MAMITA CANDELA
ESPLENDOR
DE LA DANZA EN LA CAPITAL FOLCLORICA DE AMERICA
EL DORADO, ed. PROMPERU abril 1975
B |
ailan como pájaros, como demonios y ángeles en el
campo y ante el regocijo del sol, escribió
José María Arguedas a propósito de la Fiesta de la Virgen de la Candelaria,
festividad cumbre del departamento de Puno. La cantidad y variedad de danzas
que existen en la región es de veras impresionante. Las hay de contenido
tradicional y rural (waca waca, kullawada, llamerada, wifalas, sikuris y
choquelas) y más moderno y citadino (morenada, Rey Moreno, caporal).
Pero la más espectacular de todas es la diablada.
Aunque no existen datos completamente fidedignos
sobre su origen, la tradición oral ha legado una serie de versiones que,
transmitidas de generación en generación, renuevan constantemente la magia de
la fiesta. Algunos estudiosos localizan antecedentes prehispánicos en los
ciclos agrarios de siembra y cosecha, pero son más los que la relacionan con la
actividad minera de la zona.
Cjapos en la vìspera |
Hay otra versión más profana y emancipadora, que se
remonta a 1781, durante el sitio que impuso don Diego Cristóbal Túpac Amaru al
frente de 20 mil nativos, que se posesionaron de los cerros aledaños a la
ciudad, dispuestos a invadirla. Los señores alarmados, sacaron en andas a su
“patrona” y milagrosamente los indios regresaron a sus comunidades. Se dice
que los rebeldes habrían escuchado que un tropel de diablos se acercaba a
liberar a los sitiados, en medio del estrépito de tambores, trompetas y fuegos
artificiales.
LLEGAN LOS DIABLOS
Si bien es cierto que los diablos como tales
hicieron su aparición recién a la llegada de los españoles, existe una danza
ancestral que podría establecerse como antecedente. Se trata del janchancho,
rito de agradecimiento a aquellas entidades a las que la mitología andina
atribuye residencia en los subsuelos y propiedad sobre ellos, y a quienes se
honra por permitir la extracción de las riquezas de sus dominios. Durante el
ritual -también vinculado a la actividad minera- los danzantes dan ofrendas a
la tierra acompañados de música de zampoñas y máscaras de venados con largos
cuernos, que los cristianos asocian con el demonio.
Alferados |
Este dominio de los diablos por el arcángel, que
simboliza el sometimiento de una tradición por otra, no canceló los alcances
míticos y rituales de la fiesta original, simplemente los confinó a la
dependencia del cristianismo a través de la Virgen de la Candelaria,
dice Edwin Loza, mascarero puneño, que durante 20 años ha sido diablo y
arcángel de la fiesta.
La Candelaria es una virgen pequeña, de tez muy blanca y cachetes sonrosados. La única blanca que hace milagros a los indios, escribió en 1620 el cronista fray Antonio de Calancha. Su fiesta se celebra los primeros días de febrero y tiene dos fechas principales: el Día y la Octava (ocho días después). Los festejos empiezan al amanecer, con la llamada Bajada del ccapo, aunque desde la víspera visitantes y curiosos hacen guardia en el parque Pino, que huele a incienso y flores silvestres traídas desde las alturas, mientras beben generosamente preparando el alma y el cuerpo para la fecha señalada.
Mamita Candelaria y el Niño Jesús |
El ccapo es una ruidosa cuadrilla de comuneros, con sus respectivas autoridades, que llevan muías y llamas cargadas de leña con la que hacen humeantes hogueras que prenden a su paso. El gesto es una ofrenda al apu (el espíritu del cerro) para pedir que las heladas no malogren los cultivos por cosechar.
La madrugadora comparsa, a la que se van sumando
espontáneos, bailarines, curiosos y turistas, se dirige a la Plaza en medio del
estruendo de retretas, cohetes y campanas de iglesias que tocan a rebato. Las
bandas interpretan con verdadero fervor y unción los marciales sones de la
Marcha DE ATAQUE de Uchumayo, en recuerdo de la victoriosa batalla contra el
ejército realista en las alturas de Arequipa.
