martes, 21 de enero de 2025

HACIA EL ENCUENTRO DE VERDADES HISTÒRICAS PERUANAS

 FALACIAS PIZARRISTAS:

¿EL “AMOROSO” SIGLO XVI?

Nicanor Domínguez Faura

E

l sábado 18 de enero se cumplieron 490 años de la fundación de la ciudad de Lima por el conquistador Francisco Pizarro. Por desgracia, empezó el bombardeo ideológico de nuestra aguerrida derecha política, reclamando que este hecho histórico debe ser entendido y celebrado como uno de los primeros hitos en el “destino mestizo” de nuestro país. Para sustentar esta “ilusión retrospectiva”, los que podríamos llamar con generosidad “intelectuales conservadores peruanos”, se dedican a reciclar ideas y discursos hispanistas elaborados en las décadas de 1940 y 1950 en la España del dictador Francisco Franco. El punto central que esgrimen es que “fue una gran suerte” que la región andina sudamericana, donde se ubica geográficamente el Perú de hoy, haya sido incorporada de manera subordinada —mediante la invasión de los súbditos del reino de Castilla— al sistema mundial desarrollado por Europa desde el siglo XVI en adelante. Este sistema “Occidental y cristiano” se impuso por tres siglos en nuestro país, hasta la Independencia política obtenida como culminación de quince años de guerra (1809-1824).

Genocidio en Cajamarca
Nuestros conservadores-hispanistas insisten en una idea relativamente nueva, que tiene solo poco más de un siglo de existencia, aunque buscan hacernos creer que es “una realidad” tan antigua como la presencia de la hueste pizarrista en el imperio incaico, al que, como sabemos, llegaron como invasores a partir del año 1532. Esta idea nueva consiste en afirmar que tres siglos de dominación española en los Andes, y en el resto de Hispanoamérica, fueron una “experiencia armoniosa” y que esta armonía se expresa en la mal llamada “mezcla de razas”, ocurrida entre la población indígena dominada y los dominadores de origen europeo. Al producto humano de estas “mezclas” los españoles del siglo XVI empezaron a llamarlos “mestizos”, un término de la lengua castellana derivado del latín tardío (“mixticius” = combinado), que antes del descubrimiento de América se usaba en la península para referirse a las mezclas entre animales domésticos distintos (a los que técnicamente se les llama hoy “híbridos” y que son genéticamente infértiles).

Nuestros conservadores-hispanistas afirman que las interacciones entre estos grupos—mayoría dominada y minoría dominadora— fueron consensuales y que las relaciones sexuales entre individuos de ambos colectivos —usualmente hombres europeos y mujeres indígenas— fueron amorosas y mutuamente aceptadas. Uno se pregunta qué clase de seres humanos fueron estos “conquistadores amorosos” del siglo XVI, que aparentemente nunca tuvieron discrepancias con sus parejas (a menos que se asuma la sumisión absoluta y callada de las mujeres indígenas a la voluntad de sus dominadores). El primer intelectual peruano que propuso esta “interpretación idealizada” del siglo XVI fue José de la Riva-Agüero y Osma, en la década de 1910. Como en toda idealización del pasado, se tomaron algunos datos de sucesos efectivamente ocurridos en aquella época, pero se les dio una reinterpretación completamente nueva, para adaptarlos a las necesidades del presente desde el que se “estudiaba” (o utilizaba) ese pasado.

En el Perú de inicios del siglo XX, durante el casi cuarto de siglo de la llamada “República Aristocrática” (1895-1919), la economía exportadora de recursos naturales se desarrollaba y expandía con tecnología y capitales provenientes principalmente de los Estados Unidos. El país se recuperaba de la catástrofe de la Guerra del Pacifico (1879-1883) y del llamado “Segundo Militarismo” (1883-1895). Hasta ese entonces la Independencia de la Republica Peruana, lograda en Ayacucho en 1824, se había justificado ideológicamente como una lucha entre “patriotas peruanos” y “realistas españoles”, por lo que la herencia colonial hispana no era recordada en muy buenos términos por nuestras élites decimonónicas, lo que se intensificó al producirse la Guerra con España (1865-1866). Pero la derrota española en Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, por las fuerzas militares de los Estados Unidos, causó una “crisis de conciencia” en toda América Latina. Frente al temor del avance de la “civilización protestante anglosajona”, las elites conservadoras y católicas de Latinoamérica empezaron a recuperar y revalorar su pasado colonial hispano.

Cuando España ya no era siquiera una remota amenaza es que comenzó esta nostalgia intelectual hispanista en Hispanoamérica, de la que Riva-Agüero formó parte a inicios del siglo XX. El personaje del pasado colonial al que Riva-Agüero transformó en un “héroe del mestizaje peruano” fue el Inca Garcilaso de la Vega [n.1539-m.1616]. De él escribió en 1916 que había sido un: “gran historiador en cuya personalidad se fundieron amorosamente Incas y Conquistadores, que con soberbio ademán abrió las puertas de nuestra particular literatura y fue el precursor magnífico de nuestra verdadera nacionalidad” (1962, p.62). Nadie antes se había referido al Inca Garcilaso en esos términos. Pero después de Riva-Agüero, todos los que han escrito sobre él lo han hecho dentro de estos parámetros de un “discurso nacionalista”, de una “ideología del mestizaje” en que se acentúa la supuesta “armonía de las razas” surgida en la Época Colonial.

Que quede claro que esto no fue un “descubrimiento” de un hecho ocurrido en el siglo XVI que nadie había visto antes que Riva-Agüero. Más bien, se trata de una “invención” de Riva-Agüero, quien reinterpretó lo sucedido en el siglo XVI para satisfacer las necesidades de un “discurso nacionalista” en el siglo XX. Esta llamada a las “armonías raciales” se hacía especialmente necesaria en un país como el nuestro, que en aquella época tenía una mayoritaria población indígena y una minoritaria élite de origen europeo. Así lo muestran los datos de los censos de población de los que disponemos: 58% de población indígena (y 21% mestizos) en el año 1795 (sin incluir Puno); 63% (y 18% mestizos) en el año 1812 (incluyendo Puno); 57% (y 24% mestizos) en el año 1876; y, finalmente, 45% indígenas (y 52% blancos y mestizos, intencionalmente puestos en conjunto) en el censo del 9 de junio del año 1940.

