¡CORRE ZORRITO, COOORREEEE ¡
Por Jorge Rendón Vásquez
La historia parece repetirse. No toda, sin embargo. El episodio
que les cuento me recuerda algo que escuché hace ya décadas que, estoy seguro,
las generaciones actuales desconocen.
Hace unos días, cierta prensa informó que, en el centro
de Lima, un zorro había sido vendido como si de un perrito se tratara. La
familia que lo adquirió lo llevó a su casa, y le puso por nombre Correcorre. Asustado,
el zorro se dejó acariciar, lo que la familia tomó por mansedumbre, lo fotografió
y lo dejó suelto en la casa. Por la noche, cuando ya todos dormían, Correcorre se
aproximó al plato con la comida que le habían puesto y constató que era un ralo
caldo con unos trozos de camote. Es posible que haya considerado entonces que
esa no era la forma correcta de tratar a un huésped, al que habían sometido a
un largo ayuno desde que tuvo la mala suerte de meterse en una trampa en la lejana
provincia donde vivía. No tuvo que buscar mucho para encontrar lo que el olfato
le ofrecía. El gallinero estaba en la parte posterior de la casa. Eligió una
buena gallina batarasa de las más grandes y se restauró en forma. Luego bebió una
cantidad prudencial de agua y se dispuso a dormir. Pero entonces, mientras se
curaba los dientes con la punta de una de sus garras, algo que le salió de las
profundidades de su colección de instintos le dijo que debía tener cuidado. Se
levantó, ganó el techo de la casa y buscó en las otras casas un lugar donde
ponerse a buen recaudo hasta encontrar la manera de volver a su tierra.
Run Run en Comas |
Percibiendo la agitación de las gentes, Correcorre conjeturó
que se debía a él —por algo era zorro— y decidió irse de allí cuanto antes.
Sobre las diez de la noche, dejó su refugio, escabulléndose
por los techos. Al terminar la manzana, bajó a la calle y avanzó pegado a las
paredes. Unos metros más allá vio un camión cargado con cajas de cartón. El
chofer y su ayudante comían en la fonda de al lado. Correcorre subió y se
introdujo entre la carga.
El camión pasó los controles de la avenida Túpac Amaru,
luego de una ligera revisión, y enfiló hacia los Barrios Altos. Se detuvo en el
jirón Ancash, dos cuadras más allá de la avenida Abancay. Correcorre aprovechó
el instante en que el chofer ingresó a una pollería, posiblemente para anunciarse,
y, con la rapidez de un relámpago, bajó del camión y se perdió en el zaguán de
la casa. Ascendió por una desvencijada escalera, llegó al techo y allí se
acurrucó entre un montón de heterogéneos objetos sin uso.
Respiró aliviado. Por el momento estaba seguro. Aún no
tenía hambre, pero ya encontraría, algún gallinero. La tensión lo precipitó en
el sueño en seguida.
Despertó con las primeras luces del alba triste de Lima,
pero se quedó quieto. Podía aguantar. Estaba acostumbrado a esas esperas
mientras se topaba con alguna gallina, una perdiz, una liebre y hasta un
gavilán descuidado.
Sobre las cinco de la tarde escuchó el ruido que le
pareció un cacareo que solo podía provenir de un gallinero. Era la posibilidad
de una comida. Aguzó el oído y, con todo cuidado, abandonó su escondite,
avanzando por los techos en dirección del ruido. Llegó hasta el borde de una
casa con grandes patios silenciosos. El cacareo que aumentaba en intensidad
venía de un gran edificio en la manzana del frente. Llevó la vista a uno y otro
lado. A la derecha, tras una gran reja, varios policías fuertemente armados
controlaban a las personas de civil que ingresaban. Tenía que arriesgarse, sin
embargo, si quería comer. Descendió a la vereda y corrió hacia el jardín del
otro lado; un salto le permitió alcanzar una ventana abierta y entrar al
edificio, se escurrió entre gavetas, escritorios y pasadizos y se encontró ante
una ventana que daba al sitio donde el cacareo tenía lugar. Correcorre miró
hacia el interior y lo que vio lo llenó de estupor: las mujeres y los hombres colocados
a la derecha de un hemiciclo interpelaban a un ministro con gritos desaforados,
acusándolo de terruco. Correcorre se dijo: ¿cómo pudo haberse equivocado? Si
esa jauría reparaba en él, lo despedazaría allí mismo.
Retrocedió tan rápido como pudo, retornando a su
escondite.
Por la noche, se puso al acecho. Vio llegar al camión en
el que había venido y, cuando estaba a punto de partir, subió a la tolva. Como
ya conocía la clase de mercadería que llevaba, abrió una caja y calmó su hambre
con un par de pollos.
El camión avanzó por una gran avenida en dirección del mar, torció hacia la derecha, bordeando una pared muy larga y se detuvo. Correcorre se puso tenso. Olfateó. Tras esa pared había animales, muchos animales. Se deslizó a la vereda y se alejó del camión. Unos metros más allá subió a un árbol, algunas de cuyas ramas se extendían sobre esa pared. Caminó sobre ellas y se dejó caer al césped del interior.
Haciéndose el muertito |
Era un zoológico. Los monos, que lo percibieron primero, comenzaron a chillar, y, de inmediato, otros animales se sumaron a la algarabía. A lo lejos se encendieron unas luces. Correcorre se dio cuenta de que solo podría esconderse en una de las jaulas. Su astucia de zorro ya le dictaría la manera de convencer a su ocupante. Se decidió por una por cuyas rejas podía pasar. Era la jaula de un jaguar. Pero, antes tendría que disfrazarse para no ser advertido por los guardianes. En un depósito contiguo encontró varios tarros de pintura. Tomó una brocha y, a pinceladas, se cubrió el pelaje de puntos negros. Las luces se acercaban. Correcorre entró a la jaula. Un rugido amainado lo recibió en la oscuridad y vio brillar dos ojos como ascuas. Correcorre supo que era una hembra. Esta se acercó cautelosamente, lo olisqueó a conciencia y le preguntó en inglés:
—¿How are you? (que en Castellano suena Jaguar yu)
Correcorre le respondió:
—No, I am sorry.
La jaguara se tranquilizó y le pidió a Correcorre que le
contara por qué estaba allí. El zorrito le relató su drama y el fin que le
esperaba si lo atrapaban. La jaguara, que había enviudado hacía poco, según le
dijo, le aseguró que podía contar con ella.
Unas semanas después ambos se fugaron del zoológico y
desaparecieron.
(Comentos, 9/11/2021)
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