sábado, 2 de abril de 2022

LA COYUNTURA PERUANA

 

CÒMO NO TE VOY A VENDER

César Hildebrandt

Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 580, 1ABR22

Gastón Acurio le ha vendido sus restaurantes en el Perú al Grupo Mercantil Santa Cruz, de Bolivia. La publicación del diario “Gestión”, eco de reportes venidos del exterior, dice que la operación, cuyo monto financiero no se ha revelado, se produjo a través de la venta de un paquete mayoritario de acciones que le hizo al conglome­rado cruceño la firma Colony Capital, seudónimo ostentoso y posiblemente ultramarino del señor Acurio. O sea que detrás del tacu tacu, la empanada y las masticaciones telegénicas lo que se cocinaba era el despacho. Bolivia no tendrá mar, pero ahora tiene a Acurio.

Dice el diario “Gestión”, citando al portal gastronómico “7 Caníbales”, que la millonaria operación se ha cerrado para fortalecer a “Acurio International”, fi­lial de “Acurio Res­taurantes”, que ha abierto dos restaurantes en La Flori­da (Malí Aventura) y uno en Nueva Jer­sey (Malí American Dream), los tres con la marca “Jarana”. “Acurio Restauran­tes”, precisa el diario “Gestión”, tiene 10 marcas y 59 restau­rantes en América, Europa y Asia y espera inaugurar otro local de “La Mar” en Dubái antes del fin de este año.

Acurio ha hecho lo que los hermanos Wong hicieron con los supermercados que el papi les dejó después de muchos años de esfuerzo. Uno de sus hijitos, como se sabe, ha dedicado parte de su herencia a vender mugre mediática en un canal de aguas servidas.

Justo es decir que el cocinero que forjó la leyenda de la gastronomía peruana construyó a solas su fortuna y tiene el derecho de hacer con ese imperio lo que le dé la gana. Estas líneas no denuncian nada sino que son más bien melancólicas y tienen hasta un toque de peruanidad herida.

Recordemos: un día llegó al poder un ciudadano bina­cional que escondía un pasaporte japonés y puso el país a la venta. El Perú fue una subasta, un club de martilleros y notarios, un gran mercado. Vinieron suizos, canadien­ses, estadounidenses, chilenos murmurantes, chinos como cancha, franceses hasta el regateo, españoles por contumacia. Y compraron todo a precio bobo, como si viviéramos en el siglo XVII y de esclavos desdentados se tratara, como si no fuéramos un país sino un campamento minero rematando lo que quedaba después de un gran hueco vacío.

Nos quedamos sin nada, pero éramos felices porque ya no teníamos deudas ni tampoco Estado y ahora sería la mano del mercado la que nos guiaría hacia el paraíso donde Milton Friedman toma su lonche. Y como no tuvimos Estado careci­mos también de educación pública, asunto que se lo dejamos a César Acuña, por lo bajo, y a la USIL y a la UPC, por todo lo alto. Éra­mos felices escuchando a Boloña, a Joy Way, a M. Chávez hablar de las bondades del new deal y alabar la prosperidad de los emprendedores. Que todo fuera chino o afuerino, que el aire mismo tuviera un vaho forastero, era de lo más emocio­nante: habíamos llegado a ser una impotencia mundial.

Y con el tiempo nos acostum­bramos a apalear a los que, de vez en cuando, proponían que el país tuviese una línea aérea nacional y con bandera. ¿Nacional, con bande­ra? -preguntaban los discípulos de Chicago. Y añadían a gritos: “¿No saben, pobres diablos, que la globalización ha borrado fronteras y que, como dice Vargas Llosa, el nacionalismo es el mal mayor de la historia?”. Entonces, todo el mundo callaba: no fuera a ser que regresara la caballería de Velasco Alvarado y que volviera HierroPerú en vez de los severos hijos de Teng Tsiao Ping. Además, qué dulce y qué fraterno se sentía atravesar los aires en los aviones de Sebastián Piñera.

Por eso es que nadie se extrañó cuando en 1999 la Coca-Cola compró la Inca Kola, ese brebaje amarillento con el que aprendi­mos a ser niños y que había sido inventado por un judío genial que traía la materia prima desde In­glaterra. No nos dolió nada. Éra­mos más inter­nacionales que nunca.

¿Nos pertur­bó el hecho de que los helados D’Onofrio fue­ran comprados, al peso, por la suiza “Nestlé”? ¡De ninguna manera! Al fin y al cabo, el D’Onofrio original había sido un migrante italiano que vendía sus productos en carreta por las calles de Lima. ¡Más cosmopolitismo no se puede pedir!

Las galletas Field de la vieja bodega de mi infancia trajeron un día la marca gringa de Nabisco y, más tarde, la de Kraft Foods. No hay duda: Claudia Llosa creó el personaje de Madeinusa desde la antropología social. Hasta los cigarrillos “Inca”, esos petardos que se transfiguraban en un humo azulino y vagamente infernal, tuvieron que ser comprados por la British American Tobacco. ¿Y la ítalo-peruanísima Molitalia? ¡Chilena por 15 millones de dólares!

Los que soñaron siempre con que el Perú no sea una nación sino un bazar, un Frankenstein de identidades surtidas y cicatrices siempre frescas, están felices. A ellos quizás no les guste que, a veces, la gente se congregue en el Estadio Nacional y, bandera en mano o camiseta en torso, grite el nombre del Perú y suscriba un afán colectivo y sueñe con una meta compartida.

O quizá me equivoque. De repente a esos sí les gusta la ceremonia del fútbol. Porque si todo queda allí, si el país son once en una cancha y unas tribunas aclamándolos, la derecha puede estar tranquila. El resto no se discute. ▒▒

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