El discurso oficial “mesticista” trató de ocultar las diferencias socio-étnicas y las desigualdades económicas de la población, promocionando la “ilusión retrospectiva” de que los peruanos estábamos “destinados” a un futuro armónico de unión e identidad mestizas. Los rezagos de este discurso a principios del siglo XXI todavía se expresaron en las campañas comerciales en torno a la llamada “gastronomía neo-andina” (“Mixtura”). Sin embargo, esta propaganda no ha podido ocultar el notorio racismo anti-indígena, en un contexto de negación de los propios orígenes étnicos de nuestros flamantes “mestizos” de Lima y provincias, evidenciado en las campañas políticas por la presidencia, especialmente en el 2001 (Alejandro Toledo) y en el 2021 (Pedro Castillo).

Volviendo al aniversario de Lima y a la glorificación de Pizarro, se afirma --con el aplomo que suele proporcionar la ignorancia de lo que solo se conoce superficialmente--, que el susodicho conquistador se casó con una hija del emperador inca Huayna Cápac --una princesa hermana de Huáscar y Atahualpa--, con la que tuvo una hija, a la que proponen considerar como “la primera mestiza”. Como nuestros conservadores-hispanistas son usualmente también católicos militantes y patrocinadores de los valores de la familia cristiana, para reafirmar la “ideología del mestizaje armonioso” que tercamente promueven, no reparan en las inexactitudes --cuantas sean necesarias-- para insistir en la idealización del pasado con el que sueñan.

Uniones por simple interés patrimonial
Francisco Pizarro nunca se casó, ni en el Perú, ni antes en Panamá, ni en su natal Extremadura. A partir de 1532 tuvo a dos princesas incas como concubinas, doña Inés Huaylas (hija de Huayna Cápac) y doña Angelina Yupanqui (vinculada a Atahualpa). Convivió por varios años con ambas dos y al mismo tiempo. El cronista Pedro Cieza de León --quien estuvo en el Perú entre 1547 y 1550, y recogió información directa de conquistadores que habían participado en las expediciones de exploración y conquista con Pizarro y Almagro desde 1528--, escribió sobre lo ocurrido en Cajamarca después de la ejecución de Atahualpa (26 de julio de 1533): “Esto pasado, Piçarro e los prençipales que con él estavan, en lugar de faboreçer [a] aquellas señoras del linaje real de los Yngas, hijas de Guaynacapa, prinçipe que fue tan potente e famoso e casarse con ellas para con tal ayuntamiento ganar la graçia de los naturales, tomávanlas por mançebas, començando la desorden del mismo governador.  Y así se fueron teniendo en poco estas jentes en tanto grado que oy día los tenemos en tan poco como veys los que estáys acá” (Tercera Parte, cap. LV; ed. 1987, p.171).

A su concubina doña Inés hizo que se casase en 1537 con Francisco de Ampuero (con quien vivió en Lima y de quien tuvo tres hijos mestizos más), y su concubina doña Angelina fue casada en 1544, después de la muerte de Pizarro, con el intérprete y cronista Juan de Betanzos (con quien vivió en el Cuzco y de quien tuvo una hija mestiza). Con cada una de estas dos princesas incas Pizarro había tenido dos hijos. Estos cuatro hijos mestizos, nacidos fuera de matrimonio, fueron legitimados después de enviar una petición especial a la Corona española en 1540.

Tras el asesinato de Pizarro en 1541, sus dos hermanos, Gonzalo y Hernando, expresaron en distintos momentos interés en casarse con la hija mayor del occiso, su sobrina carnal, la adolescente doña Francisca Pizarro [n.1534]. El interés era, en realidad, para que las riquezas que ella heredaba de su padre no salieran del control de la familia. Finalmente, residiendo ya en España, Hernando y Francisca se casaron en 1552 y tuvieron cinco hijos. Este matrimonio, que entonces como ahora era considerado un incesto por el cercano grado de parentesco entre tío y sobrina --pero que era usualmente tolerado en el caso de familias nobles--, se logró con una dispensa otorgada por la Iglesia, en una sociedad con valores aristocráticos en la que las personas, por ley, no eran consideradas iguales entre sí y los nobles tenían privilegios legales especiales.

Probablemente los militantes de los grupos religiosos que apoyan la “ideología del mestizaje armonioso”, así como nuestros “intelectuales conservadores peruanos”, no tienen la menor idea de estos importantes detalles históricos, que invalidan de raíz sus sueños de un pasado glorioso y de un futuro tan retrógrado como son reaccionarias las idealizaciones que aquí criticamos.

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Referencias:

José de la Riva-Agüero y Osma [n.1885-m.1944], ‘Estudios de Literatura Peruana’ (Lima: Instituto Riva-Agüero, 1962), Obras completas, tomo II.

https://repositorio.pucp.edu.pe/items/3029daec-c8ff-4b23-aa65-67bbec5a4a0e

Antonio Cornejo Polar [n.1936-m.1997], “El discurso de la armonía imposible (El Inca Garcilaso de la Vega: discurso y recepción social)”, ‘Revista de Crítica Literaria Latinoamericana’, año 19, no. 38, 1993, pp.73-80.

https://www.cervantesvirtual.com/obra/el-discurso-de-la-armonia-imposible-el-inca-garcilaso-de-la-vega-discurso-y-recepcion-social/

Pedro Cieza de León [n.ca.1518-m.1554], ‘Crónica del Perú: Tercera parte’; edición de Francesca Cantú (2da. ed. Lima: PUCP, Academia Nacional de la Historia, 1987).

https://repositorio.pucp.edu.pe/items/af957f5b-5d1b-4c6d-bc49-c11628f09e14

María Rostworowski de Diez Canseco [n.1915-m.2016], ‘Doña Francisca Pizarro: Una ilustre mestiza, 1534-1598’ (2da. ed. Lima: IEP, 1994).

https://archive.org/details/dona-francisca-pizarro-una-ilustre-mestiza-1534-1598

PARA LA HISTORIA DE LAS LUCHAS INDIGENAS EN PUNO

 LOS MENSAJEROS

Christian Reynoso

E

ntre 1901 y 1902, un grupo de pobladores aimaras de las zonas de Juli, Pomata, Pisacoma, Ilave y Ácora, viajaron a la ciudad de Lima desde el altiplano peruano para llevar y presentar en Palacio de Gobierno diversos memoriales en los que narraban los terribles abusos de los que eran objeto ellos y sus comunidades por parte de las autoridades locales, la iglesia, los jueces y los ganaderos. Desde entonces, se les conoció como los mensajeros. Fue la única forma que encontraron para que les prestaran atención, con la esperanza de que se tomaran acciones que cambiaran la situación que vivían.

La respuesta del gobierno, presidido por Eduardo López de Romaña, fue crear una comisión que viajara a Puno y recorriera la zona sur para verificar los hechos. La comisión estuvo presidida por Alejandrino Maguiña, razón por la cual se le conoce como la Comisión Maguiña. A su vuelta a Lima, Maguiña redactó un Informe en el que confirmó la situación e hizo algunas recomendaciones de tipo legal en favor de los pobladores aimaras abusados. Algunos de los decretos que se publicaron luego no necesariamente cambiaron la realidad ni desterraron los abusos.

