COMO SI FUERA LA
GUERRA CIVIL
César
Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°
514, 6NOV20
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puede pasar en Estados Unidos. Hasta podría suceder que las elecciones fueran
limpias, los candidatos civilizados y los resultados respetados.
Pero
eso no es lo que va a suceder.
Donald
Trump ya se encargó de enlodarlo todo con sus previsibles acusaciones de fraude
y con la maquinaria abogadil que ha puesto en marcha para intentar parar el
conteo en los estados donde está perdiendo y hacerlo proseguir donde está
ganando.
Y
ya mencionó el puñal que guarda para el final: la Corte Suprema, donde los
jueces conservadores son sólida mayoría.
Cuando
escribo estas líneas Joe Biden necesita confirmar su triunfo en Arizona, donde
lleva una clara ventaja de 2,4% con el 86% del conteo, y en Nevada, donde al
90% del recuento conserva un 0,9% de superioridad. Con esos 17 votos
electorales (11 de Arizona y 6 de Nevada) llegará a los 270 votos electorales
requeridos. Trump, en cambio, está en serios problemas: aun si ganara en los
tres estados donde tiene ventaja en el conteo, llegaría a 265 votos
electorales. En efecto, si Trump triunfa en Carolina del Norte, Pensilvania y
Georgia sumaría 51 votos electorales, los que se añadirían a los 214 que tiene
en estos momentos. Las cifras son tercas: 214+51= 265.
Por eso es que Trump y el hampa de bufete que lo rodea quieren meter a la milicia judicial en el cómputo y repetir la faena que el republicanismo extremo logró hacer en La Florida el año 2000, cuando, con la complicidad de la Corte Suprema, le arrebató el triunfo a Gore y pusieron al limítrofe Bush junior en la cima del poder.
Biden
ha obtenido más de cuatro millones de votos populares que Trump, pero eso en
Estados Unidos poco importa. Ese país padece de una democracia deforme e
indirecta que inventaron los padres fundadores para evitar que las chusmas
nombraran derechamente al presidente. No es lo único disfuncional en el sistema
electoral de los Estados Unidos, como se sabe. Lo más malogrado del esquema es
que las campañas son, ahora más que nunca, un asunto de dinero, una gigantesca
inversión que hacen las grandes fortunas en candidaturas que garantizan sus
privilegios. Si Biden ha podido competir esta vez de igual a igual no es sólo
por el desgaste trumpista vinculado al Covid-19 sino porque un gran sector del
lobismo corporativo lo ha visto como un equivalente de Trump, aunque más
presentable.
Biden
no le ha hecho ascos a coquetear con sectores republicanos que parecen hartos
del estilo de Trump y eso ha comprometido su discurso centrista tornándolo, en
algunos temas, abiertamente conservador. Más allá de su pregonado retorno a los
Acuerdos de París la política de Biden en materia ambiental no se diferenciará
radicalmente de la impuesta por Trump. Se duda también de lo que al final hará
con la revisión de los impuestos que pagan los más ricos y se presume,
razonablemente, que Biden imitará el marco centro-derechista de Obama, esa gran
decepción.
Es
un drama que el partido republicano se haya escorado hasta naufragar en las
ciénagas del Tea Party. Es un problema que el respetable conservadorismo que
alguna vez abanderó Leo Strauss, entre otros, se haya convertido en esta
vulgaridad de eslóganes que en muchos casos grita Fox News. Es como si Walt
Disney y el peor Henry Ford se hubiesen apoderado del partido que Abraham
Lincoln condujo a la más ilustre posteridad. Es como si Hanna-Barbera
Productions tuviese a cargo la agenda de la Casa Blanca. Es, en suma, como si
Bart Simpson hubiese secuestrado a Ronald Reagan (que ya es decir bastante).
BIDEN, nuevo jerarca máximo
del imperio?
Es
trágico que el republicanismo estadounidense haya renegado de sus mejores
ancestros y tenga promiscuo comercio con el racismo, el supremacismo blanco, el
aislacionismo anacrónico. Los confederados resucitan, el general Lee vuelve y
Appomattox nunca existió: la guerra civil esperaba a un Trump que la avivara
tanto como lo hizo el demócrata Jefferson Davis, presidente de los esclavistas
del sur. Pero si es penoso que el republicanismo haya derivado en esto, es
también lamentable que los demócratas hayan temido ir unos pasos más hacia la
izquierda, como lo aconsejaba la experiencia de Bernie Sanders.
¿Qué
ha pasado? Hay dos maneras de entender los cambios. Una es aceptándolos y
adaptándose a ellos sin desfigurarse demasiado. La otra es darles un portazo en
la cara y atrincherarse en una vieja casa devenida santuario. Los Estados
Unidos que no aceptan el globalismo, la competencia china, la pérdida de una
hegemonía absoluta y la creciente multipolaridad creen haber encontrado en
Donald Trump el muro terco que los protegerá. Esas masas refugiadas en el
nacionalismo creen que pueden detener el tiempo y el deterioro. En su
desespero, están dispuestas a la violencia. Por eso han seguido votando por
Trump, que es el matón mundial que más puede hacer por ellas. Eso es lo que
creen. Y se equivocan. Trump no puede desmontar el reloj de la historia y el
futuro apunta a un mundo donde los Estados Unidos dejarán de ser, en muchos
aspectos, el único referente.
Vi
la jornada electoral estadounidense cambiando de canales cada minuto. Me di
cuenta de que las encuestas no habían registrado un voto oculto, rencoroso,
teflonero en favor de Trump. Las viejas dos Españas que tanto conozco se
repetían de una manera aún más enconada.
A las 2:21 de la madrugada se presentó Donald Trump en el ala este de la Casa Blanca. No podía creer lo que estaba viendo y oyendo. El presidente de los Estados Unidos lamentaba no haber podido festejar su triunfo, que daba por sentado cuando en ese momento tenía menos votos electorales que su rival, y pronunciaba hasta en tres ocasiones la palabra “fraude”. ¿Qué república tropical era esa? ¿Qué satrapía encarnaba este hombre ojeroso peinado con laca que
desacreditaba el proceso donde acababa de participar y en el que estaba perdiendo? ¿Qué chavismo adinerado y con misiles nucleares era este? ¿Qué clase de golpe de estado hipócrita estaba proponiendo el presidente de la primera potencia mundial mientras las cuentas no le salían tal como esperaba?Sentí
vergüenza ajena. Me dio pena que el país en el que Faulkner inventó aquella
mítica Yoknapatawpha surgida de los relatos de su abuelo, un hombre de tan
pocas luces diera a entender que esa, la que estaba detrás suyo, era también su
bandera y que su deber era seguir cuidándola, como si de cualquier Robert
Mugabe se tratara.
¿Qué
fue lo que dijeron los periodistas norteamericanos de Bolivia cuando el
reincidente Evo Morales fue reelegido? ¿No dijeron que esa era una vergüenza?
Bienvenidos
los Estados Unidos de América al Tercer Mundo. ■
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