LECTURAS
INTERESANTES Nº 935
LIMA PERU 20
DICIEMBRE 2019
UNA FARSA COLOSAL
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 473, 20DIC19
L
|
as
“Metamemorias” de Alan García son un homenaje a la impostura y, en muchos
sentidos, una contribución involuntaria a la ciencia psiquiátrica. También son,
paradójicamente, un desfile de olvidos cuidadosamente planeados.
Las
inverosimilitudes pueblan el libro. García cuenta que, cuando cumplió cinco
años, su entrañable abuela Celia le leyó “La conquista del pan”, de Kropotkin,
y “El alma del niño proletario”, de Rühle. Y a los 8 añitos recibió, como
regalo de cumpleaños, “Resurrección”, de Tolstoi, que leyó disciplinadamente.
Esos textos lo desilusionaron. “Todo ello hizo que en mi vida fuera muy pocas
veces a Rusia”, dice en la página 30. Todo un salto temporal y dialéctico.
García
se especializa en reivindicar traidores, como hizo aquí con Miguel Iglesias.
Por eso ensalza al coronel Rafael del Riego, que en 1820 saboteó la expedición
española que debía partir de Cádiz a América para restaurar el dominio
español. Del Riego le hizo un favor a la causa de la independencia americana,
sin duda, pero fue un monstruoso infiltrado en las filas de la monarquía española
zarandeada por Napoleón. García reclama halagos y monumentos para quien
terminaría ejecutado por el cruel Fernando VII. Y cita a Maquiavelo, una de sus
fuentes de sabiduría recurrentes: “Quien construye sobre el pueblo, construye
sobre el barro”. La tesis del perro del hortelano parece latir en esa cita.
El
expresidente rinde su homenaje a Mirabeau, aquel personaje a quien Luis XVI le
pagaba un sueldo por lo bajo, y pone esta lápida sobre su memoria: “Triste fin
para la mayor inteligencia de la revolución” (página 133).
Y
respecto de Danton, ninguna precisión sobre el escándalo financiero en tomo a
la liquidación de la Compañía de las Indias: “...a Danton lo perdió la confianza
en su oratoria incendiaria”. Y cuando Danton pierde su reputación, García casi
intercede por él: “Pocos -o nadie- defienden al que está en desgracia”. Salta a
la vista: García es Mirabeau y Danton a la vez.
Llegamos
a la muerte de Haya de la Torre. García no dedica una sola palabra a la crisis
depresiva que sufrió y a su internamiento en una clínica que fue un hecho
público y notorio. Cuando describe el entierro del fundador aprista en
Trujillo, la prosa aspira a la épica: “Los campesinos norteños semejaban guerreros
nórdicos cargando el cuerpo del héroe, mitad mito, mitad verdad”.
García
cita a Haya de la Torre diciendo de Luis Alberto Sánchez que “no puede
compararse a un verdadero intelectual europeo” y definiendo a Andrés Townsend
como “un gringo viejo con mucha influencia familiar”. Y en relación a Villanueva
del Campo, señala que Haya no le exigía “intelecto o cultura”. Vaya
devastación. Vaya segadora. Y vaya manera de rebajar a Haya, su presunto rival
al fin y al cabo.
Hay muchos errores históricos en un libro que
fue escrito durante un tiempo prolongado y que pudo ser eventualmente corregido.
En la página 172, por ejemplo, García le atribuye a Femando Belaunde haber
calificado de “abigeos o ladrones de ganado” a los senderistas que irrumpieron
en 1980. Grosera desmemoria: esa calificación se dio durante el primer belaundismo
y se refirió a la guerrilla del MIR de Luis de la Puente Uceda. Tampoco fue
frase de Belaunde sino, como lo ha recordado Aldo Mariátegui, de su ministro del
Interior.
“Alguna
vez, en el automóvil hacia su casa, le escuché decir: es bueno que se desflemen”,
relata García.
HAYA |
Se
refiere al momento en que la Asamblea Constituyente de 1978 asistió a un
festival de discursos jacobinos provenientes de la numerosa izquierda allí
representada. Pero resulta que esa frase no se la dijo Haya a García sino que
fue un comentario público al que muchos periodistas, que cubríamos los debates,
pudimos acceder.
García
habla de Sendero y lo condena, pero no recuerda que, lindando con el crimen de
estado, alabó la mística senderista a raíz de la muerte y el entierro, en olor
de multitud, de la sanguinaria Edith Lagos.
De la mano con oligarcas |
Y en
relación a Carlos Langberg, el narco que llegó de México, dice que no apoyó a
Villanueva del Campo en 1980. Esa es una de las mentiras más patéticas del libro.
