miércoles, 19 de noviembre de 2025

DANZAS DEL ALTO PERU

 LLAMERADA

Origen, historia y formas coreográficas de una de nuestras danzas, que en febrero pasado fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, como ha ocurrido con otros bailes de pueblos andinos.

José Carlos Vilcapoma

C

uando el Inca Túpac Inca Yupanqui alineaba su escuadrón en el Aucaypata, la plaza central de la alegría, en el Cusco, aprestán­dose a la conquista del Chinchaysuyo, recibía miles de guerreros que eran enviados desde todas las provincias del incásico, quienes se alineaban en escuadras en torno de la gran piedra de la guerra, el Usno. Se dice que llegaron a sumar cerca de cincuenta mil guerreros que se alistaban a la conquista más allá donde había dejado su pa­dre Pachacútec. Pero los guerreros no venían solos, cada escuadrón traía sus llamas, sus nobles anima­les; unas con manchas de colores y otras de color entero, blancas o negras. Las primeras eran los cargueros de vituallas, y las otras eran para el culto, el sacrificio y los ritos de agradecimiento a cuanta deidad se encontraba en el cami­no. Las blancas eran los presentes que debían de ser entregadas a los reyezuelos en el largo camino de Qapac Ñan.

Cada grupo militar se diferen­ciaba unos de otros por sus vesti­mentas, algunos por sus prestigio­sos cráneos deformados, como de los lóbulos de las orejas ensancha­dos con incrustación de oro, otros por las armas y llantos que usaban; banderas, adornos y guardas identificaban sus pertenencias locales, pero, sobre todo, por las llamas con que se acompañaban. Las más famosas venían del Qollao, del alti­plano cerca del gran lago Titicaca. Desde allí venían con sus criadores, especialistas del cuidado para la gran marcha. De mucho antes que los incas, data la fama de las llamas y sus llameros. Sin embar­go, eso no significaba que el animal solo era de altura, también podía vivir en los valles e incluso a nivel del mar. Eran animales sagrados para las apachetas del camino, para las montañas más altas, ríos y lagos de importancia, entre otros santuarios, como el medio de sub­sistencia de tamaño ejército por su bondadosa carne.

La noble llama (Lama glama), agrupadas con "delanteros" o jefes de tropa que se distinguen entre sí, por la campanilla de cobre que lle­van y sus atuendos de tejidos de co­lores en el pecho, conducían miles de llamas, y algunas transportaban materiales de guerra y vituallas, de 30 kilos aproximadamente, mien­tras las negras y blancas, sin carga, estaban especialmente destinados para los sacrificios religiosos y para las donaciones a los jefes de señoríos. Los llameros conducían sus hatos en estricto orden; llevaban adornos y algunos estaban "vestidos" flameando wífalas blancas. Solo marchaban los machos; las hembras se quedaban en las cañ­eras. También había los que trans­portaban los objetos básicos de los mitmas, forzados o voluntarios que iban a poblar las zonas vírge­nes conquistadas, o a reemplazar a otros que habían muerto o tenían trabajo ineficiente. Pero también, el noble animal, proporcionaba la carne para tan magnífico ejército.

Los que venían del Qolllao, te­nían sus propios criadores, famo­sos porque viajaban hasta el norte de Argentina o Chile, e incluso a las costas el Atlántico, para reali­zar el trueque y la mejora genética del propio animal. Eran arrieros famosos por sus largos recorridos. Estos criadores eran la herencia de las antiguas culturas del Tihuanaku, de los Pucara, o de los Chiri­pas, prominentes culturas que ha­bían heredado para la posteridad este arte de la crianza de la llama.

Cuando irrumpe España sobre nuestras tierras, no puede dejar de admirar este noble animal que pronto será confundido con los camellos tan comunes de otras la­titudes, de allí su denominación colonial de camélidos sudamericanos.

Como la labor en el prehispá­nico, no rígida y unilineal, como en Europa, aquí se combinaba esta ardua tarea con la danza, el baile, el canto, el lamento y el rito propi­ciatorio; su crianza estaba asocia­da a la danza que con el tiempo se conoció como la llamerada.


Esta danza ha superado la prueba del tiempo. La llamerada, como culto festivo a esta tarea, las hay en todos lados, sin embargo, la del altiplano puneño tiene su propio matiz y encanto. Se asocia a la concepción mágico religiosa de quechuas y aimaras, a la par que se  manifiesta en sus principales fes­tividades como los que se hace en honor a la virgen de la Candelaria, a la Inmaculada Concepción, o en tiempo de carnavales, entre otras. De allí que con cariño se le llama, los Llameritos.

