LECTURAS
INTERESANTES Nº 980
LIMA - PUNO, PERÚ
4 SEPTIEMBRE 2020
CHABUCA
César Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 505, 4SET20
A
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mí Chabuca Granda me produce
sentimientos encontrados. La conocí, la admiré, estuve en su casa más de una
vez y no puedo olvidar que la noticia de su muerte prematura se dio en un programa
que dirigía en Canal 4. Fue su hija Teresa quien nos narró, a través del teléfono
y desde Miami, lo inútil que había sido el esfuerzo médico para tratar el mal
cardiaco que la gran compositora padecía desde hace tiempo. Fue una llamada
trágica y emocionada que nos notificaba que habíamos perdido a la autora de ese
himno nacional dulzón y paralelo que era “La flor de la canela”.
En fin, qué duda cabe de que Chabuca fue una
excepcional creadora popular. Los albaceas ideológicos de su legado han obviado
con éxito su “ciclo social” y han logrado que todos hablemos de aquellas letras
que son un homenaje al carácter tradicional de Lima y a los rasgos más
acendrados de nuestra “tradición”. Ese es el problema. ¿De qué tradición
hablamos?
Recuerdo que una vez Julio Cotler, cuyo mal humor
era legendario, me miró después de una entrevista y me preguntó de modo
fulminante:
-¿Creyó usted que yo pertenecía a la Lima
tradicional?
Le dije que no, le pedí disculpas por el
malentendido y me despedí. Después me puse a pensar en el mensaje. Cotler, sin
duda, tenía toda la razón del mundo.
Chabuca venía de una élite hacendaría y minera y,
por el lado de los Larco, de una de las grandes familias señoriales del norte
peruano. Su compromiso con el pasado inmóvil le era natural, su apuesta
estética por lo que quedaba de aquella república aristocrática inventada por
Basadre y protagonizada por los vivos de la consolidación y el guano era parte
de su herencia.
Por eso amaba todo aquello que el señoritismo limeño
trató de vendemos como “el alma del Perú”. ¿A quién está dedicado José Antonio?
A José Antonio de Lavalle y García, criador de caballos de paso y nieto de José
Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra, el hombre que firmó el Tratado de
Ancón a nombre de Miguel Iglesias Pino de Arce, el traidor al que Chile armó y
convirtió en representante legal del Perú vencido. ¿Y en quién se inspira Zeñó
Manué? En Manuel Solari Swayne, el crítico taurino de “El Comercio” que inventó
la feria de octubre de Acho en 1945. Por eso es que José Antonio se viene desde
el barranco a ver la flor de amancaes y por lo mismo es que Zeñó Manué tiene
jaqueca y se amarga la vida cuando ve que nos estamos quedando “sin esa Lima de
otrora tan querida y tan señora”. Los cerros empezaban a llenarse y desde aquel
cielo color panza de burro parecía llover herejías, pobreza invasora, ganas de
igualdad. “Ya no nos llevan al parque, ni tampoco a la alameda, ya las
plazuelas se mueren, alumbrando su tristeza, no perfuman la diamela, ni cae el
jacarandá, ni florecen los aromos al llegar la navidad...” -dice el vals. En
efecto, una marcha de ojotas militantes había empezado, una insubordinación
urbana estaba en camino. Y esa Lima amenazada protestaba en boca de Zeñó Manué
y lanzaba poéticamente sus reclamos gracias al talento de Chabuca. Pero el
mensaje era el mismo. Poncho Negro había empezado sus mugrientas conquistas y
la Lima de Manué y la compositora echaban de menos las murallas que antes
habían protegido la fortaleza de los virreyes.
¿La tradición? Eso era, a fin de cuentas, lo que
había defendido el franquismo nobiliario y sevillano que se alzó contra la
república. En el Perú la tradición de los 40 y 50 fue el antiaprismo
oligárquico, la cárcel para los desafectos y el golpe de estado para las
audacias frentistas como la de Bustamante y Rivero. La tradición era el tiempo
detenido, el Perú catatónico, la estirpe condal detrás de la que se escondían
los negociados más turbios.
¿Y la flor de la canela? ¿Seré un canalla si digo
que canela fue la forma más inocente, imaginativa y eufemística de decir
marrón? En todo caso, ¿no es cierto que de Victoria Angulo Castillo, aquella
afroperuana que vivía en un corralón frente al puente de palo que daba entrada
al distrito del Rímac, no queda casi nada en el vals que la hizo inmortal?
Chabuca la convierte en símbolo y ornamento cuando todos sabemos que la
Angulo, aparte de jaranera y expectante “igualada”, perteneció a una minoría
especialmente discriminada y sometida a todos los estereotipos del desprecio.
¿Jazmines en el pelo y rosas en la cara? ¿Aromas de mistura que en el pecho
llevaba? ¿Alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda? Cuando la
subordinación social muta de modo alquímico y se convierte en anuencia y
comparsa, lo que tenemos es una hermosa mentira. No la de Jim Crow, pero
mentira de todas maneras. No era un menudo pie el que llevaba a Angulo del
puente (de palo) a la alameda. Era calzado viejo y resignado. Eran pies hechos
para cubrir largas distancias. Eran patas de pueblo. Cruzando ese puente, el
agua escaseaba. La alegría solía venir encerrada en botellas. La bohemia limeña
frecuentaba esos parajes como si de una excursión se tratara.
Por eso es que está muy bien recordar los cien años
del nacimiento de Chabuca siempre y cuando la celebremos completa. Yo la
recuerdo cantándole en “Cardo o ceniza” a la suicida Violeta Parra o
rindiéndole homenaje a Javier Heraud, aquel muchacho que dijo ser un río y
murió en uno (el Madre de Dios) agujereado por balas explosivas. A Heraud -no
lo dudemos- lo mató la tradición. Esa Chabuca, que pareció arrepentirse de su
papel conservador, es la que hay que rescatar en esta hora de balances y
repasos. La flor de la memoria: eso es lo que necesitamos. ▒▒
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