DILEMA PARA EL FALSO
BICENTENARIO
César Hildebrandt
¿ |
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 540, 21MAY21
El Perú va a cumplir 200 años de república
independiente?
¡Grande y solemne mentira!
En 1821 nuestro país seguía siendo parte del territorio
ultramarino español y la declaración de independencia de aquel 28 de julio fue
letra muerta, verbo florido, añagaza. Bien que lo sabía el muy monárquico José
de San Martín.
Tuvieron que pasar varias escaramuzas y suceder traiciones
diversas, de un lado y del otro, para que llegara Ayacucho en 1824.
¿Fuimos república en 1824?
Tampoco. Fuimos un convulso remedo que aceptó la
sumisión absoluta ante Bolívar y que hasta enero de 1826 tuvo al general
español José Ramón Rodil parapetado en la fortaleza del Real Felipe. Y luego
vino la sucesión de caudillos, las presidencias vertiginosas y la anarquía. Y
después vino lo mismo, pero con la corrupción generalizada salida de las
ganancias del guano.
Si el concepto republicano implica la democracia de
la elección y la soberanía popular, no es infame decir que jamás fuimos una
república cabal.
Aquí no contaron los indios, los pobres, los marginados.
Y eso de “república aristocrática” es la perfecta ironía que don Jorge Basadre
inventó con toda la intención. Fueron 24 años de dominio de una oligarquía
dirigida por el Partido Civil y que empezaron con Nicolás de Piérola, el
rebelde que se reconcilió con lo peor de la tradición política. El único que
pretendió salirse del libreto, Billinghurst, fue sacado del gobierno por un
golpe de estado.
Lo que siguió a la “república aristocrática” fue el
segundo Leguía, un modernizador, permisivo con la corrupción, cuyo mayor
anhelo fue crear un país de clases medias. Fracasó en el empeño: las derechas
terminaron imponiéndose. Y seguirían prevaleciendo, a sangre y fuego o
persuasivamente, hasta que en 1945 hubo otro intento heterodoxo, el de
Bustamante y Rivero, que terminó, traicionado, en otro golpe sanguinario. Y
así hemos seguido, celebrando las grandes fechas de nuestra novela republicana
y realista mágica y machacando todo aquello que se parezca a la herejía. Eso
explica la satanización que la derecha, siempre gobernante, hizo de Velasco,
el gran susto epocal que se llevó. El odio al general de las reformas no nace
de la censura a sus métodos no democráticos sino al contenido de sus
decisiones y al lenguaje confrontacional de su gestión.
Era la primera vez que un jefe del ejército se
enfrentaba a quienes se creyeron siempre propietarios del Perú.
Ese odio inmortal lo expresa todo. Es el mismo odio,
surgido del miedo, que hoy demuestran los que dicen defender las libertades
amenazadas. Como si no supiéramos que todos ellos aplaudieron el cese de la
dignidad nacional, conveniente a sus intereses, decretado por el ciudadano
japonés Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992.
¿Estamos condenados a repetirnos? Sí. En nuestro
país los años se plagian unos a otros, el tiempo es un disco rayado.
Lo que menos nos gusta a los peruanos es la verdad.
Por eso tenemos una república de cartón, una democracia de entretenimiento, una
prensa entregada a la religión del inmovilismo.
En brazos del pueblo |
Estos 200 años imaginarios de república nos atrapan, además, en la peor de las encrucijadas. Tenemos que elegir entre una señora nutrida en la pus del fujimorismo y un señor que apenas puede decir lo que no piensa. Tenemos que optar entre el regreso del hampa fujimorista y la asunción al gobierno de un grupo indescifrable cuyos propósitos son un enigma. Fujimori intentará corromperlo todo para quedarse el tiempo más largo posible cerca de las arcas públicas. Castillo quizás quiera irse pronto de un palacio al que pudo llegar por el azar y la ira justa de los pobres de siempre y los pobres recientes y pandémicos.
No es un dilema entre lo malo y lo menos malo. Es
tener que optar entre el abismo y el precipicio.
Que nuestro país cumpla presuntos 200 años de
república obligando a sus ciudadanos a elegir entre una delincuente y un mal
hablado profeta de la nada, es toda una metáfora, todo un mensaje, toda una
declaración de principios.
Algo debimos hacer muy mal para merecer el dilema
fatal que hoy enfrentamos. El sarro de los deberes no cumplidos, los
expedientes amarillentos que jamás se leyeron, la justicia burlada, el
desprecio por los miserables, el racismo, la codicia, el egoísmo convertido en
altar, la fragmentación nacional, el neoliberalismo extremo, la corrupción que
se acepta como si fuera parte del folclore, la prensa que se vende, todo eso
se juntó, se hizo revoltijo envenenado, y nos estalló en la cara.
Lo merecíamos. Es la factura del pasado, que
nuestros historiadores edulcoraron o que nosotros mismos negamos, la que hoy
tenemos sobre la mesa. Es cobranza coactiva. Es nuestra historia mirándonos a
los ojos, confrontándonos, vomitando. ■
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