LECTURAS
INTERESANTES Nº 950
LIMA PERU
5 ABRIL 2020
PÁNICO GLOBAL Y
HORIZONTE ALEATORIO [1]
Álvaro García Linera
emos entrado en tiempos paradójicos propios de una sociedad
mundial en transición. Tiempos de inestabilidad generalizada en la que los
horizontes compartidos se diluyen y nadie sabe si lo que viene mañana es la
repetición de lo de ahora, o un nuevo orden social más preocupado por el
bienestar de las personas… o el abismo. La angustiosa contingencia del porvenir
es la única certidumbre.
Y es que ahora no estamos ante los azares regulares de la
cotidianidad, como por ejemplo, cuando tomábamos un metro para dirigirnos al
trabajo y no podíamos prever con quiénes nos encontraríamos en el vagón o si
llegaríamos a tiempo. La incertidumbre actual es más profunda, es de destino,
porque uno no sabe en realidad cuándo volverá a tomar el metro, si tendrá
trabajo al cual dirigirse o, llegado el extremo, si estaremos vivos para
entonces. Lo de hoy es pues un derrumbe absoluto del horizonte de las
sociedades en la que la aleatoriedad del porvenir es de tal naturaleza que todo
lo imaginable, incluida la nada, pudiera suceder.
Un diminuto virus de entre los cientos de miles que existen
está llevando a que más de 2.600 millones de personas suspendan sus actividades
regulares, que una gran parte de los trabajos con los que la gente reproduce
sus condiciones de existencia esté paralizada, y que los gobiernos implementen
estados de excepción sobre la posibilidad de desplazarse y agruparse. Un pánico
global se ha apoderado de los medios de comunicación y una niebla de sospecha
sobre el otro cercano, portador de la enfermedad, quiere encumbrarse en el
espíritu de la época.
Las imposturas de la
globalización
Y lo paradójico resulta del hecho que en momentos de
exaltación de la globalización de los mercados financieros, de las cadenas de
suministros, de la cultura de masas y de las redes, el principal cuidado que se
despliegue ante una enfermedad globalizada sea el aislamiento individual. Es
como una confesión de derrota de esos mercados globales y sus sacerdotes ante
la necesaria persistencia de los Estados, la sanidad pública y las familias
como núcleos imprescindibles de socialidad y protección. De ahí que resulte
hasta grotesco ver a los profetas del libre comercio y del “Estado mínimo” que
ayer exigían derribar las fronteras nacionales y deshacerse de los “costosos”
sistemas de derechos sociales (salud, educación, jubilación y otros), salir
ahora a aplaudir el cierre profiláctico de las fronteras y exigirle al Estado
medidas más drásticas para atender a los ciudadanos y reactivar las economías
nacionales.
Que la euforia globalizadora como destino final de la
humanidad solo se aferre al encierro individual y que la única organización
política prevaleciente ante la emergencia de una enfermedad global, resultante
del propio curso de la globalización, solo sea el Estado, habla de una farsa
sin atenuantes. Algo anda mal en esa paradoja: o bien la globalización como
proyecto político-económico fue y es una estafa colectiva para el rédito de
pocos o bien las sociedades aún no comprenden las “virtudes” del mundo global,
lo que equivale a decir a si la realidad no se acomoda a la retórica, la que
está fallando es la realidad y no la retórica sobre esa realidad. La verdad es
que no hay respuesta globalizada a un drama global y ahí ya existe una
sentencia histórica sobre una época aciaga.
Se trata en definitiva de un descomunal fracaso de la
globalización tal como hasta ahora se la ha construido y, sobre todo, del
discurso político que la acompañó y de las ideologías normativas que la
secundaron.
Claro, si se globalizan los mercados de acciones, pero no la
protección social; si se globalizan las cadenas de suministros, pero no el
libre desplazamiento de las personas; si se globalizan las redes sociales, pero
no los salarios ni las oportunidades, entonces la globalización es más una
coartada de unos cuantos países, de unas cuantas personas para imponer su
dominio, su poder y su cultura, que una verdadera integración universal de los
logros humanos en beneficio de todos.
Se trata de una manera mutilada de globalizar la sociedad
que, al tiempo de generar más desigualdades e injusticias, debilita los
mecanismos de protección y cuidado creados a lo largo de décadas por los
diferentes Estados nacionales.