Langberg y parte de la plana mayor del Apra -incluyendo a Villanueva, León de
Vivero y Melgar- se pegaban unas encerronas que podrían haber excitado a algún
guionista de la vieja serie Miami Vice.
En el
año 2002 se produjo una reunión entre Langberg y García. Se trataba de que el
narco terminara de vender la casa de Vitarte donde Haya había vivido y que el
traficante había comprado a finales de los años 70. García describe la escena
en la página 179: “Me recibió solo y con una pistola en la mesa. ‘Todas las
noches en la cárcel soñé con este momento’, me espetó. ‘No hay problema’, le
respondí, y empuñé mi Smith Wesson”.
García
es amigo de sus amigos, no cabe duda. Del corrupto Carlos Andrés Pérez, jefe de
los adecos venezolanos y uno de los responsables del nacimiento del chavismo
vengador, dice: “el político más político que habría de conocer... Mucho de lo
aprendido en la comunicación y el entusiasmo se lo debo a él...”. Cómo no.
La
violencia, incluida la letal, no le es ajena. “Finalmente se produjo la ejecución
o asesinato de Sánchez Cerro como recurso extremo perpetrado por un humilde
aprista”, escribe en la página 42. Y en relación al policía que participó en la
muerte del militante aprista Manuel Arévalo, García apunta con absoluta
sangre fría: “Fue conducido al bosque Matamula de Jesús María y, tras confesar
su crimen y pedir perdón, fue ajusticiado”. Así de sencillo. ¿Alguien recuerda
al grupo de exterminio Rodrigo Franco?
A
Nicolás de Piérola no le reprocha el contrato del guano, su papel de conspirador
crónico con sede en Chile, el rol desastroso que jugó como dictador y general
en jefe durante la guerra con Chile. Lo que le demanda es no haber muerto en
la batalla por Lima. “Muerto en el morro solar habría sido uno de los héroes
peruanos junto a Grau y Bolognesi”, escribe. Como si la muerte obrara milagros.
Como si nos hablara de su propia muerte.
La
experiencia de Bustamante y Rivero, donde el Apra jugó un papel tan funesto
como el que jugó la derecha, es abreviada injustamente por García con esta
frase: “Ausente el diálogo y la paciencia, todos contribuyeron de una u otra
manera al desenlace”.
Mentira
ridícula es decir que en 1961 Haya escribió en “Bohemia” un artículo en contra
de la revolución cubana. Para ese año “Bohemia” era ya una revista controlada
por el régimen de Castro. Y mentira sombría es decir que los dirigentes que se
opusieron a la reaccionaria coalición con el odriismo “fueron separados o
ignorados”. No, señor. Algunos, como Luis Felipe de las Casas, fueron
escarmentados físicamente por la guardia dorada bajo el mando de Jorge
Idiáquez, secretario de Haya.
Y es
sencillamente infantil decir, como dice García, que el grupo que custodiaba a
Salvador Allende fue una de las causas del golpe de 1973. “Creo que uno de los
argumentos del golpe pinochetista fue la existencia del GAP (Grupo de Amigos
del Presidente), promovido por el MIR y el grupo socialista de Altamirano”,
escribe en la página 94. La complejidad de un fenómeno social y político que
provenía de la guerra civil chilena de 1891 reducida a una pincelada de
absoluta superficialidad.
A
“Oiga”, la imborrable revista de Paco Igartua, la llama “un pasquín golpista”.
Y a los militares velasquistas los sablea de esta manera: “escogieron el camino
semisoviético en el momento más equivocado”. ¿Ignoraba el señor García que el
plan del reformismo militar era enfrentar, precisamente, la posibilidad de
una salida socialista alentada desde Cuba? Sobre la reforma agraria, emplea el
mismo tono de trovador: “las medidas exageradas y teatralizadas terminan
conduciendo al fracaso”.
En
relación a la mentada homosexualidad de Haya de la Torre, confiesa: “Los
jóvenes lo defendíamos con furia de tal versión y agredíamos a quienes nos la
repetían”. Pero en seguida añade con cierta ingenuidad: “era otro tiempo,
homófobo, muy primitivo, felizmente superado” En 1990, al final de aquel
gobierno armagedónico, Abimael Guzmán escapa con las justas de un allanamiento.
García dice que ese fracaso tuvo su origen en un soplo del SIN, ya infectado
por la presencia indirecta de Montesinos. Lo que no dice es que en marzo de
1990, cuando ese escape se produjo, el SIN, siguiendo órdenes de García,
prestaba su valiosa colaboración a la candidatura de Fujimori. La náusea nos
aparta rápidamente de este párrafo.
