viernes, 11 de marzo de 2022

HILDEBRANDT, COMENTARISTA DEPORTIVO

 LO INEXPLICABLE

César Hildebrandt

Tomando de  HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 577, 11MAR22

H

uyendo de las bombas que el patriotismo apo­calíptico de Putin lanza sobre Ucrania, fugándo­me de los discursos tarados de los congresistas peruanos y del tono bananero del presidente del Consejo de Ministros, tomando distancia de la muerte, en suma, me dispuse a ver al Real Madrid jugando con el equipo de París.

El PSG, como se sabe, tiene una billetera catarí y compra al peso lo que desea lucir. Por eso allí juegan el mejor jugador del mundo, un tal Mbappé, el más ilustre exmejor jugador del mundo, Messi, y el brasileño más rutilante de los úl­timos años, el siempre accidentado Neymar. Lo que gana un jugador suplente del PSG alcanzaría para cubrir la planilla entera de Alianza Lima y con lo que le han ofrecido a Mbappé para renovar el contrato podría adquirirse el equipo de Ma­tute, el estadio del club y el distrito entero de La Victoria (incluyendo al alcalde, que sería lo de menor valor).

Los madridistas habían perdido 1-0 en la ida y debían remontar.

Nadie daba un centavo por ellos y ESPN, con sus charlatanes dema­siado argentinos a la cabeza, pre­sentían al difunto y prometían ir al entierro. Lo mismo pasaba en “El Comercio”, sucursal del barcelonismo rabioso, y en la mitad de la prensa deportiva del mundo.

Ni siquiera este columnista, contaminado de madridismo des­de hace muchos años, tenía ilusión alguna. Al contrario, pensaba que iba a ser una gran oportunidad para deshacemos de ese entrena­dor italiano que masca chicle como texano y que de estratega no tiene nada. También pensaba: será un buen momento para que el club empiece a pensar en el sustituto de Florentino Pérez, el que dejó ir a Cristiano y no fue agradecido con Sergio Ramos.

De modo que cuando empezó el partido, el escepticismo me volvió a comer la cabeza: el Real Madrid apretaba muy arriba pero su ataque era una oleada de confusión previsible, con la pelota dada a domicilio. Y el fútbol es, como se sabe, un arte que sólo llega a esa categoría cuando se juega al futuro, cuando se sorprende, cuando el destino del balón es el vacío que el adversario no cubrió, cuando lo que podría suceder sucede después de una emboscada. El fútbol no es batalla napoleónica sino guerra de anticipaciones. Son los profetas del instante los que triunfan en el césped. Los que pueden imaginar qué sucederá cuando un defensor está en condición vulnerable y un compañero puede atravesar esa línea. A esa intuición deberá sumarse otra y probablemente otra más y, si todo eso llegara a ser gol, el mate burilado estará listo. Si el fútbol no es ballet, inteligencia colectiva, sinergias mágicas, planes de generales más adictos a Sun Tzu que a Eisenhower, entonces no es fútbol: son 22 tipos que sudan y escupen detrás de una pelota. La liga peruana, digamos.

BENZEMA, en la cresta de la ola deportiva

De modo que allí estaba yo viendo cómo, a partir de los quince minutos, el PSG se adueñaba de la cancha apoderándose del balón y dejando al Madrid del Bernabeu retratado en esa pesadumbre que a veces lo domina. Y faltaba Casemiro, esa máquina de robar pelotas y cambiar de frente.

Cuando Mbappé humilló a Courtois en el minuto 36 con un balazo al palo del arquero, el 2-0 de la diferencia global hizo menos posible todavía imaginar una remontada. Es más, el Madrid no merecía salir triunfante de este epi­sodio. Iba a ser el castigo perfecto para Pérez y el hombre que masca chicle como si de un texano se tratara. ¡Que les den por donde ya saben!

Pero entonces, vino el segundo tiempo y llegó lo inexplicable. Lo que quiero decir es que llegó la historia. Había en el Madrid el entusiasmo dopamínico de un apostador que todavía cree que puede recuperar su pensión en un casino de Las Vegas. Se veía en los ademanes de Modric, en la rabia de Benzemá, en las entradas de Rodrygo y Camavinga. Y empezaba a escucharse en el estadio, ese viejo escenario que resume parte de la historia mundial del fútbol.

Llegó la historia al galope, la memoria de los grandes gestos, la camiseta de los trece títulos europeos, el pasado de Puskás y Di Stefano, el recuerdo re­ciente de Raúl y Cristiano, el acatamiento a la leyenda, la obligación de lo extraordina­rio, el deber de lo inesperado, el compromiso con la resurrec­ción, y después vino el fútbol.

Benzemá le extrajo al gran arquero del PSG un error infan­til y el empate estaba asegura­do. Entonces, el PSG empezó a derrumbarse. El equipo con los tres delanteros más caros y notables del planeta trastabilla­ba, retrocedía, perdía la lucidez de su medio campo. El PSG era ahora un desarbolado equipo de jeques petroleros. Madrid lo zarandeó como si del Kuwait de 1990 se tratara. Fue así que llegaron los otros dos goles de Benzemá. El primero, gracias al mariscal Modric, comandante de las fuerzas especiales croa­tas, y el segundo, el más bello, gracias a otro error histérico de la defensa parisina.

En un programa de la tele­visión española hablaron di­versos comentaristas. Uno de ellos, manifiesto odiador del Madrid, llegó a decir: “Llevo muchos años en el fútbol y lo de hoy no tiene explicación”. Y se tomaba la cabeza, dolido y rencoroso. En ESPN estaban des­trozados. Los vi, los escuché y disfruté enormemente y sin culpa.

No hay nada que explicar. Si el fútbol fuera vaticinable como una elección, no habría apuestas ni emociones.

Durante muchos años, Benzemá tuvo que ser el seguro servidor de Cristiano Ronaldo. Hizo su papel con la humildad de un pied noir y sufrió lo mejor de su juventud deportiva asistiendo a la estrella del equipo. Hasta que la magia lo alcanzó la tarde del miércoles. Lo más bello del fútbol es que puede ser un evento paranormal con miles de testigos. Y es inútil intentar explicar cómo es que la historia y el pasado pueden impregnar una camiseta, alterar una atmósfera, corregir un destino y burlarse del sentido común. ▒▒

No hay comentarios:

Publicar un comentario