El libro de próxima aparición titulado “Mensajeros. Aimaras y quechuas por la libertad. 1902” (2025), del abogado y periodista Jaime Ardiles Franco (Puno, 1942), cuenta y analiza estos hechos que forman parte de la historia puneña de comienzos del siglo XX. El libro, además, presenta los diversos memoriales y el Informe Maguiña transcritos como en su forma mecanógrafa original. Presenta también un conjunto de leyes y decretos que se emitieron en la época. Ardiles Franco rescata así este importante material que ayuda a comprender los procesos históricos peruanos. La lectura de los memoriales es especialmente dramática a la vez que reveladora.

Así como hace más de ciento veinte años los pobladores del Perú profundo tenían que realizar extensas y duras jornadas de viaje para ser escuchados por el gobierno, hoy, parece que sigue ocurriendo lo mismo, no obstante, las tecnologías y los medios de comunicación y transporte. La indiferencia de los gobiernos de turno y en especial del actual ante los problemas que sufren los ciudadanos del país es latente. No hay ningún tipo de diálogo, no hay voluntad política, no hay una mirada horizontal, no hay políticas ni planes concretos, solo hay corrupción, impunidad, censura, improvisación y distanciamiento. Los mensajeros y sus memoriales no están tan lejos como pareciera, aunque más cerca parece estar “el camino de la resignación y del silencio”, como escriben. <:>

domingo, 19 de enero de 2025

OPINION: EN TORNO A LA FORMACIÒN DE LA NACION AIMARA

 EL ORIGEN DE

LA CULTURA AYMARA

Crónica: Víctor Hugo Mendoza Pérez

A

 raíz de los últimos acontecimientos sociales registrados hace dos años en Perú, mucho se dijo de los pobladores aymaras de sur. Para entender su origen, cultura e idioma a continuación les ofrezco un resumen de su historia.

Esta cultura se desarrolló al sur del lago Titicaca tras la extinción de la cultura Tiahuanaco. Era un señorío o reino denominado Lupaca, cuya capital fue Chucuito; tuvo una vigencia entre los años 1100 y 1480 antes de Cristo, hasta que fueron conquistados por los Incas tras un sometimiento voluntario, formando alianza con ellos para vencer a los Kollas (sus enemigos acérrimos), cultura situada al norte del Altiplano.

Herederos de quienes dominaron la meseta collavina
La historia acerca del origen de la cultura Lupaca (ahora conocido como aymara) es bastante compleja y la más certera es la teoría de Max Uhle y Carlos Ponce Sanginés, en el sentido que nació como una sociedad local originaria de la cultura Tiahuanaco.

Tras de la caída de la cultura Tiahuanaco, su territorio se fragmentó en 12 señoríos locales, cuyas sociedades se ubicaron en el Altiplano andino, parte de Cusco y Bolivia. Estos son: Canchis (Cusco), Canas (Cusco), Kollas (Puno), Lupacas (Puno), Pacajes (La Paz), Carangas (Oruro), Soras (Oruro), Quillacas (Potosí), Cara-Caras (Potosí), Charcas (Chuquisaca), Chuis (Sucre) y Callahuaya (La Paz). Todos desaparecen con la conquista militar de los incas, siendo asimilados con el nombre de Collasuyo.

Durante la época prehispánica estos pueblos no eran conocidos como aymaras, sino que se distinguían por el nombre de sus propias sociedades. Fueron los cronistas españoles los primeros en denominar aymaras a todas estas sociedades, pero no se produjo de manera inmediata pues existen crónicas en las que claramente se hizo la distinción entre los grupos étnicos.

Los antecesores de los actuales aymaras nunca supieron que se llamaban así. Los incas los conocieron como Kollas, hasta que en 1559 el cronista español Juan Polo de Ondegardo y Zárate los denominó aymaras, a partir de la información lingüística obtenida en el Collao de una pequeña colonia de mitimaes quechuas.

 En estas 12 estas sociedades primaron la dualidad como forma de gobierno, es decir en cada sociedad existían dos líderes. Juan Van Kessel nos ejemplifica la dualidad de la organización social aymara expresada en una doble bipartición: "Cada comunidad se divide en dos Sayas o mitades que a su vez están divididas en ayllus de pastores y agricultores.

Producto de la herencia de la cultura Tiahuanaco en materia arqueológica, al parecer la mayoría de estos reinos sepultaban a sus líderes en un mausoleo en forma de torre que actualmente recibe el nombre de chullpas; el diseño de estas torres era distinto en cada una de las sociedades. A estos pueblos se les ha atribuido una única identidad con el nombre de qollasuyu (conocido también como Collasuyo) y que pasó a formar parte del Tahuantinsuyo.

AYMARAS Y KOLLAS ERAN ENEMIGOS

Los escritos etnográficos describieron constantes disputas entre estos pueblos debido a tierras de pastoreo, esto a causa de que la mayor actividad económica fue la cría de camélidos americanos. Por ejemplo, el juliaqueño Dr. Hugo Apaza Quispe en su libro “Temas Históricos de Juliaca” relata que hubo combates encarnizados entre los Lupacas y Kollas, cuya capital de estos últimos era Hatun Kolla. Cronistas relatan que el curaca del reino Lupaca hizo alianza con Pachacútec para derrotar a los Kollas, que habitaban en la parte norte del Altiplano.

En recompensa a esta alianza y entrega pacífica los conquistadores incas respetaron a los Lupacas sus costumbres religiosas, sociales y su lengua el AYMARA. Por eso se entiende que los incas, que extendieron sus dominios hasta Charcas en Argentina y Maule en Chile, no les impusieron el quechua. En la actualidad son cerca de 2 millones de personas de la región Puno (Perú), parte de Bolivia, norte de Argentina y Chile que hablan este idioma.

Los Kollas con su cacique Cuchi Cápac cayeron derrotados ante el numeroso ejército de los incas tras 10 años de tenaz resistencia. Luego, a los tres años del yugo del Tahuantinsuyo, volvieron a rebelarse, asiendo aplacados y muertos los líderes y guerreros, entre ellos Huayna Roque.

ORIGEN DEL IDIOMA AYMARA

Los primeros habitantes del reino Lupaca no hablaban aymara. Existe teorías que esta lengua proviene de los andes centrales de lo que ahora es Lima, extendiéndose al sur como lengua franca y fue adoptada como lengua materna por los pueblos de la cultura Wari y su ingreso se habría producido de manera violenta y grupos humanos se repartieron en territorio altiplánico bajo la forma de diversos señoríos o reinos; algunos mencionados por Bertonio figuran: los Lupacas, Pacajes, Carancas, Quillaguas, Charcas y otros más.