Hoy vemos que los mercados financieros no curan enfermedades
globales, solo intensifican sus efectos en los más débiles; hoy vemos que el
libre comercio ha llevado a un retroceso en las condiciones de igualdad
similares a las de inicios del siglo XX. Según Piketty, el 1 % de los más ricos
de Estados Unidos, quienes el año 1975 llegaron a concentrar el 20 % de la
propiedad del total de los activos inmobiliarios, profesionales y financieros,
al año 2018 han aumentado su participación hasta en un 40 %, similar al año
1920; hoy sabemos que ninguna institución global tiene la más mínima
posibilidad de cohesionar las voluntades sociales para enfrentar las
adversidades globales, en cambio el Estado sí lo viene logrando. Es como si la
“mano invisible” de Smith no solo fuese inservible para los cuidados de la
humanidad, sino más peligrosa que la propia pandemia. Y es que la globalización
hasta ahora funciona como un modo de acrecentar ganancias privadas de las
empresas grandes del mundo, en contraparte es inútil para promover la
protección de las personas.
La actual epidemia no es la primera de carácter global. Ya
se han presentado otras desde el inicio del mercado mundial a principios del
siglo XVI, durante la colonización de América cuando la viruela redujo entre el
70 y 80 % de la población originaria; luego, en distintos lugares del planeta
las infecciones del cólera, de la gripe rusa en el siglo XIX, la gripe
española, la gripe aviar, el VIH, recientemente el SARS 1, H1N1 y demás.
Las enfermedades globales emergen de los modos de subsunción
formal y real de la naturaleza viva a la racionalidad de la producción
mercantil que fracturan los procesos, regulados en la transmisión de
enfermedades entre distintas especies animales. Subsunción formal, cuando se
presiona a la pequeña economía agraria a internarse cada vez más en bosques y
áreas ecológicamente autosostenibles para mercantilizar la flora y la fauna;
subsunción real, cuando la producción plenamente capitalista impone
ilimitadamente en los bosques modos de trabajo agrícolas extensivos articulados
a los mercados de los commodities. En ambos casos la interface entre la vida
silvestre y los seres humanos que se regulaba gradualmente durante décadas y
siglos a través de la difusión en pequeñas comunidades, ahora se comprime en
días o semanas en gigantescos conglomerados humanos, estallando en contagios fulminantes,
masivos y devastadores.
Detrás de cada pandemia está una manera de definir la
riqueza social como ilimitada acumulación privada de dinero y bienes materiales
y que, por tanto, convierte a la naturaleza, con sus componentes de seres vivos
e inanimados, en una simple masa de materia prima susceptible de ser procesada,
depredada y financiarizada. Es un modo enceguecido de producir cada vez más
dinero, pero impotente para producir un modo global para proteger a las
personas y mucho menos a la naturaleza. El resultado es un orden dominante de
sociedad que no comprende que su compulsiva manera de devorar la naturaleza en
el altar de la ganancia es una manera de devorarse a sí misma.
Que los mercados y las instituciones globales ahora se
escuden detrás de las legitimidades estatales para intentar contener los
demonios destructivos que esta forma de globalización ha desatado es la
constatación de un doble fracaso: de las instituciones globales para proponer
factibles respuestas globales para proteger la salud de las personas de todos
los países; y de los mercados globales para impedir el descalabro económico
mundial acelerado por la pandemia.
Al estancamiento económico de los últimos años ahora le
sigue la recesión global, es decir, un decrecimiento de las economías locales
que va a llevar a un cierre viral de empresas, al despido de millones de
trabajadores, a la destrucción del ahorro familiar, al aumento de la pobreza y
el sufrimiento social. Y nuevamente los sacerdotes de la globalización,
insuflados en su mezquindad, se cruzan de brazos a la espera de que los Estados
nacionales gasten sus últimas reservas, hipotequen el futuro de al menos dos
generaciones para contener el enojo popular y atemperar el desastre que los
arquitectos de la globalización han ocasionado.
