LECTURAS
INTERESANTES Nº 822
LIMA PERU
20 ABRIL 2018
¿EL TRIUNFO DE SENDERO?
César Hildebrandt
Tomado de “HILDEBRANDT
EN SUS TRECE” N° 393, 20ABR18
D
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esprecio
lo que hizo Osmán Morote. Odio lo que mandó a hacer. Censuro sus procederes,
sus metas, sus coartadas, sus manos ensangrentadas, su festejo sombrío.
Pero
resulta que el señor Morote cumplió su condena de 25 años de carcelería hace
cinco años. Ha estado cinco años preso por otros procesos, abiertos
precisamente para impedir que saliera de la cárcel.
El señor
Morote -mi enemigo personal, alguna vez fui clasificado entre los “plumíferos
burgueses” dignos de ser eliminados según “El Diario”- ha cumplido entonces 30
años de reclusión, cinco de los cuales, los supernumerarios, se han contado a
partir de sucesivas “prisiones preventivas”.
Cuando
todos los plazos se cumplieron, cuando era imposible fallar otra cosa, una
modesta sala de la judicatura ha decidido, no la libertad de Morote, sino el
arresto domiciliario del siniestro personaje.
Y es en
ese momento en que las máscaras se caen. Periodistas energúmenos salen a decir
que cómo es posible que los terroristas salgan libres y abren los micros
alentando a que el pueblo se sume al linchamiento de los jueces que no han
hecho otra cosa que cumplir con su deber.
La
condena a cadena perpetua de Osmán Morote no fue revisada por el capricho
indulgente de algún gobierno democrático electo tras la década podrida de
Alberto Fujimori. Fue revisada por una orden directa del sistema jurídico
interamericano. Y la nueva condena se produjo en un juicio impecable que nadie
pudo cuestionar. No se trata, como ha dicho la ex primera dama de la dictadura,
de que Paniagua o Toledo tengan culpa alguna. Hasta el gánster de su padre
fingió alguna vez obedecer los cánones internacionales con tal de no salirse
del sistema. Ser un paria continental era algo que ni siquiera Fujimori se
podía permitir.
Soy uno
de los que se enfrentó a Sendero. En las revistas que fundé, en los periódicos
donde colaboré, en los programas de TV que pude hacer no perdí oportunidad en
sostener que Abimael Guzmán era el Pol Pot andino, que su marxismo mutante
quería para el Perú una dictadura apocalíptica, que los crímenes de su
organización no tenían como atenuantes ni siquiera la injusticia y la
desigualdad. Guzmán fue siempre, desde mi perspectiva, un canalla que
encontró el pretexto de la revolución para calmar sus iras y su resentimiento.
Y fue, además, un mediocre profesor que no entendió nada de Kant ni de Hegel y
ni siquiera de Mao Tse Tung.
Pero
peleamos con Sendero para no parecemos a sus líderes, para no ser como ellos.
Peleamos para demostrarles que el salvajismo es propio de las hordas y no de la
lucha por el cambio. Y la izquierda partidaria, de la que jamás formé parte,
dejó muchas víctimas en el campo en su enfrentamiento con el senderismo
asesino.
Yo había
almorzado con Bárbara D’Achille unas semanas antes de que Sendero la matara a
pedradas en un paraje de Huancavelica el año de 1989. Esta italiana de origen
letón me habló con entusiasmo del proyecto de la Corporación de Desarrollo de
Huancavelica para conservar camélidos, algo que la Cooperación Alemana había
empezado a hacer años antes en Pampa Galeras.
Mi odio
por Sendero conoció así su cima. Me prometí que jamás los perdonaría y no los
he perdonado. Tengo una memoria sin treguas que sostiene ese abismo.
Pero
precisamente por eso es que pensé siempre que la democracia era algo
cualitativamente superior a la propuesta marxista-camboyana de Sendero. Y jamás
creí que el secuestro que hacía el senderismo de la figura de José Carlos
Mariátegui, un gramsciano evidente, merecía tomarse en serio.
Ahora
que leo y escucho lo que dice la intolerancia, lo que gimotea la ignorancia,
lo que grita el tumulto supuestamente vengador me pregunto quién ganó la guerra
interna que padecimos. ¿La ganamos los que siempre creímos que la democracia
auspiciaba valores que estaban por encima de las pasiones y las fierezas de la
tribu? ¿O la ganaron los senderistas, que contribuyeron tan grandemente a crear
esta sociedad enferma que cree que las leyes están hechas para no cumplirse?
¿O es que la guerra, al final, la ganó también el fujimorismo, que es la
versión uniformada del orden bajo el imperio del crimen?
No sé
cuál sea la respuesta. Lo que sé es que estos días me he sentido más distante
que nunca de la prensa imbécil, de las vociferaciones, de los opinólogos
oportunistas, de las señoras que creen que la civilización consiste en abolir
las normas y pintar bisontes en alguna caverna.
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