El historiador Alfredo Torero mencionó que se hablaba una forma temprana de aymara en sitios costeños como Nasca y Paracas y que desde ahí hubo expansión al norte a la región de Yauyos (Lima) y al sur de la región de Ayacucho (cultura Wari). Torero menciona que los waris fueron promotores de la gran expansión del aymara como lengua franca hacia el norte y sur.

Uno de los registros más tempranos que se conocen de la lengua aymara es el extenso “Vocabulario de la lengua aymaraescrito por el jesuita Ludovico Bertonio,  mientras se encontraba como misionero en Juli (Chucuito, Puno),  y publicado en 1612 en el centro misional de Juli, a orillas del lago Titicaca. Escrito para facilitar el trabajo de los misioneros católicos de la zona, el Vocabulario de Bertonio registró miles de palabras aymaras, cuya recopilación y traducción al español implicó un notable esfuerzo de comprensión cultural, poco frecuente en el período colonial.


Ellen Ross es la primera lingüista moderna que realiza un estudio a fondo en 1963. No obstante, los trabajos más importantes fueron realizados por Juan de Dios Yapita y la Escuela de Florida en la década de 1960 con Marta J. Hardman a la cabeza, que participaron en la preparación del material para la enseñanza de la lengua aymara en la Universidad de Florida (EE.UU).

Existe un Instituto de la Lengua y la Cultura Aymara (ILCA) en La Paz, fundado en 1972 por Juan de Dios Yapita (lingüista boliviano) diseñador de un importante alfabeto aymara.

Se habla aymara en siete de las 13 provincias de Puno (una parte de la ciudad capital), así como en Huancané, Moho, Chucuito, El Collao y Yunguyo. Asimismo, en ciudades andinas de Moquegua y Tacna. También en norte de Chile y Argentina, una parte del territorio boliviano. Pero la población aimara actual, descendiente de estas poblaciones precolombinas, se calcula en dos millones de personas.  De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda de 2007, el grupo humano del Perú cuya lengua materna es el aymara es de 443,248 personas, lo que constituye el 1.7% de la población nacional. Esta cifra debe ser más a 2023, teniendo en cuenta el registro poblacional data de hace 16 años.

En Perú, junto con el quechua, es una lengua aborigen oficial en sus dos variantes: el aymara sureño o collavino y el aymara central. En Bolivia desde 1977 es lengua oficial junto con el español. La legislación chilena no confiere nada similar a la oficialidad para esta lengua, si bien la Ley Indígena N.º 19.253 de 1993 articula algunas disposiciones encuadradas bajo la lógica del «Respeto y Protección de las culturas indígenas»

En Argentina fue una de las tres lenguas en que se redactó la Declaración de independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata (actual Argentina) en 1816, junto con el quechua y el español. La versión en aymara se atribuye a Vicente Pazos Kanki (1779-1852). <:>

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Fuentes:  -        Apaza Quispe, Hugo (2019) “Temas históricos de Juliaca”  /     Ministerio de Cultura de Perú, Base de datos de pueblos indígenas u originarios.  /   Rostworwski, María (1988) “Historia del Tiahuantinsuyu”   /   Silva Sifuentes, Jorge (2000). “Historia del Perú”  /          Santillana Julián (2000). «Estados panandinos: Wari y Tiwanaku»  /    Wikipedia.

sábado, 18 de enero de 2025

ACERCA DE LA FUNDACION DE LIMA

“¡OH, LIMA DE ENCANTO Y PRIMOR!”: 

SUCEDIÓ UN 18 DE ENERO DE 1535

Por Jorge Rendón Vásquez

T

ras arramblar con el oro del santuario de Pachacamac y dejarlo a buen recaudo, Francisco Pizarro enfiló hacia el norte por el tramo del Cápac Ñan (Camino Principal), que corresponde ahora a la carretera a Atocongo, continuada por la avenida Marsano, la Vía Expresa y el jirón Carabaya. Lo seguían unos ochenta mercenarios españoles y varios miles de indios auxiliares.

Mientras avanzaban entre chacras bien cultivadas y regadas por un nutrido sistema de acequias, los indios yungas los contemplaban pasar, asombrados y sin hostilidad. Era la primera vez que veían a esos seres vestidos de metal, con oscuros pelos en la cara y montados en unas bestias enormes, que a muchos les parecían que tenían dos cabezas.

TAULICHUSCO, El viejo
Al llegar a la orilla del río, junto a un espacio informe que parecía una plaza, Francisco Pizarro dio la orden de detenerse. Miró hacia los lados. En la otra banda del río, se erguía una cadena de cerros, y, en la que estaba, corría una acequia de buen caudal, a un centenar de varas. El poblado se componía de un grupo de casas distribuidas entre huertos de frutales, sin concierto, y el valle era ancho y casi plano. Calculó que la distancia hasta el mar sería de unas tres leguas, conveniente para una evacuación de prisa. A Francisco Pizarro le encantó el lugar, y tomó la decisión de establecer en él la capital de su gobernación.

Desmontaron. Él se aposentó en la casa de adobes del curaca Taulichusco, a quien expulsó sin miramientos. Estaba frente a la plaza y su huerta posterior daba al río. Los demás expedicionarios se posesionaron de las otras casas. Pizarro les advirtió que se abstuvieran de fornicar con las indias, salvo si ellas lo consentían, puesto que necesitaba el apoyo de sus maridos, padres y hermanos. La historia no registra si le hicieron caso.

Tres días después, el 18 de enero de 1535, en esa plaza fundó la ciudad a la que llamó de Los Reyes, en homenaje a los tres reyes magos. Lo rodeaban sus mercenarios, dos clérigos, los indios auxiliares y los nativos, que no entendían lo que allí se decía e ignorantes de lo que estaba sucediendo. Un escribano redactó el acta de fundación. Era una época de papeleo en España y todos los actos públicos y privados de importancia tenían que ser registrados por un funcionario como ese.

A este poblado, que existía desde muchos siglos antes, sus habitantes le llamaban Rímac, como el río de al lado, palabra que quería decir hablador. De ella derivó el nombre posterior de esta ciudad: Lima, cuyo significado nunca dejaron de honrar con su parloteo sus pobladores más castizos.

