LECTURAS INTERESANTES Nº 981
LIMA - PUNO, PERÚ
11 SEPTIEMBRE 2020
EL PLACER
DE MENTIR
César
Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 506, 11SET20
L
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a señora ministra de salud dice que no dijo lo que
todos oímos, o sea que “los asintomáticos no contagian”. La escuchamos,
ministra Mazzetti, y la hemos vuelto a escuchar y está usted mintiendo con
nostalgia alanista. ¿Recuerda, doctora, aquel día de febrero del año 2007
cuando usted se fue llorando de Palacio obligada a renunciar como ministra del
Interior de Alan García por la adquisición sospechosa de 469 patrulleros y por
la saga de una adquisición también cuestionada de ambulancias durante su
gestión como ministra de salud de Toledo? ¿Recuerda que usted dijo en un
principio que ponía las manos al fuego por los funcionarios que habían hecho la
negociación de los patrulleros y que luego, tardíamente y presionada por la
prensa, tuvo que botarlos de sus puestos para ver si así salvaba la cabeza?
¡Cómo se miente en el Perú!
¿Han visto a Víctor Zamora diciendo, sueltísimo de
huesos, que la ivermectina y la hidroxicloroquina deberían desterrarse como
“medicamentos” para el covid-19 a pesar de que él los avaló cuando era ministro
de salud y lo siguió haciendo en julio, cuando ya la OMS los había desterrado
aun del vademécum de la llamada “medicina compasiva”?
¡Qué placer es mentir en mi país!
Mentían los libertadores, los fundadores, los
patriarcas. Mintieron San Martín, Bolívar, Riva Agüero, Torre Tagle. Mintieron
los realistas que vencieron en la imaginación y los patriotas tardíos que se
sumaron a la conspiración libertadora cuando ya no les cupo otra opción.
Fue mentira la república auroral, pero hubo de ser
mayor mentira aquella civilista que puso la primera piedra de esta gran farsa
que somos como país sin terminar. Liberamos a los esclavos negros y de inmediato
trajimos chinos esclavizados como reemplazo. Mintieron rentablemente los que le
sacaron fortunas al Estado diciendo que habían empeñado su hacienda en la lucha
por la independencia (lo cierto es que la mayoría de los “indemnizados” ni
siquiera luchó en el bando antiespañol).
Mintieron nuestros tribunos, nuestros próceres, los
historiadores del chauvinismo barato que nos enseñaron en el colegio. Mintieron
los ladrones del guano, los hijos del salitre. Sospecho que hasta González
Prada nos mintió cuando quiso contamos cómo fue que estuvo en la reserva de las
batallas por Lima de 1881. Y mintieron como bellacos el traidor Mariano Ignacio
Prado cuando fugó del país en plena guerra y el imbécil de Nicolás de Piérola
cuando se hizo cargo del poder y deshizo lo que quedaba del ejército del sur.
Sufrimos de mentiras ancestrales: fuimos una cultura
interesante y abarcadora, pero no fuimos, de ningún modo, el imperio milagroso
que nos contó Garcilaso. Nos faltó la rueda, la escritura, la intuición del
universo. La otra gran mentira raigal es que somos un país rico que desperdicia
su prodigiosa diversidad. No somos un país que tenga que agradecerle a dios
tantos dones. Al fin y al cabo, el primer capital de la abundancia es el hombre
y eso es algo que hemos descuidado de un modo tan cruel como minucioso. La
mitad de nuestra extensión es selva indómita y las tierras fértiles apenas llegan
a ser el 20% de nuestra superficie. ¿De dónde entonces ese complejo de magnates
con apetito de rentistas? ¿No es que la pandemia nos ha desnudado?
Aquí no se miente piadosamente. Se miente encarnizadamente,
con el talento de los picaros crónicos que modelaron nuestro modo de ser. Si la
mentira complace a la ilusión, como dijo Rezvani, el Perú es la nación ilusoria
fundada en el mito de la gloria y en la anestesia de la autocomplacencia.
