólicas y tienen hasta un toque de peruanidad herida.
Recordemos: un día llegó al poder un ciudadano binacional
que escondía un pasaporte japonés y puso el país a la venta. El Perú fue una subasta,
un club de martilleros y notarios, un gran mercado. Vinieron suizos, canadienses,
estadounidenses, chilenos murmurantes, chinos como cancha, franceses hasta el
regateo, españoles por contumacia. Y compraron todo a precio bobo, como si
viviéramos en el siglo XVII y de esclavos desdentados se tratara, como si no
fuéramos un país sino un campamento minero rematando lo que quedaba después de
un gran hueco vacío.
Nos quedamos sin nada, pero éramos felices porque ya
no teníamos deudas ni tampoco Estado y ahora sería la mano del mercado la que
nos guiaría hacia el paraíso donde Milton Friedman toma su lonche. Y como no
tuvimos Estado carecimos también de educación pública, asunto que se lo
dejamos a César Acuña, por lo bajo, y a la USIL y a la UPC, por todo lo alto.
Éramos felices escuchando a Boloña, a Joy Way, a M. Chávez hablar de las
bondades del new deal y alabar la prosperidad de los emprendedores. Que
todo fuera chino o afuerino, que el aire mismo tuviera un vaho forastero, era
de lo más emocionante: habíamos llegado a ser una impotencia mundial.
Y con el tiempo nos acostumbramos a apalear a los
que, de vez en cuando, proponían que el país tuviese una línea aérea nacional y
con bandera. ¿Nacional, con bandera? -preguntaban los discípulos de Chicago. Y
añadían a gritos: “¿No saben, pobres diablos, que la globalización ha borrado
fronteras y que, como dice Vargas Llosa, el nacionalismo es el mal mayor de la
historia?”. Entonces, todo el mundo callaba: no fuera a ser que regresara la
caballería de Velasco Alvarado y que volviera HierroPerú en vez de los severos
hijos de Teng Tsiao Ping. Además, qué dulce y qué fraterno se sentía atravesar
los aires en los aviones de Sebastián Piñera.
Por eso es que nadie se extrañó cuando en 1999 la
Coca-Cola compró la Inca Kola, ese brebaje amarillento con el que aprendimos a
ser niños y que había sido inventado por un judío genial que traía la materia
prima desde Inglaterra. No nos dolió nada. Éramos más internacionales que
nunca.
¿Nos perturbó el hecho de que los helados D’Onofrio fueran comprados, al peso, por la suiza “Nestlé”? ¡De ninguna manera! Al fin y al cabo, el D’Onofrio original había sido un migrante italiano que vendía sus productos en carreta por las calles de Lima. ¡Más cosmopolitismo no se puede pedir!
Las galletas Field de la vieja bodega de mi infancia
trajeron un día la marca gringa de Nabisco y, más tarde, la de Kraft Foods. No
hay duda: Claudia Llosa creó el personaje de Madeinusa desde la antropología
social. Hasta los cigarrillos “Inca”, esos petardos que se transfiguraban en un
humo azulino y vagamente infernal, tuvieron que ser comprados por la British
American Tobacco. ¿Y la ítalo-peruanísima Molitalia? ¡Chilena por 15 millones
de dólares!
Los que soñaron siempre con que el Perú no sea una
nación sino un bazar, un Frankenstein de identidades surtidas y cicatrices
siempre frescas, están felices. A ellos quizás no les guste que, a veces, la
gente se congregue en el Estadio Nacional y, bandera en mano o camiseta en
torso, grite el nombre del Perú y suscriba un afán colectivo y sueñe con una
meta compartida.
O quizá me equivoque. De repente a esos sí les gusta
la ceremonia del fútbol. Porque si todo queda allí, si el país son once en una
cancha y unas tribunas aclamándolos, la derecha puede estar tranquila. El resto
no se discute. ▒▒
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