La prueba de fuego para la flamante capital de los conquistadores del Perú, vino en agosto del año siguiente, cuando las tropas de Manco Inca amanecieron en la orilla derecha del río y encaramadas en el cerro que se denominó San Cristóbal. Eran miles de guerreros, en su mayoría cusqueños, que insultaban y amenazaban a grandes voces a los españoles, dando curso a su primitiva guerra psicológica. Temiendo lo peor, Francisco Pizarro ordenó a sus mercenarios esconderse y mandó llamar a Taulichusco. Cuando lo tuvo delante lo conminó a defenderlo. El curaca le hizo notar que no necesitaba presionarlo, porque él y sus jefes estaban dispuestos a luchar por quienes consideraban los salvadores extranjeros de la dominación del Tahuantinsuyo.

Tras una inocua escaramuza de hondazos desde una orilla y de arcabuzazos desde la otra, la batalla comenzó diez días después, cuando los guerreros de Manco Inca cruzaron el río, comandados por Titu Yupanqui, quien se hacía llevar en un anda. Encontraron al pueblo desierto y, confiados en sus armas de palo y piedra y en su número, avanzaron. De pronto, frente a ellos, apareció la caballería de los invasores al galope. El choque fue formidable. Las espadas y las lanzas de los jinetes despedazaron a las primeras líneas de guerreros indios. Éstos retrocedieron, pero, entonces, otro escuadrón de caballería cargó por su retaguardia. Completó la masacre el ingreso por los flancos de los indios auxiliares, cañaris y yungas, que se batieron por los españoles con un extraño odio y fanatismo. Dándose cuenta del desastre, Titu Yupanqui ordenó la retirada, pero no tuvo tiempo de comandarla, porque un jinete se lanzó hacia su anda y lo atravesó con su lanza. La muerte de su jefe desalentó a los guerreros indios quienes se desbandaron y, como pudieron, cruzaron el río. El ataque de Manco Inca había fracasado y la Lima de Francisco Pizarro se había salvado.

Quienes no se salvaron de ser esclavizados por los españoles fueron sus aliados indios, a quienes Francisco Pizarro repartió entre aquéllos con sus tierras, de todo lo cual los escribanos labraron minuciosas actas.

Huaca Pucllana y gente de esos tiempos

Cinco siglos después, Lima no puede librarse aún de su marca de fábrica. Sigue siendo la capital de los conquistadores, la ciudad de los virreyes y la audiencia, redivivos en los moradores de sus casonas, casas y departamentos, descendientes de sus primeros ocupantes hispánicos, altaneros y racistas. Pero es también, en buena parte, la ciudad de los descendientes de los taulichuscos, yungas, tahuantinsuyanos y esclavos negros, que se apiñan en las barriadas populares y, muchos, en las elecciones votan a favor de aquéllos.

Recuerdo, entonces, los versos de una polca criolla de dos provincianos que la adoraban, de cuyo nombre no quiero acordarme, descendientes probablemente de conquistadores o de indios auxiliares: “¡Oh, Lima de encanto y primor, /balcón florido asomado al mar. /Ciudad con ritmo de pasión /y gracia de tapada colonial.”

¡Qué alienación!

Haría falta que algún psicólogo destape la fosa de aquel pasado de violencia, crueldad y expoliación sin límites, deje disiparse los efluvios deletéreos y exorcice a los espectros de los lejanos personajes que fundaron Lima y siguen entreverados y mandando en el inconsciente colectivo de una gran parte de las mayorías populares. <:>

(Comentos, 14/1/2012) 

viernes, 17 de enero de 2025

HILDEBRANDT COMENTA SOBRE DINA BOLUARTE

 DELINCUENTES

César Hildebrandt

En HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 716, 17ENE25

L

a derecha peruana no se anda con medias tin­tas, maldice a los dubitativos, reniega de quie­nes se dejan tentar por alguna incertidumbre. Por eso prefiere a los delincuentes. No hay nada mejor que un canalla para crear, a patadas, el imperio de la ley (del más fuerte).

Por eso es que la dere­cha de esta comarca sigue enamorada de Alberto Fujimori y de su estela. Por eso respalda a Dina Boluarte. Por eso mismo rinde tributos a la memo­ria de Alan García.

A la derecha le inco­modan los modales de­mocráticos, las decencias inútiles, las reglas iguales para todos. Opta siempre por la concentración de los poderes, la firmeza a la hora de reprimir el descontento, la sangre fría cuando de abolir derechos se trata. La derecha ama los atajos y odia las formalidades cuando de prevalecer se trata.

Ahora, la derecha y su prensa -la virtual unanimidad de televisiones y papel colgado- han encontrado en Dina Boluarte a la mujer perfecta.

Porque Boluarte es el sueño equívocamente lombrosiano del ser criminal. No hay en ella un solo rasgo de pulcritud y buenas maneras. La señora huye del recato como si de un leproso se tratara.

¿Quiere que le presente a alguien que traicionó al presiden­te que la llevó en su lista? Pues aquí está. ¿Quiere conocer a alguien que hizo de su hermano el operador de una maniobra para crear un partido con fondos públicos y reclutadores sa­lidos del presupuesto? Pues ya sabe quién es. ¿Aspira a darle la mano a quien destroza a la mejor división de la policía por venganza, retuerce las estadísticas para poder mentir con respaldo oficial y se alía con el hampa del Congreso para evitar la vacancia? Mírela bien.

Cada día la señora se parece más a los Fujimori, a Pepe Luna, a César Acuña, a la pandilla extrema que ha hecho del Congreso el antro que es hoy.

Sin palabras
Cuando la justicia prevalezca y nos libremos de esta gen­tuza habrá que recordar al detalle quién fue Dina Boluarte.

Dina Boluarte ha sido un eslabón importante en la cadena de sucesos que, desde comienzos de los 90, nos pudrió como país y normalizó lo peor de nuestra identidad.

Con ella volvieron Rodríguez Medrano al poder judicial, Blanca Nélida Colán a la fiscalía, Acosta Sánchez al Tribunal Constitucional. Para no hablar del payaso que tiene el alias de “defensor del pueblo”.

Gracias a Boluarte una coali­ción derrotada en las urnas ha cambiado las leyes en favor del crimen y ha reorganizado el país como un sistema mafioso dirigido a producir benevolencia para el delito y crear dificultades a jueces y fiscales honestos (que son cada día menos)

La reducidora que escondió las joyas regaladas por un gobernador corrupto protege ahora a un ministro que se niega a entregar las claves y el chip de su celular cargado de basura comprometedora. La señora que se alió con lo más lumpen de la política invade los fueros del Tribunal Constitucional -hace rato infectado por Fuerza Popu­lar- y se lanza con un discurso en el que justifica los asesinatos, ordenados por ella, de diciembre de 2022 y enero de 2023. Y, por supuesto, miente como respira: habla de aeropuertos tomados, turbas dementes con vocación de matar, de comunis­tas que conspiraban contra “el orden establecido”. Y miente en el recinto del TC, donde tiene demandas pendientes con las que pretende salir impune.

