“… ¡OH, QUIÉN FUERA HIDALGO!”
Por Jorge Rendón
Vásquez
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a expresión que honra el título de este
comento figura como epígrafe del libro de poemas de Alberto Hidalgo Espaciotiempo,
publicado en 1956. La tomó de la obra de Calderón de la Barca El Alcalde de
Zalamea: “… ¡Oh, quién fuera hidalgo!”, a la que el poeta arequipeño le
practicó un pequeño cambio, en consonancia con su manera literaria de ser: a la
palabra hidalgo la inició con mayúscula.
Allá por la segunda mitad de la década del
cincuenta del siglo pasado, cuando yo estudiaba en Buenos Aires, muchos
intelectuales reconocían en César Vallejo, Pablo Neruda y Alberto Hidalgo a las
cumbres más elevadas de la poesía castellana en América.
César Vallejo era la voz grave, melancólica
y cargada de reproches metafísicos, aún pesimistas, del mestizaje, que surgía, multitudinario,
a la existencia cultural en el siglo XX.
Alberto Hidalgo se presentaba como un
artífice de la imagen: superlativo, ingenioso y universal. Cada verso suyo
poseía la refulgencia, el tallado y la solidez de los diamantes: hermosos, temerarios
y dotados del poder de seccionar a los espíritus más endurecidos por la
codicia, la envidia y la falsedad, o de hacer vibrar las cuerdas más íntimas
del sentimiento y entregarnos al júbilo de la belleza.
Conocí personalmente a Alberto Hidalgo en
1957. La Asociación de Estudiantes Peruanos de Buenos Aires, de la que habíamos
erradicado a los capitostes apristas que le sacaban plata al gobierno peronista
para pagarse sueldos de dirigentes de varias organizaciones estudiantiles, me
había encargado organizar una celebración cultural por nuestras Fiestas
Patrias. Decidido a que el número central fuera algo grande, se me ocurrió
invitar a Alberto Hidalgo, quien había renunciado al Partido Aprista hacía
algún tiempo, para que nos declamara alguno de sus poemas. Lo llamé por
teléfono y aceptó.
Era de talla pequeña, frente generosa,
densas cejas, ojos en cuyo brillo se concertaban la vivacidad, la inteligencia
y la bondad, y bigote y barba a lo Lenin. Estuvo cerca de una hora recitando
los poemas de su libro Carta al Perú ante una concurrencia de jóvenes peruanos,
argentinos y de otros países latinoamericanos, que llenaba un salón de la calle
Corrientes, interrumpido por atronadores aplausos, acompañados algunas veces
por risas que arrancaban las audaces metáforas de sus versos.
A los pocos días nos invitó a su casa, a mi
novia argentina —y luego mi esposa— y a mí. Vivía en el residencial barrio de
Olivos, en un chalet con techo de tejas a dos aguas, situado en una esquina, a
la sombra del follaje de grandes naranjos. Las paredes de la sala comedor y los
pasadizos estaban recubiertos por estantes colmados de libros y por cuadros y
dibujos originales, y varios retratos suyos de grandes pintores argentinos.
Elisa, su segunda esposa, nos atendió con
familiaridad.
Dialogamos unas tres horas hasta el
comienzo de la noche.
Además de la poesía y del periodismo, con
el que se había ganado la vida en Buenos Aires y ejercía a veces por entonces,
Alberto Hidalgo se ocupaba de comerciar con antigüedades, y lo hacía con éxito.
Su vida discurría, por lo tanto, con bastante desahogo. En su casa se
congregaban, casi siempre una vez al mes, varios de los escritores, pintores,
escultores y otros artistas más prestigiosos de Buenos Aires y algunos
políticos de ideales progresistas. A mi novia y a mí nos concedió el privilegio de ser parte de este
salón literario, tal vez el último de Buenos Aires, y, la verdad, en él
aprendimos mucho, si bien Alberto Hidalgo nunca aludió, ni aun indirectamente,
a la función de maestro que cultivaba de la manera más natural con su erudita
charla y afecto.
Y, sin embargo, él era el hombre más
vilipendiado por algunos a causa de su vitriólica verba y su pose de
iconoclasta egocentrista. El mundo gravitaba en torno a él, y él, como Zeus,
blandiendo el rayo de su pluma, podía hacer desaparecer de la escena a cuantos
cayeran bajo su fulminante condena.
Ya José Carlos Mariátegui había señalado en
sus Siete Ensayos este andar. “Hidalgo —escribió— llevó la megalomanía, la
egolatría, la beligerancia del gesto “colónida” a sus más extremas
consecuencias.
Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no
habría sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, alcanzaron
en el Hidalgo,
todavía provinciano de Panoplia Lírica, su
máximo grado de virulencia.
[…] Era un personaje excesivo para un
público sedentario y reumático.”
Consecuente con esta pose y advirtiendo que
su Arequipa de la década del diez: rumorosa, aldeana y con sedimentos de sillar
en el alma donde “la ternura es lo primero que muere”, le quedaba muy chica, en
1919, a los veinte años, Alberto Hidalgo se fue a Buenos Aires, que era ya la
Atenas cultural de América Latina. Y allí se quedó, como un ciudadano porteño,
mas sin perder sus raíces peruanas.
“País donde es peruana desde que nace hasta
que muere el agua País donde es peruano hasta en las flores que lo dan el fuego
País donde es peruana la propia cara de la tierra.” (De Carta al Perú, 1953)
Con el periodismo y la poesía se convirtió
en el vanguardista más osado de la vanguardia platense. Juzgó a todos y todos
lo juzgaron a él.