La danza de pastores es prac­ticada en distintas zonas de la región con una variedad de ca­racterísticas y nombres. En las comunidades andinas, se le cono­ce como danza de los "Llameritos", mientras que en las zonas urbana rural se le conoce como "Danza de Llameros". Asimismo, la danza de la llamerada constituye un baile festivo tradicional con una forma musical y coreográfica especial. La simbología refleja una práctica del hombre en permanente diá­logo con su animal. Se representa en casi todas las provincias de la región de Puno. Son famosos los llameritos que llegan a la festividad de la Virgen de la Candelaria, sea para mostrar de­voción y agradecimiento a la vir­gen, como para participar de los concursos de danzas que tienen lugar en el estadio Torres Belón. Recorren sus calles indistintamen­te, los puede haber de varios lados. Son famosos los de Carabaya, en especial los llarmeros de Macusani, donde los paneles de pintura ru­pestre los han impregnado para la posteridad, como los de Paratía, los de Cantería, de San Román, Juliaca, entre tantos pueblos puneños. Como el baile se asocia al rito, se hace previo a sus representacio­nes la Llama t'inka como en sus pueblos, donde se realiza en el mes de agosto, en el que las montañas están abiertas y pueden recibir las ofrendas de propiciación.

La llamerada es a la vez, un agradecimiento al noble animal, por ser utilitario y compañero de viajes, como de culto, reconocién­dose su uso como transporte de carga, producción de fibra y carne, fuente de alimento. En el sistema de creencia, la llama propicia la prosperidad y la reciprocidad con la Pachamama, estando presente en las mesas de pagos del altiplano, sin contradecir que; en carnavales se les dedique espacios para el conteo y su marcación festiva.

La danza es elocuente, los va­rones llevan pantalones cortos de bayeta de color generalmente negro. Se cruzan una manta a las espaldas haciéndose el nudo en el pecho, en el que llevan sus vituallas o comidas de auxilio, mientras las mujeres de faldas rojas, con mantas más pequeñas, con mon­teras de color que se distinguen de los varones, danzan con velocidad que recuerda la ágil labor al lado de sus llamas. Giran sus liwis, sus hondas ante la atenta mirada del caporal o mayordomo, el patrón de los hatos de ganado, que bien se acompaña con quena, pinkullo o tarkas dependiendo del pue­blo que la ejecuta. Se adornan de monteras generalmente de tres puntas, tanto el varón o las mu­jeres. Sus chuspas son bolsitas tejidas por ellos mismos donde se lleva la infaltable coca ritual, que anima la labor del pastoreo. El lá­tigo o zurriago es el wichi wichi. Otras tropas de llameros usan mascarillas, dando importancia a la fuerza de la careta que genera una fuerza misteriosa hacia den­tro como hacia afuera.

Muchas comunidades de alti­plano representan este complejo proceso de la crianza de la llama a través de la danza, en coreografía rígida, como son las danzas: zigzagueante, acompaña­do de hondas rituales. Sus mujeres son animadas en la danza por el bombo, mientras ellas bailan alrededor de los va­rones, buscando trenzar sus hon­das para luego desamarrarlas ante el júbilo del público. Una forzada analogía con la tropa de las llamas, hace que en la re­presentación se imite al Jañacho, al líder de las llamas, al delante­ro, pues un personaje conduce la danza como si fuera su hato. Muchos llameros llevan su llamerito, su réplica, su doble, en miniatura. Es su camaquen, su alter ego. En­tre sus mantos pueden llevar las illas, una reproducción mágica del animal que sirve para buscar su fertilidad. El awatiri o mayordo­mo representa la mayor jerarquía de los danzantes en la compañía. Su coreografía refleja el largo tra­jinar de estos hombres de altura, hacia lugares inhóspitos.

Ejecutan esta danza en luga­res abiertos como cerrados. Su música es ágil, alegre y de complementariedad de género, de allí la importancia del diálogo coreo­gráfico entre hombres y mujeres, muchas veces en diálogo de amor a través de sus hondas. Hay cánticos de loas a las llamitas, como a la misma labor de los llameros. Con el tiempo se impregnó los instrumentos cordófonos y no es extraño ver que en algunas co­munidades sean estudiantinas las que acompañan la danza.

Es deslumbrante verlos en la fiesta en honor a la virgen Candelaria, al lado de diabla­das, morenadas, cullahuadas, tuntunas, sayas y caporales, en honor a la virgen de la Candela. Con justicia ha sido declarada Pa­trimonio Cultural Inmaterial de la Nación. <♦>

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