No, señora: los muertos que vos matasteis (no todos, por­que murieron observadores, viandantes y hasta alguien que auxiliaba a heridos) lo que que­rían es que usted no hediera en Palacio. Y tenían razón: Palacio hiede.

La señora Boluarte está acusada de obstrucción a la justicia, encubrimiento personal, cohecho pasivo impropio, homicidio calificado, pertenencia a una organización criminal y conspiración para encubrir la fuga de Vladimir Cerrón.

Esta es la delincuente que nos habla, con cada vez más insolencia, de todo lo que le debe la patria a su gobierno.

Y mientras tanto, en las calles, la gente camina con miedo, se sube a los buses sabiendo que puede encontrarse con una bala perdida, que un celular puede costarle la vida. Hienas criollas y escoria importada han creado la industria más próspera: la de la extorsión a plomo limpio. Este es un país dominado por el crimen y gobernado por una firme candidata a pasar algunos años en la cárcel. Suena de lo más coherente. Que la banda toque una marcha. <:>

jueves, 16 de enero de 2025

LITERATURA PUNEÑA. RELATOS VIVENCIALES

NEGROS

NUBARRONES

Augusto Dreyer


Mi hermana y yo nos despertamos sobresaltados por los fuertes gritos de nuestro padre y vimos en la penumbra que había abierto la ventana de nuestro dormitorio que daba al patio de la casa. Gritaba desesperado: ¡Jesús, Rosa, vengan aquí! Jesús, Rosa, suban rápido! Era de madrugada, mi hermana y yo salíamos del sopor de nuestro sueño sin entender qué estaba pasando. Luego escuchamos ruidos y voces en el dormitorio de nuestros padres que quedaba a lado del nuestro. Palabras inconexas, murmullos, entre las que llegamos a entender un “Jesús llama al médico”. También los sollozos y los llantos de Rosa.

Nuestra madre había sido fulminada por un ataque al corazón. En aquel entonces Puno era pequeño y la noticia corrió como fuego en paja seca. La casa se fue llenando de gente, algunos lloraban, otros rezaban, otros simplemente curioseaban el dolor ajeno. Habían ocupado las habitaciones y los corredores del segundo piso, las amigas más íntimas colmaban el dormitorio donde yacía nuestra madre. En ese desconcierto alguien nos dijo que ella había muerto. Nosotros queríamos entrar a su dormitorio para verla, tocar, abrazar, besar el cuerpo de nuestra amada madre pero nos impedían entrar en él porque “podíamos impresionarnos”, según la obtusa y retrógrada mentalidad de aquella  época. Esto ocurrió un nefasto 17 de agosto de 1958, nuestra madre tenía 47 años, yo 9 años, mi hermana 11, mi padre 63.

Esa mañana temprano, completamente desolados y confusos, nos aseamos y vestimos, Rosa entre lágrimas nos dió de desayunar en nuestro dormitorio. A mitad de la mañana, nos llevaron a la casa de una prima de mi madre para alejarnos de la tragedia sin darse cuenta que ello intensificaba nuestra pena y angustia. Allí pasamos el día hasta después del entierro de nuestra querida madre. Años más tarde la gente nos contaba y también leímos en los recortes del diario Los Andes juntados por mi padre, que había sido un acto apoteósico seguido por miles de personas, con muchos discursos a mitad del camino entre nuestra casa y el panteón de Laykakota. Como si aquello fuera a atenuar nuestro dolor y desconsuelo. El trauma de perder a mi madre tan repentinamente y no poder verla en su lecho de muerte borró de mi mente todos los recuerdos que tenía de ella. Hasta el día de hoy, a los 75 años de edad, tengo tan solo unos pocos y cortos destellos de ella. Su rostro, su imagen, su voz y su presencia se desvanecieron para siempre.

A partir de ese día el desconsuelo, la tristeza y el vacío, como enormes lozas pesadas, se instalaron en nuestra vidas. Repentinamente a mi padre a la edad de 63 años le cayó la responsabilidad de criar y educar dos hijos, sin tener la menor idea de como hacerlo. Dejó de hacer sus largos viajes pintando, fotografiando y exponiendo sus obras en tierras lejanas. En casa y acorralado por la aflicción, su talento y su vitalidad de artista se extinguieron y no volvió a pintar ni fotografiar más.

Con la muerte de nuestra madre, mi linda hermana dejó la niñez apresuradamente y optó por convertirse en mujer lo más rápidamente posible. Ella, que había nacido por casualidad en Arequipa, desde que pudo articular dos palabras juntas recalcaba que era arequipeña. Estudiaba en el Colegio Santa Rosa, la escuela de monjas que quedaba a una cuadra de nuestra casa, tenía pocas amigas. Rechazaba todo lo puneño y lo único que quería era salir de Puno. La lectura de novelas románticas, las revistas de moda y de belleza y las historias de las actrices de cine sustituyeron la ausencia materna. A los 14 años se vestía a la moda, usaba zapatos de taco alto y se pintaba y se peinaba imitando a Liz Taylor. Nunca pasó del tercero de media en el colegio, pero siempre se las arregló para ser la admiración de los jóvenes y hombres que la rodeaban. Acabó siendo seducida por un arequipeño de más del doble de su edad que trabajaba en Puno, escapándose de casa para casarse con él a los 15 años de edad a espaldas de nuestro padre.

Luchito y colaboradores de la familia
Para mi no hubo reemplazo ni consuelo, mi madre había dejado un vacío imposible de llenar. El golpe duro me transformó en un niño tímido y ensimismado, con ciclos depresivos en los cuales no quería hablar con nadie. Era la sombra de mi hermana y de sus amigas, aunque estas últimas me hacían poco o ningún caso. No tenía muchos amigos, no me gustaban los deportes y el único escape a mi desconsuelo era la lectura. Salgari, Mark Twain y Kipling eran mis escritores favoritos, luego sería el francés Alejandro Dumas, leía los “Los Tres Mosqueteros”, “El Conde de Montecristo” y sus dramáticas sagas con entusiasmo y pasión. Los libros se convirtieron en mi sostén emocional durante esos penosos años. Estudiaba en el Colegio San Ambrosio y lo detestaba por sus mediocres profesores y su falso catolicismo, pero, sobre todo, por el comportamiento del padre Hernán que ejercía de director del colegio, un sádico cura que gozaba castigando a los alumnos de estrambóticas formas. Aparte de haberme repartido muchísimos reglazos en las palmas de las manos, un día, en castigo por haber dicho una lisura, me hizo arrodillar y sostener con las manos un pesado libro durante toda una clase de estudios.