Uno de sus juegos fue la animación de
tertulias literarias, en la década del treinta, en el café Royal Keller,
situado en la esquina de las calles Corrientes y Esmeralda, del que fueron
asiduos concurrentes muchos de los literatos de los grupos opuestos Florida,
conservador, capitaneado por Jorge Luis Borges, y Boedo, de izquierda y
popular, conducido por Roberto Arlt.
Con su libro Diario de mi Sentimiento, de
1937, un conjunto de artículos publicados en diarios y revistas entre 1920 y
1936, Alberto Hidalgo hizo de la prosa un escalpelo con forma de libelo. Nadie
de aquellos a quienes aborrecía con razón se salva. Y, no obstante, este libro
concluye con la tierna evocación de Elvira, su primera esposa, fallecida en
1931: “Donde es más exacta la presencia y menos mentira la vida. Allí está
ella. Viviente y eterna en mi memoria, ahora inseparable de su nombre, como el
fuego de la iluminación.”
Entre 1930 y 1945, la editorial Tor publicó
nueve tomos de una colección sobre el psicoanálisis denominada Freud al alcance
de todos, que fueron adoptados como libros de obligada consulta por los profesionales
y estudiantes de la mente humana. Su autor era un doctor J. Gómez Nerea a quien
se suponía español. Cuatro décadas después, el diario La Nación de Buenos Aires
reveló que Gómez Nerea era el seudónimo usado por Alberto Hidalgo, autor de
esos libros. Una genialidad nada incorrecta, que debía haberle hecho mucha
gracia y, de paso, procurarle algunos pesos.
Cuando, en 1957, José María Arguedas visitó
Buenos Aires, Hidalgo me pidió que lo invitara en su nombre. Busqué a Arguedas
en su hotel y le transmití el encargo, pero no lo aceptó. ¿Por qué? —le pregunté—.
Es muy personalista —me respondió—. En su reticente actitud creí vislumbrar
cierta cortedad provinciana.
En 1958, Alberto Hidalgo quiso dejar un
testimonio de puño y letra del juicio que le merecían algunos personajes y
ciudades, pero no encontró editor. Su libro se titulaba Odas en contra. Yo lo
ayudé a editarlo, juntando las obras de un gráfico y otro. Nunca en la
literatura se ha escrito tantos poemas imprecatorios como éstos, tan feroces y,
al mismo tiempo, tan bellos, precedidos de un atrevido estudio del panfleto.
Alberto Hidalgo y Jorge Rendón Vásquez.
“De todos los géneros literarios —dice allí—, el panfleto es aquel que más sirve al hombre para reivindicarse como Dios, para reasumir su jerarquía de Dios. Si Dios fuera solamente ternura y bondad no sería del todo Dios.”
En mayo de 1961, aprovechando que Alberto
Hidalgo visitaba Lima, el Frente Estudiantil Revolucionario (FER) de la
Universidad de San Marcos lo invitó a dar una conferencia en la Casona. Era
rector Luis Alberto Sánchez, miembro vitalicio de la cúpula del Partido
Aprista.
Hidalgo habló desde la galería del segundo
piso a una multitud reunida en el Patio de Derecho. Al terminar su exposición,
un nutrido grupo de militantes apristas, en su mayor parte ajenos a las aulas y
enviados por alguien con autoridad en su partido, furioso por el poema de
Hidalgo a Haya de la Torre en Odas en contra, ingresó vociferando desde el Parque
Universitario, con la intención de vejar al poeta. Los estudiantes del FER
hicieron una compacta barrera en la escalera y los agresores no pasaron ni se
atrevieron a enfrentarse a ellos. Mientras tanto, otros estudiantes feristas
condujeron a Hidalgo a un salón, cerraron la puerta y lo ayudaron a salir por
una ventana y los techos hacia la calle, para evitar exponerlo al peligro de un
ataque con armas. Por sí acaso, otro grupo de feristas montó guardia en la
puerta del salón. Los pocos apristas que llegaron hasta allí un cuarto de hora
después se limitaron a curiosear desde cierta distancia y se retiraron. Había
pasado el tiempo en que los apristas emprendían esas cacerías punitivas sin
riesgo.
Gracias a ellas y a su desbordante cultura
de la cachiporra y la patada se vaciaron para siempre de literatos.
En los últimos libros de Alberto Hidalgo
predomina la lírica. De Espaciotiempo transcribo a continuación un poema que
podría figurar en cualquier antología mundial: Frutal docencia.
Alberto Hidalgo falleció el 12 de noviembre
de 1967. En 1973 sus restos fueron llevados a Arequipa. Reposan en el
cementerio La Apacheta de esta ciudad, en un mausoleo con forma de baldaquín en
cuyo centro se alza su busto de un dorado coruscante. Otro busto suyo preside
el salón de lectura de la Biblioteca El Ateneo.
(12/8/2013)
Frutal
docencia
Soy
amigo de un niño que está empezando a presidir el mundo
Sólo
cuenta tres años y ya el futuro sale de su frente
Aun
no se halla del todo elaborado y ya dirige el día
Él
es el que abre las mañanas
Quien
clausura las horas cuando duerme
En
cuanto él entra los relojes se desocupan instantáneamente
¿Para
qué habrían de hostigar al tiempo si a él se le queda entre las manos?
Las
cambia mueve las habitaciones de un sitio para otro
Observa
con las puertas una conducta de corriente de aire
Le
da vuelta al silencio lo penitencia contra las paredes
Es
constructor de antecedentes ingeniero de causas
En
él aprenden dalias y canarios
De
él recibe lecciones la alegría
El
cielo para hacerse de más verde se acomoda en sus ojos
Y
yo con acta de discípulo estoy en los secretos de su cátedra
Frutal
docencia la del niño
Nadie
envejezca fatigando libros en busca de maestro
Pues mientras tengan poca edad los años la poesía será por siempre con nosotros.
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