“Volviendo
a 1987, en ese año hubiéramos debido comenzar el desembalse de los precios, pero,
al no hacerlo, estos crecieron con mayor velocidad que la prevista”, dice
García. ¿Mayor velocidad que la prevista? ¿A qué velocidad pensó que irían los
precios el señor Daniel Carbonetto, asesor económico de García? ¿A 7,500%
anual, tal como sucedió?
La
matanza de los penales es otro horror negado. García le atribuye lo de
Lurigancho a un oficial borracho de la Guardia Republicana y ninguna
responsabilidad asume en relación a la masacre del Frontón.
¿Y la
estatización de la banca? García se autocrítica de esta manera: “Lo que debió
hacerse con serenidad y a través de regulaciones se hizo de manera emocional y
patrimonializando el Estado al proponer la estatización de la banca”.
Luego
viene el fujimorismo, que él ayudó a crear, tal como se lo confesó a Beto
Ortiz. En marzo de 1992 García y Montesinos se reúnen. “Presidente, le hemos
preparado los erizos que tanto le gustan”, le dice Montesinos. Dice García que
el asesor de Fujimori quería sondearlo. García afirma haber tenido un sueño
especial. Haya de la Torre se le aparece y le
El
expresidente describe demencialmente su huida por los techos aquel 5 de abril
de 1992: los soldados, que están a veinte metros, no lo ven. “Comprendí que el
que no me vieran era el mensaje de una fuerza superior y dejé toda preocupación”.
Los superpoderes son así.
García
no dice una palabra sobre el origen aceitoso de su fortuna. Nada, absolutamente
nada. Sobre su exilio en París, apunta: “Y vivía alternando los países y las
conferencias políticas con eventuales ocupaciones laborales, como la distribución
de bultos en camiones de la empresa Gaiydel, en la ciudad de París, o como
consejero para la venta de seguros a los diplomáticos extranjeros”. ¿Alguien
puede imaginar a García vendiendo seguros, mandando bultos? No hay una sola
constancia de tamaña hazaña de la humildad.
Más
fantasioso es lo que sigue. Dice que vendió su casa en Naplo y que la compró
un norteamericano llamado Bruce Heafitz, propietario de un casino en Lima.
Pónganse los cinturones porque aquí viene un relato a bordo de un Concorde de
la tabulación: “Llegó (Bruce Heafitz) una mañana al aeropuerto Charles De
Gaulle portando un maletín con el precio de la casa (ciento cincuenta mil
dólares) y partimos del aeropuerto al notario Dominique Chaignot de la calle
Émile Zola y, ante el asombro de este, firmamos la venta de la casa de Lima y,
al mismo tiempo y en el mismo contrato, el pago de la cuota inicial del
departamento de la rué de la Faisanderie, y con el representante de la Banque
Populaire, el crédito por 30 años por el 70%. Almorcé con el comprador y lo
llevé nuevamente al aeropuerto donde se embarcó a Lima”. ¿Un ciudadano norteamericano
exponiéndose al trasiego de dinero en efectivo?
Curiosamente,
como García reconoce, el norteamericano Bruce Heafitz fue el mismo al que la
policía descubrió comprando -por 150,000 dólares precisamente- un protector
coxal del Señor de Sipán. El vendedor de esa joya histórica resultó ser un tío
de Alan García. El expresidente pretende que no recordemos que la compra del
departamento en París se hizo a través de un fideicomiso de poético nombre
descubierto por Femando Olivera.
García
sigue citando a Vallejo de un modo atroz. “No mueras, hermano, te queremos
tanto, pero el cadáver, ay, siguió muriendo”, recita malamente en la página
310. Pobre Vallejo, convertido casi en Pinglo.
Y los
delirios crecen a medida que el libro avanza. Dice el narrador que Felipe
Zuleta, periodista colombiano y primo de la embajadora de Colombia en Lima, se
alojó en el mismo cuarto donde había vivido durante cinco años Haya de la
Torre. El fantasma de Haya, de lo más reincidente, se le apareció a Zuleta y
exclamó: “Dígale a mi amigo que esta no es la ocasión”. Así explica García la
conveniencia histórica de su derrota ante Toledo el año 2001. Lo dice
claramente: “No vencí porque no era el momento”. A pesar de la derrota, el
hombre se ofreció ante Toledo para ser ministro de Agricultura. Toledo le
contestó que él podría perdonarlo, pero que su esposa jamás lo haría. García
concluye: “Dios ciega al que quiere perder”.
