COMBATIR LA DESIGUALDAD PARA DEFENDER LA DEMOCRACIA
Elvin
Calcaño/Latinoamérica21
L |
a narrativa
de que la polarización social se debe al populismo y extremismo político es
falsa, conceptual y fácticamente, y tiende a invisibilizar las causas que
subyacen el malestar e incertidumbre que marcan nuestro momento histórico: la creciente desigualdad.
Es esta la que realmente polariza nuestras sociedades. La concepción
liberal-conservadora, predominante en el ecosistema mediático de la mayoría de
nuestros países, convirtió en sentido común -lo que simplemente es así y no
debe ser cuestionado-, la idea de que el populismo es la gran amenaza para las
democracias.
Desde esa
mirada o posicionamiento ideológico, los problemas provienen de políticos
“populistas” que en busca de popularidad prometen cosas irrealizables. Pero esa
perspectiva tiene dos inconsistencias graves. La primera es que tiende
a exonerar a las élites económicas de la región que, en muchos casos,
ejercen el poder real a través de mecanismos de dominación como la captura de
la política vía el financiamiento de candidatos y partidos, el control de
instrumentos de dominación/coerción económica como las finanzas, y la propiedad
de los principales medios de comunicación.
Toda sociedad se estructura a partir de relaciones
de poder. Y los tres
poderes fundamentales son el poder político (instituciones que gozan de
legitimidad burocrático-legal y tradicional al decir de Max Weber), el poder económico
(propiedad de los principales medios de producción de riqueza) y el poder ideológico
(estructura propietaria de los medios de comunicación de alcance nacionales).
Pero la narrativa
liberal-conservadora oculta estas relaciones de poder que, desde un
sentido republicano, deberían
ser de discusión cotidiana. De modo que se debería señalar y, cuando
corresponda, criticar esos poderes para develarlos y someterlos a la
deliberación pública en lo que atañe a las consecuencias colectivas de sus
acciones y decisiones.
La segunda
inconsistencia de la falsa conciencia que atribuye nuestros problemas al
“populismo” es que incentiva la lógica anti política. Al colocar la política como origen
de las problemáticas colectivas, la opone a la ciudadanía y a los
ámbitos privados que serían espacios de la virtud. De ahí esa cada vez más común
simplificación del debate público que, especialmente en las conversaciones
digitales, banaliza el
debate al punto de normalizar ideas como la eliminación de la política para
evitar la corrupción y así alcanzar el bienestar tantas veces prometido.
Este tipo
de concepción tiende a alimentar sentimientos antidemocráticos porque sin política no hay democracia
posible. La política en su sentido profundo y clásico implica esa acción
colectiva con la que, a decir de Hannah Arendt, actuamos entre muchos. Lo cual,
a su vez, remite a la virtud cívica y al carácter republicano que se requiere
para que la política sea operativa; es decir, para que se definan los espacios
comunes donde pueda concretarse.
La anti política subvierte este proceso y se
convierte en un caldo de cultivo de alternativas ultraderechistas y
antidemocráticas. Es
una evidencia que allí donde se instala esta lógica anti política crecen las
opciones políticas antidemocráticas. Véase los casos de Argentina, Brasil, El
Salvador y Ecuador.
La
desigualdad en la región
Nuestra región vive hoy bajo niveles de
desigualdad sin precedentes,
según el reciente informe
de Oxfam, EconoNuestra, para América Latina y el Caribe. Esto rompe con el
fundamento de la
democracia que es la existencia de un marco de igualdad (formal en el
liberalismo y sustancial en sentido republicano) entre quienes constituimos una
comunidad política.
Actualmente,
en América Latina y el Caribe, los equilibrios que sostienen la democracia se han roto producto de la
creciente desigualdad. Esa es, entonces, la principalísima amenaza para
nuestras democracias. Especialmente si consideramos la penetración que ha
tenido en nuestros países el consenso ideológico (neoliberal en principio y
últimamente de signo liberal-libertario) que naturaliza tales niveles de desigualdad como
consecuencia de la “libertad económica”.
Este
discurso plantea la
desigualdad como un fenómeno favorable, partiendo de la base de que el progreso
individual depende únicamente del esfuerzo personal y que la política no es más
que un ámbito corrupto y “empobrecedor”. Esta narrativa busca establecer
que las personas más
capaces son quienes se convierten en multimillonarios. Estamos, pues,
ante una suerte de vulgarización de la lógica meritocrática que, como señala
Michael Sandel, de por sí es un problema para alcanzar una convivencia
colectiva que potencie la virtud cívica.
Poder económico en pocas manos
Por otro
lado, según el informe de Oxfam, en 2015, 32 latinoamericanos concentraban la misma riqueza
que la mitad más pobre de la región, mientras que hoy esa cifra se ha reducido
a dos billonarios. El mismo informe plantea el problema que implica la
capacidad que tienen estos magnates de cooptar la política a base del poder que les confiere su
riqueza.
Poder económico detenta poder
mediatico
Considerando
que los medios de comunicación, en la práctica
totalidad de nuestros países, suelen ser propiedad de grandes grupos económicos
y, como muestra la historia, todo
poder excesivo corrompe y desvirtúa a la vez que enajena de la realidad a
quienes lo poseen, hay que desarrollar mecanismos republicanos que
limiten la concentración
excesiva de riqueza porque esta implica la concentración excesiva de poder.
De esta manera, se podría garantizar una mejor convivencia democrática basada
en la virtud cívica, al tiempo que sociedades mejor equilibradas permitirían el pleno desarrollo de
nuestros países.
Cuando
existen diferencias tan grandes, producto de las brutales desigualdades como
las que hoy conocen nuestros países, se vacía el espacio público entendido como
la res pública clásica, con lo cual, no hay virtud cívica ni
posibilidad de hacer juicios colectivos sobre lo que nos es común a todos y
todas. De ese modo, la discusión pública se vacía de sus contenidos
específicamente políticos. Y la
gente pierde la capacidad de entender sus problemas como compartidos con sus
semejantes; lo que por tanto limita la capacidad de resolverlos de forma
colectiva.
Sin esta posibilidad de valorar lo público y
defender lo común, no hay democracia posible. De manera que debemos
decididamente combatir la desigualdad para defender la democracia. <>
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