“El Manto”, la finca de mi madre, la heredamos nosotros tres. Las fantásticas vacaciones de un mes que pasábamos en la finca todos los años junto a ella no se repitieron más. Yo acompañaba a mi padre en sus visitas a “El Manto” para controlar los trabajos y dar instrucciones a los “colonos”, las familias que trabajaban allí, aunque estas mucho caso no le hacían. A mi padre le gustaba charlar con ellos, engreír a los perros, contemplar el paisaje, comer papas hervidas con queso fresco. Todas esas visitas a “El Manto” las hacíamos caminando ya que no teníamos un coche. Esporádicamente íbamos a nuestra finca algún fin de semana, acompañados por un par de amiguitos de la ciudad, pero nunca fue lo mismo en la ausencia de nuestra madre. De vacaciones, nuestro padre nos llevaba a Arequipa, Mollendo y Lima para alejarnos de los tristes recuerdos, pero estos nos perseguían a donde fuéramos.

Nuestro padre no bebía, fumaba un poco, no jugaba, no era miembro de ningún club y tenía muchísimos conocidos, pero muy pocos amigos en Puno. Era muy peculiar, nunca en su vida quiso tener un automóvil, tampoco un teléfono, ya que afirmaba que si algo importante sucedía, él se enteraría de alguna manera. Su vida estaba dedicada al arte, también al estudio y colección de objetos de las culturas andinas. En ese entonces yo vivía fascinado por las cerámicas, tejidos y objetos de piedra, bronce y plata exhibidos en las tres habitaciones que mi padre había destinado a su colección privada y cada vez que podía me colaba a escondidas para ver las maravillas guardadas allí.

El recién nombrado Obispo de Puno, Monseñor Julio Gonzáles Ruiz, el obispo más jóven del mundo en esa época, visitaba nuestra casa con frecuencia. Se consideraba a sí mismo como un prelado liberal y quería que la gente lo llamara Julio y le tutearan. No quería que al saludarlo besaran el anillo episcopal que llevaba en el cuarto dedo de la mano derecha y pedía a las jóvenes puneñas que lo hicieran con un beso en la mejilla. Mientras recibía el beso de las más guapas, acostumbraba a envolverlas en su amplia capa de color violeta para que nadie pudiera saber lo que pasaba dentro. En Puno se le conocía como el Obispo Ye-Ye y las malas lenguas lo tildaban de comunista.

Recuerdo con claridad que durante un almuerzo en nuestra casa, el Obispo Julio nos contó sobre su época en el Vaticano y, para asombro y desconcierto nuestro, e irritación de nuestro padre, nos relató anécdotas sobre la vida y maneras de las prostitutas de lujo en Roma. Los asistentes del monseñor Julio eran dos atractivos y extrovertidos jóvenes italianos que nadie sabía o entendía que trabajo hacían en el obispado. Ellos se volvieron buenos amigos de mi hermana y sus amigas, y las invitaban a pequeñas reuniones y fiestas en el Obispado de Puno, que quedaba prácticamente al frente de nuestra casa.

Rosa la cocinera y Jesús, el jóven mayordomo, eran fieles sirvientes de mi madre desde antes de que ella se casara con el pintor alemán. Ambos se habían criado con ella y se consideraban los leales guardianes y protectores de su ama. Nunca vieron con buenos ojos que un gringo extraño hubiera robado el corazón de su dueña y, en su entender, usurpara sus derechos. Con el fallecimiento de mi madre optaron, tímidamente al principio, luego más abiertamente, en desprestigiar y deshonrar a nuestro padre ante nosotros. Jesús y Rosa pasaban mucho tiempo con nosotros, sobre todo después de las comidas. Para nosotros eran mucho más que simples sirvientes, eran parte de la familia y los queríamos mucho. En las noches en que mi padre salía al Hotel de Turistas de Puno para visitar a su buen amigo el administrador del hotel y también para encontrar y charlar con extranjeros de paso por Puno, Jesús y Rosa nos distraían contándonos leyendas de Puno, como el de las chinganas del cerro  Huajsapata que llegaban hasta el Cusco. Nos contaban también misteriosas historias andinas, cuentos de suspenso y terroríficos relatos de almas y fantasmas. 

Paulatinamente Jesús fue combinando esas relatos y cuentos con mentiras inventadas por él para difamar a nuestro padre: Que durante que durante la guerra había sido un espía alemán; que había tratado con dureza y desconsideración a nuestra madre; que su ama había muerto demasiado joven y sin explicación clara; que antes de morir mi madre ellos habían encontrado escondido en el patio un atado de brujería, un pequeño fardo en el que había una figura de mujer con el corazón atravesado por una espina. Esas historias, cuentos y mentiras poco a poco hicieron mella en nosotros y mirábamos  a nuestro padre con un poco de desconfianza y temor, algo que nunca antes habíamos sentido con él.

Después del fallecimiento de mi madre, Rosa y Jesús nos manifestaron, tanto a mi padre como a nosotros, que su ama les había prometido regalarles una parte del ”El Manto” como compensación por sus servicios como sus leales sirvientes, precisando que se trataba del sector más próximo a Puno, el más valioso de la finca. Al hacer caso omiso a esas demandas absurdas, en Jesús afloró el soterrado rencor que sentía por mi padre desde hacía mucho tiempo y hacía todo para enfadarlo y provocarlo, cumpliendo sus obligaciones de mala gana y respondiendo con atrevimiento a las órdenes de mi padre.

Matrimonio Carlos Dreyer, Maria Costa
El envalentonado Jesús comenzó a ir a “El Manto” con frecuencia para allí comportarse como el dueño de la finca y montando a caballo daba órdenes a la gente que vivía y trabajaba en el fundo. Sospechando lo que sucedía, un día mi padre me pidió acompañarlo a “El Manto”. Al llegar al caserío vimos que la puerta de la vivienda estaba abierta y dentro, en el dormitorio principal, encontramos a Jesús completamente borracho durmiendo en la cama de mi padre. Enojado mi padre buscó un balde, lo llenó de agua y se lo arrojó en la cara. Jesús despertó y se levantó profiriendo insultos y atacando a su patrón, quien cautelosamente salió al patio y lo esperó allí en pose de pugilista. El miedo se apoderó de mí, temía que el jóven y violento borracho fuera a masacrar a mi viejo padre, pero fue grande mi sorpresa al ver que este repelió el ataque de Jesús con un par de puñetazos que enviaron al insolente al suelo, noqueado y con la nariz rota. Jesús fue despedido y detrás de él se fue Rosa. Algunos años después, Rosa volvió a nuestra casa para trabajar como cocinera hasta la muerte de mi padre en 1975.