Cuando la pujanza global era evidente, ella tenía muchos
padres, cada cual más enardecido respecto a la fingida superioridad histórica
del libre mercado. Y ahora que la recesión mundial asoma las orejas, ella se
presenta como huérfana y sin responsables. Y tendrá que ser el vapuleado Estado
el que intente salir al frente para atenuar los terribles costos sociales de
una orgía económica de pocos.
Regreso del Estado
Ciertamente asistimos y asistiremos a una revalorización
general del Estado, tanto en su función social-protectiva, como económica
financiera. Ante las nuevas enfermedades globales, pánicos sociales y
recesiones económicas, solo el Estado tiene capacidad organizativa y la
legitimidad social como para poder defender a los ciudadanos.
Estamos ante un momento de regresión colectiva a los miedos
sociales que, a decir de Elías, son los fundamentos de las construcciones
estatales. Pero por ahora solo el Estado, bajo su forma integral gramsciana de
aparato administrativo y sociedad civil politizada y organizada, puede orientar
voluntades sociales hacia acciones comunes y sacrificios compartidos que van a
requerir las políticas públicas de cuidado ante la pandemia y la recesión
económica.
Bajo estas circunstancias, el Estado aparece como una
comunidad de protección ante los riesgos de muerte y crisis económica. Y si
bien es cierto que el destino de muchos ha de depender de la decisión de pocos
que monopolizan las decisiones estatales, y por eso Marx hablaba de una
“comunidad ilusoria”, estas decisiones habrán de ser efectivas para crear un
cuerpo colectivo unificado en su determinación de sobreponerse a la adversidad
siempre y cuando logre dialogar con las esperanzas profundas de las clases
subalternas.
Incluso la recesión global halla en el Estado nacional a la
única realidad social capaz de reorganizar la flecha temporal del flujo de la
riqueza de las naciones para adelantar hoy a todos lo que se producirá mañana,
a fin de dar un empujón a los ingresos laborales, al consumo interno, a la
generación estatal de empleo y al crédito productivo.
Cuánto durará este re-torno al Estado, es difícil saberlo.
Lo que sí está claro es que por un largo tiempo ni las plataformas globales, ni
los medios de comunicación, ni los mercados financieros ni los dueños de las
grandes corporaciones tienen la capacidad de articular asociatividad y
compromiso moral similar a los Estados. Que esto signifique un regreso a
idénticas formas de estado de bienestar o desarrollista de décadas atrás no es
posible porque existe unas interdependencias técnico económicas que ya no
pueden dar marcha atrás para erigir sociedades autocentradas en el mercado
interno y el asalariamiento regular. Pero, sin Estado social preocupado por el
cuidado de las condiciones de vida de las poblaciones seguiremos condenados a
repetir estos descalabros globales que agrietan brutalmente a las sociedades y
las dejan al borde del precipicio histórico.
Las formas emergentes de Estado tendrán que combinar una
revalorización del mercado interno, la protección social ampliada a
asalariados, no asalariados y formas híbridas de trabajo autónomo, profundas
políticas de democratización de la propiedad y las decisiones sobre el futuro,
con la articulación controlada de las distintas cadenas de suministros
mundiales, la fiscalización radical de los flujos financieros e inmediatas
acciones de protección del medioambiente planetario.
Ahora, otra de las paradojas del tiempo de bifurcación
aleatoria como el actual es el riesgo de un regreso pervertido del Estado bajo
la forma de keynesianismos invertidos y de un totalitarismo del big data como
novísima tecnología de contención de las clases peligrosas. Si el regreso del
Estado es para utilizar dinero público, es decir, de todos, para sostener las
tasas de rentabilidad de unos pocos propietarios de grandes corporaciones no
estamos ante un Estado social protector, sino patrimonializado por una
aristocracia de los negocios, como ya sucedió durante todo el periodo
neoliberal que nos ha llevado a este momento de descalabro societal.
Y si el uso del big data es irradiado desde el cuidado
médico de la sociedad a la contrainsurgencia social, estaremos ante una nueva
fase de la biopolítica devenida ahora en data-política, que de la gestión
disciplinaria de la vida en fábricas, centros de reclusión y sistemas de salud
pública pasa al control algorítmico de la totalidad de los actos de vida,
comenzando por la historia de sus desplazamientos, de sus relaciones, de sus
elecciones personales, de sus gustos, de sus pensamientos y hasta de sus
probables acciones futuras, convertido ahora en datos de algún algoritmo que
“mide” la “peligrosidad” de las personas; hoy peligrosidad médica; mañana
peligrosidad cultural; pasado mañana peligrosidad política.
