EL CHAVISMO ENTRE NOSOTROS
Juan
Manuel Robles
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 607, 140CT22 p. 14
Se
supone que el “chavista” iba a ser Pedro Castillo. El que iba a torcer las
leyes, copar las instituciones, cambiar la Constitución o interpretar
torcidamente la carta magna para tener control absoluto del poder y burlarse de
la voluntad popular. Se supone que era el “chavismo” importado por Castillo el
que usaría a los órganos
del Estado, a la Fiscalía, a la Policía, para perseguir a sus enemigos en redadas humillantes, desproporcionadas,
para neutralizarlos retirándolos de la vida civil, afectando no solo a los
implicados sino a sus familias (como medida de presión y chantaje), todo
transmitido en directo y en cadena, muy chavistamente, por canales de
televisión dóciles.
Se
supone que iba a ser el “chavista” Castillo quien iba a desestabilizar al país
con sus exabruptos y bravuconadas, el que iba a desconocer
elecciones y boicotear al vencedor, generando hostigamiento permanente, al punto de impedir a sus enemigos políticos
electos el derecho elemental de hacer viajes protocolares en representación del
país. Se supone que era el “chavismo” de Castillo el que iba buscar cambiar leyes a la mala, para la reelección.
Pero
no. Si esa caricatura de chavismo que nos machacaron los medios —durante casi
dos décadas— va llegando al Perú no es por Castillo, un presidente gris, sin
hoja de ruta ni norte, que sigue el patrón neoliberal sin imaginación ni grandes
ideas, y peor, sin ganas
de luchar por cambios sociales. Esa caricatura del “chavismo”
la tenemos, en una versión germinal pero con líneas muy definidas, en el congreso
y el entramado político que lleva más de un año tratando de patear el tablero,
y que, cada vez con más descaro —en un in crescendo típico de
los “chavismos”—, desacata leyes, o las tuerce, a la prepo.
No creo
que a estas alturas sea exagerado decir que el Perú es víctima de un autoritarismo ramplón en que las
leyes importan poco y la Constitución
está pintada de adorno. Una opresión comandada por un Congreso de la peor calaña, que nos arrastra a la parálisis
y que trabaja, en una confabulación ya
inocultable, con otros poderes e
instituciones. El Poder Judicial, el Ministerio
Público, la Defensoría del Pueblo, el Tribunal Constitucional y la prensa
privada tocan la misma partitura en pos de un objetivo claro: avasallar al
Ejecutivo y tumbarse al presidente.
La
sensación opresiva es cada vez más palpable. Si hace un año los canales
de televisión se cuidaban de cumplir con la cuota divergente, hoy son un coro
monocorde que ha instalado la idea de que el presidente debe irse sí o sí.
No se confundan. Son los vientos de un
autoritarismo congresal, un “chavismo" parlamentario que va ganando
terreno haciendo el país insufrible y tal vez inviable.
Esta
semana la Fiscal de la Nación presentó contra el presidente una acusación constitucional que es inconstitucional. Tiene el apoyo de
todo ese tinglado de instituciones, poderes fácticos y una prensa de micrófonos
caídos. Es la manifestación nítida de este “chavismo” en que nos
hemos metido sin siquiera haberlo elegido en las urnas. La acción de la fiscal
parece parte del ya conocido plan, pero es más grave. Hasta ahora, los intentos de sacar a Castillo
de la presidencia eran parte de un complot bastante idiota que venía de
diversos congresistas muy turbios pero también demasiado risibles como para
tomárselos en serio. Esto incluye a los fujimorismos vacadores, a la
lampa zombi y al centro neoliberal que dice “adelanto de elecciones” creyendo,
huachafamente, que así quedan mejor.
Colchado, fiscal |
Quién lo diría. Se supone que el “chavista” era Castillo, el que iba a usar los favores de funcionarios cuestionadísimos en puestos clave para revestir de apariencia legal el abuso y la concentración de poder. Se supone que iba a ser ese “chavismo” rojo el que convertiría a esos funcionarios supuestamente neutrales en títeres políticos avezados, al punto de ponerlos a escribir artículos en diarios afines a la causa.
Era el
“chavismo” de Castillo el que iba a crear un estado de hostilidad incesante,
en que se toleraría la
turba y la violencia verbal, y se normalizaría abrir los micrófonos para
decirle “burro” al adversario político, como si nada. Qué irónico y qué
terrible.»
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Los subrayados son nuestros
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