QUELQATANI
Omar Aramayo
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Se encuentra en los años finales de su existencia, ello se
debe principalmente a la estructura lajosa del abrigo rupestre, donde los
antiguos peruanos registraron escenas de caza, pesca, danza y ritualidad.
Aunque no solo a eso van los visitantes, salvajes, que
inscriben sus nombres, que hurtan pedazos de roca para llevárselas de recuerdo
o para arrojarlas en el camino. Decenas de promociones de universitarios y
estudiantes de secundaria han dejado ya muy poco para poder ver. Ayer me quede,
otra vez, asombrado con las ruinas de lo que alguna vez fue el santuario
gráfico más importante del Perú.
La última vez que estuve en Qelqatani (del aymara: lugar
donde hay es escritura) fue en 1978 en compañía del médico veterinario Julio
Bustinza y un grupo de científicos sociales de la Universidad Nacional del
Altiplano de Puno. En aquella oportunidad, se podía observar millares de
camélidos, vicuñas, guanacos, llamas y alpacas, hoy no llegan ni a medio
millar, y eso por la destrucción de sus hermosos frisos pétreos.
La comunidad de aymaras que habita en las inmediaciones, las
familias Chambilla, Jaliri, tienen una remota idea de su heredad. El año 2000
un gringo llamado Mark, previa propina hizo excavaciones y se llevó las
evidencias de puntas líticas, ceramios, y lo que pudo.
El pueblo Aymara en su apariencia ha cambiado muchísimo en
referencia a mi visita del siglo pasado. No usa poncho, ni pantaloncillos de
bayeta, ni ojotas, ni polleras de lana de oveja o alpaca. Su caballo es la
motocicleta, miles de motocicletas van por los caminos de la cordillera, a
orillas del río, que es el eje de la vida de esos viejos aymaras, ahora
convertidos en truchicultores. La trucha en estas cordilleras, casi 5 mil msnm,
sí que son lo que su marketing y su prestigio declara, son sabrosísimas.
De Puno a Ilave, de allí a Mazocruz, rumbo a la tripartita,
en la cordillera occidental, a treinta horas por tierra desde Lima, a mil años
luz del Estado, y a mil quinientos de las autoridades locales.
Marzo 2021
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