La irreductibilidad
del cuerpo
La realidad es que el cuerpo, los trazos del cuerpo en el
espacio-tiempo social siempre han sido el obsesivo destino de todas las
relaciones de poder y hoy lo es de manera absoluta. Decía Valery, en uno de sus
diálogos, que lo más profundo de las personas es la piel y no se equivocaba. En
la piel del cuerpo están grabados los códigos de la sociedad y por eso lo que
más se extraña en el encierro es el encuentro de cuerpos, la acción de los cuerpos
cercanos, el lenguaje de los cuerpos que nos hablan y nos educan sin tomar
conciencia de ello.
Así pues, pareciera que también estamos enterrando en la
angustia del encierro la cara tecnicista de la utopía liberal del
individualismo autosuficiente que pretendía sustituir la realidad social por la
realidad virtual. Es que los cuerpos, sus interacciones son y seguirán siendo
imprescindibles para la creación de sociedad y de humanidad. Ahora sabemos que
los empleos virtuales, el “teletrabajo”, importantes y en aumento, no son el
modo predominante de la generación de riqueza de las naciones; que la fuerza de
trabajo es siempre una composición de esfuerzo físico y mental; que las
sociedades nacionales se paralizan si no hay actividad humana corporal
interactuando con otras corporeidades. Es como si la piel y el cuerpo fueran
fuerzas productivas de la sociedad en general y de las formas de comunidad en
particular, comenzando por la familiar, nacional y mundial.
Un like en el Facebook es una convergencia cerrada de
inclinaciones que no produce algo nuevo más que el incremento contable de
adherencias anónimas. Una asamblea en cambio es una permanente construcción
social-corporal de conocimientos prácticos y experiencias comunes.
El desasosiego y sensación de mutilación con las que la
gente reacciona ante el necesario y temporal encierro revela que el cuerpo no
es meramente un estorboso receptáculo de un cerebro capaz de dar el salto a la
virtualidad absoluta. No, el cuerpo no es un cajón de neuronas organizadas; el
cuerpo es la prolongación del cerebro en la misma medida que el cerebro es la
prolongación del cuerpo y, por tanto, los mecanismos de conocimiento, de
invención, de afectos y de acción social son actividades integrales de todo el
cuerpo en su vinculación con otros cuerpos, con la humanidad entera y la
naturaleza entera.
El cuerpo es, pues, un lugar privilegiado de conocimiento
social y de producción de la sociedad.
Que los límites de la virtualidad global forzada saquen a la
luz el valor de las experiencias del cuerpo es también otra de las paradojas
del tiempo ambiguo. Y si bien es probable que de aquí a unos años esta
experiencia angustiante sea olvidada, muchos saldrán a las calles con el cuello
doblado hacia el celular, pero podrán hacerlo porque la gente está ahí, a la
mano, interactuando con uno mismo, a través de las miradas y los gestos del cuerpo,
aunque nuestra conciencia esté en el diálogo del wasap. Pero también es
probable que la desesperación por el encuentro con los otros vuelva a
manifestarse recurrentemente si es que no sabemos sacar ahora las lecciones de
este tipo de globalización mezquina que no se preocupa ni por la gente común ni
por la naturaleza en común; y quizá el pavor se convierta en un estado
permanente de la convivencia social.
Los seres humanos somos seres globales por naturaleza y nos
merecemos un tipo de globalización que vaya más allá de los mercados y los
flujos financieros. Necesitamos una globalización de los conocimientos, del
cuidado médico, del tránsito de las personas, de los salarios de los
trabajadores, del cuidado de la naturaleza, de la igualdad entre mujeres y
hombres, de los derechos de los pueblos indígenas, es decir, una globalización
de la igualdad social en todos los terrenos de la vida, que es lo único que
enriquece humanamente a todos. Mientras no acontezca eso, como tránsito a una
globalización de los derechos sociales, es imprescindible un Estado social
plebeyo que no solo proteja a la población más débil, que amplíe la sanidad
pública, los derechos laborales y reconstruya metabolismos mutuamente
vivificantes con la naturaleza; sino que además democratice crecientemente la
riqueza material y el poder sobre ella, por tanto, también la política, el modo
de tomar decisiones que deberán ir cada vez más de abajo hacia arriba y cada
vez menos de arriba hacia abajo, en un tipo de Estado integral que permita ir
irradiando la democrática asociatividad molecular de la sociedad sobre el
propio Estado.