Mentiroso
contumaz, el expresidente se refiere a la existencia de su último hijo: “Además
de mis cinco primeros hijos, durante una separación marital, tuve un hermoso niño.
La prensa creyó tener una nueva presa para el escándalo. Pero el mismo día
ofrecí una conferencia de prensa y, en compañía de la primera dama, lo
expliqué, lo acepté y dije que desde su nacimiento el niño había sido
legalmente reconocido”. Farsa absoluta. Quien dio la noticia fue este
columnista, algo que la madre del niño me agradeció personalmente. Y lo
primero que ocurrió es que recibí el desmentido airado (y consentido) de Jorge
del Castillo y los insultos habituales en las redes apristas. Pasaron 72 horas
para que García reconociera públicamente al niño que había ocultado durante la
campaña del 2006.
Cuando
García enfrenta a Lourdes Flores Nano, les recuerda a sus compañeros la
batalla de Jena, cuando Napoleón ocupa Viena y de inmediato la desocupa.
Cuando tiene que combatir a Humala, en la segunda vuelta, recuerda a Waterloo,
cuando el duque de Wellington reúne los dos ejércitos -el prusiano y el inglés-
para vencer a Napoleón. Sus consejeros le dicen entonces: “Pero Napoleón
perdió”. Y García responde: “Es que en este caso yo no sigo la estrategia de
Napoleón; represento a Wellington”.
Sobre
lo de Bagua, total inocencia. Le echa la culpa a “los paramilitares humalistas”
y suelta esta frase moralmente repugnante: “El Baguazo, como lo denominaron
los comunistas y caviares limeños, fue en realidad un frío asesinato de
dieciséis policías, diez fusilados y seis degollados”. Ninguna mención a los
civiles que también murieron en esa tragedia impuesta por sus decisiones y su
desprecio por los derechos del interior del país.
Respecto de su segundo gobierno, dice que, más
allá de sus éxitos, le faltó algo. “Faltó el combate contra un sector social,
el simulacro de la guerra que la audiencia siempre exige para darle un sino
trágico a la escena”. Y añade: “Vieja conseja: pan y circo”. A eso se reduce el
programa del alanismo, la versión efectivamente teatral de la socialdemocracia
traicionada.
Y en
relación a los narcoindultos que condujeron a la cárcel a Chinguel, a la
vergüenza a su régimen y a la calle a miles de delincuentes, el memorioso dice:
“Yo, como hijo de un preso político por ocho años, asumí esa atribución presidencial
como una obligación cristiana y de compasión...”. Tartufo es un microbio frente
a este señor.
La
locura va en aumento. En las páginas 420-421 diseña la hipótesis de que
Richard Nixon pudo pagar muy caro su audacia de entablar relaciones con Pekín
en 1972. “Pudo costarle, tal vez, que la URSS, a través de la inteligencia castrista,
participara en la torpe operación Watergate, donde unos “electricistas”
cubanos, tal vez infiltrados en el “exilio” de Miami, dejaron exprofeso las
pruebas, unos cables en una oficina sin información importante, que costarían a
Nixon el impeachment”. ¿También ignoraba el ecuménico doctor García que lo de
Watergate fue una operación formal del comité reeleccionario de Nixon y que se
hizo con agentes de la CIA y pleno conocimiento del salón oval de la Casa
Blanca y sus allegados?
Peor es
cómo define a Trump y al trumpismo: “Es la expresión desorganizada de la
globalización en su lado simplificado del tuit y, más que este, del rap, con su
habla rítmica sostenida en el flow permanente y el “compromiso” como
intensidad de voz”. ¿Entendió usted algo? Yo tampoco.
Defiende
a Chávarry, a los Cuellos Blancos y vuelve a mentir en relación a los vínculos
de Odebrecht con su segundo gobierno: “Se comprobó que un viceministro de
Transportes y su plana inferior -felones supuestamente técnicos y ajenos al
Partido Aprista- habían recibido millones en cuentas de Andorra”.
Ni una
palabra sobre Nava o Atala. Nada verdadero sobre el pasado vergonzante,
incluyendo a Zanatti, el primer tren eléctrico, el negociado de los dólares
MUC.
Su
frase más operística quizá sea esta: “Mis adversarios, siempre corruptos, no
entienden ni entenderán que, por tener generaciones familiares, ideales y ejemplos
humanos, se valora más la historia y el orgullo personal que el becerro de
oro”.
“Al fin
y al cabo, escribir memorias es escribir olvidos, luchar contra el tiempo”,
dice García en una de sus pocas frases transparentes. Escribir olvidos. Ese
pudo ser un gran título. ▒