DICTADURAS
ORGANIZADORAS
César Hildebrandt
En HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nª 672, 9FEB24
“Maestros con ideologías violentistas serán
cesados”, festeja una columnista en “El Comercio”.
Y en otras publicaciones y redes una turba de
inquisidores aplaude la ley que el gobierno ha proferido y que permite el
despido de quienes esparzan en las aulas “doctrinas que no respeten la
Constitución”.
¿Qué diablos es respetar la Constitución?
Es suscribir a pie juntillas el catecismo
neoliberal con el que la dictadura del hombre que quiso ser senador japonés nos
metió en un calabozo. Y así estamos desde 1993: en el Estado del malestar. En
el mundo donde Rutas de Lima puede decir, con todo derecho “constitucional”,
que el poder judicial ha violado la ley al prohibir uno de sus peajes. Porque
-Fujimori dixit- “los contratos son leyes”. En el mundo donde una pandemia como
la del COVID nos agarra del pescuezo con menos de cien camas de cuidados
intensivos. En el mundo donde los monopolios actúan alegremente y los
oligopolios afilan sus clientes para ascender hasta tener el dominio completo
del mercado. En el mundo en el que los sindicatos pertenecen al pasado y hemos
hecho crecer cuatro veces el PBI pero seguimos teniendo 30% de pobreza y 75% de
informalidad.
La Constitución surgida del golpe de estado de 1992
es, por esencia, irrespetable. Censurarla, zarandearla, exigir su cambio es
demostrar estar vivo y seguir pensando. ¿Quieren Boluarte y Otárola que los
maestros sean escuderos de una Constitución que creó este modelo económico
profundamente estúpido?
Seguro. Ambos son súbditos de este sistema,
escuderos episódicos de este proyecto que conduce al fracaso social y a la polarización
política.
Al mismo tiempo, un congresista especialmente primario
demanda la restitución de los jueces sin rostro. Es el modo criollo de ser
bukelista, fan de ese presidente salvatrucho que ha impuesto “el orden”
zurrándose en la ley y creando un poder absoluto que hubiera excitado a José
Santos Chocano, el poeta peruano que amaba “las dictaduras organizadoras”.
¿Jueces sin rostro? ¡Cómo no! Los asustados de siempre los quieren de vuelta. Y al lado de ellos, testigos también encapuchados, nombrados por códigos y declarando ante fiscales igualmente anónimos. Al final, abogados que no pueden ejercer defensas, sentencias secretas, cárceles modelos. El sudaquismo en su esencia: el desespero por la inseguridad y el pensamiento mágico como alivio. La realidad, sin embargo, ha demostrado hasta la saciedad que los populismos autoritarios tienen vocación de quedarse: los remedios aspiran a ser tratamientos de por vida. La vanidad de los caudillos y los laboratorios farmacológicos actúan de la misma manera.
Este gobierno ha matado a 50 personas y no hay nadie
en la cárcel por ese crimen. ¿Esa fue la cuota inicial del bukelismo que
algunos desean para el Perú?
Los que sueñan con Bukele lo que quieren, desde un
inconsciente descarado, es el retorno de Fujimori.
En 1990 un país en profunda crisis apeló a un hombre
sin escrúpulos democráticos (y de ninguna otra índole) para reconstruirse. Ese
país era el Perú. El hombre que fue capaz de sacarnos del abismo fue también
capaz de sumergirnos en un abismo de purulencia que hasta ahora infecta
nuestra sangre, nuestras instituciones, nuestra memoria.
¿Valió la pena el experimento? Por supuesto que no.
El país que Fujimori hizo a su imagen y semejanza es el que no puede librarse
de su legado, el de los presidentes sucesivos, el de los derrotados que no
admiten su derrota, el del Congreso plagado de hampones, el de las
instituciones en ruina. Fujimori no reconstruyó el país, sino que lo armó con
piezas de nuestro peor pasado. Fujimori fue como si metiéramos en una licuadora
a Mariano Ignacio Prado y José Rufino Echenique e hiciéramos con ellos un zumo
exquisito de deméritos. Tendríamos que añadirle, claro, una onza de sake y unas
cáscaras del peor leguiismo.
La pesadilla de la inseguridad ciudadana puede
llevamos a soñar con el atajo de un monarca absoluto. Y hay gente, en efecto,
que está dispuesta a renunciar a las libertades esenciales con tal de vivir en
paz. Pero eso también pensaban, en 1948, los checoslovacos que no dijeron
mucho cuando el Partido Comunista dio un golpe de estado e implantó la unánime serenidad
que amaba tanto Stalin <>
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