Universidad en
tiempos de caos planetario
Finalmente, la universidad pública es parte del Estado; de
hecho, es una de sus instituciones más importantes en la formación de las
múltiples legitimidades estatales y no estatales: universaliza la educación
regular, distribuye los bienes educativos en la sociedad, construye
capilaridades para el surgimiento de nuevos oficios y, por sobre todo, produce
conocimiento social y modos de integración intelectual, lógica y moral de la
sociedad con el Estado.
En tiempos neoliberales, a la par con el desmoronamiento del
Estado social, las élites abrazaron vías de legitimación externas, las
tecnocracias de universidades del norte, los consultores de organismos
internacionales que se dedicaron a crear una liturgia en torno a las bondades
de la expropiación de recursos públicos y la externalización del excedente
económico nacional. Ello trajo una cadena de desprecios coloniales hacia el
conocimiento local y las universidades públicas.
Ninguna sociedad es capaz de autodeterminarse, esto es de
definir por sí misma su destino, sin producción de conocimiento de sí y del
mundo. Por ello las universidades tienen hoy un doble reto: ampliar su
capacidad de generación de conocimiento propio, esto es no solo repetir y
difundir lo que otros han hecho en otras partes del mundo. Ciertamente el
acceso a otros conocimientos locales es imprescindible para producir cosas
nuevas; pero lo que sucede en cada patria ni es la validación empírica de lo
que otros han teorizado en otros lugares ni mucho menos la “desviación”
temporal de un destino al que hay que apegarse tarde o temprano.
Hay que tener la osadía de producir nuevos conocimientos,
nuevas estructuras conceptuales que vuelvan inteligible esta huracanada de
acontecimientos anteriormente inexistentes que sean capaces de dialogar con
esquemas conceptuales producidos en otras partes del mundo y, también, de
explicar de mejor manera, con categorías más lógicas, lo que sucede acá y lo
que acontece también en esas otras zonas del planeta. Hoy es un momento
excepcional para las ciencias sociales por la propia excepcionalidad de todo lo
que viene aconteciendo en todos lados y en todos los terrenos de la experiencia
social.
La sociedad latinoamericana a lo largo de su historia pasada
y presente ha dado ejemplos de una inigualable audacia política y social para
impugnar las múltiples relaciones de poder, para producir combinaciones
institucionales novedosas, para levantar formas de acción colectiva
vanguardistas muchas de las cuales sirven como ejemplo o referente de otras
sociedades del mundo; y lo mismo debería suceder con la producción de
conocimiento y teoría social. De hecho, eso ya viene sucediendo, solo que nos
falta ver con mayor atención a lo que pasa en nuestro horizonte interior como
fuente también de conocimiento universal.
Encima, contamos con una forma de proceder más plural y de
cierta manera cosmopolita intelectualmente. A diferencia de las academias de
los países centrales en la que cada universidad prestigiosa y cada intelectual
reconocido, fruto del previsible efecto de competencia de las posiciones
intelectualmente dominantes, practican un silencioso desprecio por lo que se
produce en otras naciones, en una suerte de vergonzoso nacionalismo
intelectual; en nuestros países, en cambio, existe una avidez, a veces
sobredimensionada, por conocer la producción académica de otros países,
especialmente si son dominantes. Esto que en principio es un lastre, fácilmente
es y puede ser una gran ventaja si sumamos una irrefrenable pasión por lo
propio, incluido lo propio continental. A eso es lo que finalmente podríamos
llamar como producción de conocimiento universal mucho más potente que muchos
conocimientos regionalistas y localistas dominantes que hoy simulan ser
universales por el solo hecho del efecto, en la teoría, de la posición
económicamente dominante en el planeta de los lugares donde se producen esos
conocimientos.