Para 1963 mi padre había planeado visitar Alemania después de más de 30 años de ausencia de su tierra natal. Quería presentarnos a su familia, a sus cuatro hermanos y a varios sobrinos que vivían en Ingolstadt, con la idea de permanecer allí unos meses para introducirnos a la lengua y costumbres alemanas y también conocer algunos lugares y ciudades alemanas. El viaje se haría por barco desde Callao hasta Nápoles en Italia. Una fantástica y larga travesía de un mes de duración, primero por el Pacífico hasta el canal de Panamá, luego cruzando el Atlántico hasta entrar en el mar Mediterráneo y concluir el viaje en la bulliciosa ciudad de Nápoles. En el recorrido visitaríamos los puertos y bellos lugares en los que hacía escala el navío. En Nápoles tomaríamos el tren para concluir el viaje en Ingolstadt, Baviera.

Sin embargo, todos estos planes quedaron desbaratados cuando mi hermana se fugó con un hombre mucho mayor que ella y de pocos escrúpulos. Mi hermana tenía 15 años, su seductor 32 años. El cazafortunas pertenecía a una cucufata familia arequipeña, había cursado estudios de ingeniería en Argentina y en aquella época era profesor en la Universidad Técnica del Altiplano de Puno. A la repentina desaparición de mi hermana de la pensión alemana en la que estábamos alojados en Lima esperando el día de la partida del barco, mi padre desesperado acudió a la policía que durante días investigó el caso sin lograr encontrarla.

Llegó una nota, no recuerdo bien de quién, que decía que mi hermana no quería ir en el planeado viaje, que quería quedarse en Lima. Al ver ello, mi padre ingenuamente cedió. Recurrió a una buena amiga alemana y consiguió que ella alojara y fuera tutora de su hija. También acordaron que la matricularía en un colegio de Lima y le daría su protección y apoyo durante la duración del viaje a Europa. En lo concerniente al aspecto económico de esa dificultosa situación, organizó todos detalles para el envío del dinero necesario para la manutención y gastos educativos de mi hermana en Lima. Con esos acuerdos, pero sin lograr verla nuevamente, partimos de Lima.

En febrero de 1963 nos embarcamos en el Callao en el Donizetti, un magestuoso barco italiano, con rumbo a Europa. Vimos en el trayecto muchos lugares bellos e interesantes pero nos era muy difícil disfrutar de algo. El pesar y el abatimiento nos perseguían, no imaginando que nuestro pesar sería todavía más grande. En Barcelona el barco hizo una escala de dos días. Mi padre tenía allí un amigo a cuya dirección podían escribirle mi hermana y su tutora en Lima. Había una carta esperándole, era de mi hermana en la que, entre otros agravios, le recriminaba de nunca haber sido un buen padre para ella. En la misiva le anunciaba también que se había casado y que estaba muy contenta con su nueva vida. Mi padre quedó destrozado con la noticia.

En Ingolstadt, mi padre seguramente por orgullo y vergüenza no contó a su familia lo sucedido con su querida hija. Simplemente dijo que se había quedado estudiando en Lima. Permanecimos poco tiempo allí y luego deambulamos por Europa. De las islas griegas pasamos a Turquía y en nuestra huída hacia adelante recorrimos el Medio Oriente, incluido Jerusalén cuando pertenecía a Jordania, hasta llegar a las pirámides de Egipto. Éramos dos extraños embarcados juntos en un viaje sin meta ni sentido, rumiando nuestras penas por separado.

Después de meses volvimos a Alemania cansados y destemplados. Pasamos en Ingolstadt unas semanas con la familia, reposando y recuperando la tranquilidad perdida. Con las fuerzas algo repuestas, nos despedimos de ellos y atravesamos lentamente Francia hasta llegar a España. Pienso ahora, al escribir estas páginas, que lo que hacíamos era esquivar el regreso, eludir la realidad que nos esperaba en Perú. Cruzamos Gibraltar, para aturdirnos un poco más explorando Marruecos. Pasamos las navidades en Rabat, el nuevo año en Marrakech. Al final, decidimos volver a Barcelona para tomar el barco que nos llevaría de regreso al Perú. Había pasado casi un año desde que emprendimos nuestro peregrinaje.

 Frente a la casa paterna, Elfriede y Augusto Dreyer
Al llegar a Lima mi padre buscó afanosamente las pruebas de la canallada. Encontró en los archivos del Arzobispado una carta de mi hermana dirigida al Arzobispo de Lima, pidiendo su autorización para contraer matrimonio con un respetado católico arequipeño que la cuidaría y protegería, ya que se encontraba en el desamparo. Carta que seguramente fue escrita por coerción de su seductor. Además, mi padre localizó la resolución del Arzobispo de Lima, Juan Landázuri Ricketts, dando autorización para celebrarse el ilegal matrimonio, aduciendo como razones el abandono moral y económico en que la menor se encontraba. El seductor había jugado bien sus cartas con la ayuda de su hermano, un inmoral cura Jesuita con importantes conexiones en el Arzobispado de Lima, y de su tío, un astuto abogado arequipeño con despacho en Lima.

Encontramos a mi hermana en Puno, viviendo con su marido en una casita en la Avenida del Sol. Tenía una pequeña bebita a la que cuidaba con mucho cariño y se notaba claramente que venía otro en camino. No se la veía contenta. Dió a luz un varoncito y poco a poco se fue dando cuenta del engaño. Algunos años después se divorció, dejó Puno y se trasladó a vivir a Arequipa, su tierra natal. A mi regreso a Puno la primera decisión que tomé fue dejar el colegio San Ambrosio y matricularme en la Gran Unidad San Carlos. De curas, obispos y arzobispos había tenido suficiente y los puse definitivamente fuera de mi vida. Me involucré en el trabajo de la finca que había sido de mi madre y paulatinamente me fui encargando de su manejo, con la ayuda de las cuatro familias que habían vivido allí desde siempre, desde la época de sus antepasados. Hesse, Arguedas, Kafka, Borges y García Marquez se volvieron mis escritores favoritos. El cine se convirtió en mi distracción principal gracias a la cantidad y calidad de películas que proyectaban los cines de Puno. Fellini, Truffaut, Buñuel y Kurosawa, llenaron mis ojos y mi mente. Un nuevo ciclo de vida había empezado para mí. Mi padre nunca dejó de viajar, a los 73 años visitó la India y el Tíbet sin compañia alguna. Finalmente en un imprevisto viaje a Alemania, falleció en Ingolstadt de un ataque al corazón a los 80 años de edad.

Copenhague, enero 2025