La mentira puede ser un drama inevitable si es que
de eso depende nuestra vida. Eso fue lo que le pasó al periodista iraní Maziar
Bahari, corresponsal de “Newsweek”, acusado de espiar para los Estados Unidos y
obligado a admitir ante cámaras que era parte de un complot internacional
contra Irán. Esa, más que una mentira, fue un salvoconducto hacia la libertad.
Lo que me sorprende de mi país es que aquí la gente
miente sin necesidad. Miente como si la verdad le fuera insuficiente, poca,
despreciable. Como si la vida misma estuviese aquejada de aburrimiento si no
viniera la mentira para redimirla, salvarla y adornarla.
Se miente cuando se promete y aún se miente más cuando
se precisan fechas y detalles. Vizcarra, que era un buen gobernador moqueguano
y un tenista sudado y amiguero, ha aprendido a mentir como un virrey belga
desde que llegó a Palacio. No hay descripciones más detallistas ni plazos más
inamovibles que cuando se miente y se sabe que se está mintiendo. Y eso de que
la mentira tiene patas cortas, es muy relativo. En el Perú hay mentiras que van
a cumplir quinientos años y nadie se mete con ellas.
¿Quién no mintió? No nos mintió, por ejemplo, Túpac
Amaru. No mintió ni cuando fue funcionario virreinal y cacique favorito de los
chapetones. No mintió en el cadalso. Y su pronunciamiento libertario es una de
las páginas más bellas escritas por la indignación. No necesitó mentirnos
Bartolomé Herrera, padre del pensamiento conservador desde el convictorio de
San Carlos. No nos mintió Pío Tristán, que fue virrey crepuscular tras la
derrota de los españoles en Ayacucho y que más tarde sería presidente del
estado surperuano de la confederación peruano-boliviana ideada por Andrés de
Santa Cruz, otro de los que no nos mintió ni como visionario ni como estadista.
Como tampoco nos mintió Francisca Zubiaga, la Mariscala, hija de vizcaíno y
cusqueña y caudilla por mandato de genes y valor.
¿Quiénes nos mintieron más?
La lista sería interminable, de modo que haríamos
bien en elegir por nuestra propia cuenta. En mi modesta opinión, nadie ha
mentido más, a lo largo de estos doscientos años de república averiada, que
Alberto Fujimori. Para este samurái de cartón y hojalata la mentira siempre
fue un deber, una compulsión irrefrenable, una adicción opiácea. Mentía cuando
se veía acorralado y mentía cuando, relajado, hablaba con su servidumbre
periodística. Llegó a negar su propia huella digital puesta en un reconocimiento
de deuda dirigido a Susana Higuchi, la mujer a la que le mintió desde que
asumió la presidencia después de decirle al Perú que jamás haría “el shock del
Fredemo”. Fujimori nació con la mentira de su fecha de nacimiento (28 de julio)
y morirá con la mentira en la boca. Morirá diciendo que fue un gran presidente
y que jamás supo lo que hacía Montesinos, su secuaz, el hombre al que le pagó
15 millones de dólares de CTS llevados a Palacio en costales. Fujimori es de
los mentirosos que terminan creyendo la farsa que cultivaron y sus seguidores
son los miles de ciudadanos de mentira que aman ser engañados. Porque un país
de mentirosos no se explicaría si no hubiera enormes clientelas dispuestas a creerse
los cuentos de la abuela, las fantasías del vendedor de sebo de culebra, la
labia suasoria de quien inventa un mundo
paralelo. Mentirosos y engañados son un matrimonio infernal.
El gran problema es que la mentira como deporte
nacional ha creado esta atmósfera de mutua desconfianza, este intercambio de
sospechas, esta sombra ominosa que nos hace descreer de todos y que nos
convierte, simultáneamente, en blanco de recelos. Nos persigue una epidemia de
malicias recíprocas. La frase sartreana “el infierno son los otros” corre el
peligro de adquirir en el Perú la certeza de una verdad empíricamente
comprobada.
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