Y, en segundo lugar, está el compromiso del estudiante, el
profesor e investigador con la sociedad. Frente a una lectura distorsionada de
la recurrida “neutralidad valorativa” que ilusiona hallar personas despojadas
del conjunto de valores, inclinaciones políticas y apegos morales que atraviesan
sus estructuras mentales, cosa que es ya en sí misma una valoración mágica del
mundo; es por demás evidente que el investigador no puede desprenderse de su
ser social ni de la trama de relaciones de poder que lo rodean. En estricto
sentido, por lo general, la fuerza interior de cada buena investigación radica
precisamente en la correcta administración de esa trama constitutiva del ser
social del investigador. Una consciencia de esas determinaciones para
inicialmente plantear el problema de investigación es el mejor punto de
partida. Pero esta consciencia implacable de los criterios valóricos que ayudan
a formular el hecho social a estudiar no puede ni servir para someter a las
mismas razones el proceso ni el resultado de la investigación, porque entonces
ya no se investiga, sino que se convalida algo que ya era sabido antes de la
investigación, y el hecho social no emerge de una articulación de causalidades
sino de deseos, anulando así el proceso de conocer.
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LUIS PALAO: CHICHA DE CALCA |
La pertinencia de los compromisos sociales del investigador
han de estar al momento de visibilizar los hechos a estudiar, al momento de
formular las preguntas sobre los hechos que habrá que resolver, porque cada
manera de ubicarse en el mundo habilita con mayor o menor evidencia un espacio
de infinitas preguntas enmarcadas en las expectativas y juicios que se tienen
sobre el curso del mundo.
La lealtad a los compromisos, si estos son críticos sobre la
realidad del mundo, debe ponerse a prueba en la multidiciplinariedad y
heterodoxia de las herramientas conceptuales para adoptar, retorcer, fusionar e
inventar aquellas que mejor capten la dinámica de los acontecimientos. La
propia investigación necesariamente va a hacer brotar en su desarrollo
conceptos y esquemas lógicos que expresen de mejor manera las regularidades
detectadas, y no hay que rehuir a estas. Los modos de obtener y medir los datos
de los procesos sociales igualmente deberán adecuarse a cubrir la mayor parte
de la cualidad del hecho escudriñado, en tanto que la articulación lógica de
los resultados deberá estar guiada por la intensión de volver evidente, casi
apodíctico, el flujo de las causalidades, tanto lógicas como prácticas de las
personas involucradas en el hecho social. Así el compromiso social será tanto
más válido por la fuerza argumentativa de los hechos, que por la retórica
Conocimiento social, el resurgimiento del Estado y los
tiempos de incertidumbre estratégica de las sociedades abren un espacio
infinito de posibilidades de creatividad social, de compromisos políticos y
despliegue de herramientas académicas capaces de contribuir la autorreflexión
de la sociedad e impactar en políticas públicas.
El mundo se encuentra atrapado en un vórtice de múltiples
crisis ambientales, económicas, médicas y políticas que están licuando todas
las previsiones sobre el porvenir; y lo peor es que ello viene con un inminente
riesgo de que se impongan “soluciones” en las que las clases subalternas sean
sometidas a mayores penurias que las que ya se tolera hoy. Pero la condición de
subalternidad social o nacional tiene en ese torbellino planetario también un
momento de suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las
decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El desasosiego
planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales aferrarse es también de
las creencias dominantes, con lo que el sentido común se vuelve poroso,
apetente de nuevas certidumbres. Y si ahí, el pensamiento crítico, en general,
y la academia pública, en particular, ayudan a formular las preguntas del
quiebre moral entre dominantes y dominados, y coadyuvan a visibilizar las
herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en medio de
la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso sostenido en las
actividades de la comunidad, la solidaridad y la igualdad, que es el único
lugar donde los subalternos pueden emanciparse de su condición subalterna.
Solo así el horizonte que emerja, sea el que sea o el nombre
que quiera dársele, será propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí
mismo; y por el que vale la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos.
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[1] Conferencia
inaugural del ciclo académico de las carreras de Sociología y Antropología del
Instituto de Altos Estudios Sociales, de la Universidad Nacional de San Martín,
Argentina, 30 de marzo de 2020.