Y mientras los danzarines llegan del campo para
acompañar a la procesión, las andas de la Virgen de la Candelaria salen a
recorrer las calles sobre los hombros de los notables del pueblo, designados
de antemano. Detrás de la imagen se agrupan curas, acólitos, fieles, cristianos
y paganos. Antes de terminar la mañana, la ciudad es un hervidero de gente,
olores, licores y música. Todos los danzantes del campo, tocados con plumas de
cóndor de la cabeza a los brazos, aportan el sonido autóctono de sus tambores e
instrumentos de viento, brindando un espectáculo aparte. Con ellos va el kusillo
(bufón) o el macbu tusuq (viejito) personajes satíricos que pasan
delante de la Virgen afirmando sus creencias y su concepción del mundo,
singular mezcla de paganismo y religión.
FIESTA DESATADA
Después de la adoración a la Virgen, las comparsas
siguen rumbo al cementerio para saludar a sus muertos. Es impresionante ver
esa explanada tomada por los diablos y sus bandas de música, que no dejan de
bailar ni un instante. Las tumbas sirven para tender la mesa donde se come y se
bebe, y todos bailan porque basta los muertos se integran a la fiesta, dice
Loza.
Las cuadrillas de la ciudad, al mando del alferado,
suerte de padrino de esta efeméride mágico-religiosa, se suman a la procesión.
El alferado es el encargado de organizar y sufragar, casi siempre con el
aporte voluntario de otros entusiastas, las diversas actividades que aseguran
el buen curso de la fiesta, que van desde la confección de un nuevo manto para
la Virgen hasta el alojamiento y la alimentación de los pirotécnicos que, por
lo regular, trabajan desde 30 días antes en la elaboración de los fuegos
artificiales. El alferado es también el encargado de los banquetes durante las
vísperas y en la Octava, y quien preside la Entrada de ceras, solemne
ceremonia en la que un grupo de elegidos, portando enormes velas de sofisticado
diseño y colorido, ingresa a la iglesia llevando un obsequio a la “patrona”.
Euforia en Parada de Arte Popular Coreográfico |
Por eso es conocida también como “la fiesta de
los trajes de luces” por sus suntuosos vestuarios, recargados en pedrería,
hilos de oro y plata, perlas, cintas, lentejuelas y bordados. En los últimos
años, los concursantes han ido introduciendo variantes en las coreografías con
el objeto de ganar espectacularidad.
Después de su presentación en el estadio, los
danzantes ganan las calles desplegando llamativas acrobacias sin pausa ni
tregua. Días y noches de bebida y baile a casi 4.000 msnm, exigen un estado
físico para el que se han preparado todo el año. Se turnan las chinas-diablas,
con sus -de un tiempo a esta parte- minúsculas polleras de colores; los
diablos, portando máscaras de yeso o latón de hasta siete kilos y ataviados
con capas bordadas que pueden superar los 15 kilos; los morenos, con
sus ojos desorbitados y labios caídos que simbolizan los síntomas del mal de
altura; los bufones, con sus abrigos tejidos en lana de oveja y
coronados con cuernos; los Harneros, que representan a los pastores; y
los sikuris, choquellas, ayarachis y quenacbos, cuyas inconfundibles
máscaras contribuyen a dar a esta fiesta una impresionante variedad.
A media semana, después de la Octava, empiezan las
despedidas o cacharpari, ritual que anuncia el carnaval y obliga a cada
conjunto a celebrar una misa y danzar en el templo. Los adioses pueden
prolongarse por 10 o 15 días, según el número de conjuntos participantes.
Cuando el último danzante se ha despedido de su “Mamita Candelaria”, ésta
regresa a su altar y la calma retorna al pueblo. Aunque sólo por el tiempo necesario
para que el contagiante frenesí de los diablos, que sigue hechizando a quienes
visitan la Meseta del Collao, pueda volver a tomar las calles de la mítica
ciudad del lago. ❖
"Lanzamiento" pre festividad en el Teatro Nacional del Perú |
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* periodista especializada en
temas culturales
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