LECTURAS INTERESANTES Nº 985
LIMA PUNO 9 OCTUBRE 2020
EL GRAU VERDADERO
César Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 510, 9OCT20
¿ |
Qué
haríamos los peruanos sin Grau?
Nos
quedaría el gran Bolognesi, claro, que fue muerto después de la derrota y
rendición de la plaza de Arica y cuyo cráneo quedó abierto de un guaso culatazo,
según el testimonio más confiable.
Nos
quedaría Cáceres, por supuesto, que organizó la resistencia y reclutó a un
ejército campesino para combatir al invasor. Pero como insinúa Basadre, Cáceres
tuvo el mal gusto de no morir en Huamachuco y convertirse, más tarde, en vulgar
presidente y aspirante a dictador.
Nos
quedarían los que pelearon como tigres en Tarapacá, los que estuvieron en
Concepción sacando la cara por el país vejado, los que dieron la vida en las
batallas de Lima, planificadas por el payaso Piérola y su corte de ineptos.
Oleo de Bruno Portugues |
Hubo
gente que nos honró y otra que nos avergonzará para siempre. Fracasamos como
nación y eso no fue responsabilidad de “una raza abyecta”, como propuso infelizmente
el señor Ricardo Palma, sino de la clase dominante que se negó a pagar
impuestos extraordinarios para costear la guerra y que tuvo en Prado y Piérola
a sus más fieles representantes. Fue el civilismo, entendido como aristocracia
de origen rapaz, el que saqueó el país y el primero en huir de sus deberes. Fue
el militarismo de los primeros años de república el que anarquizó el país en un
festival de codicias que hizo imposible la construcción nacional. Chile tuvo a
Portales, obsesionado con el dominio del Pacífico sur. El Perú debió
contentarse con Gamarra, que peleó al lado del general chileno Bulnes y en
contra de la Confederación Perú-Bolivia.
Miguel
Grau fue el hijo ilegítimo de un coronel colombiano afincado en el Perú. Siendo
niño, a los nueve o diez años según qué fuente se consulte, fue embarcado como
aprendiz de grumete en un barco mercante, lo que no dice mucho del amor que sus
padres sentían por él. A la marina recién entró a los 20 años de
edad y dos años después, en 1856 siendo alférez de fragata, se plegó a la
revolución reaccionaria que Manuel Ignacio de Vivanco armó en contra del
gobierno liberal de Ramón Castilla. Grave error de perspectiva que desmiente la
leyenda infantil de su inmaculada condición de “demócrata cabal”. Como se sabe,
la revolución vivanquista se dio, entre otras razones, por el descontento que produjo
entre los ricos del Perú la abolición de la esclavitud. La guerra civil
desatada por Vivanco fue el negado antecedente del conflicto secesionista que asolaría
Estados Unidos poco después. Como el golpe de Vivanco fracasó, Grau tuvo que
irse expulsado de la marina de guerra. Sólo pudo regresar en 1863 gracias a una
amnistía. Pero más tarde, Grau volvió a las correrías del aventurerismo
político cuando se sumó al popular movimiento insurreccional de Mariano Ignacio
Prado, prefecto en ese entonces de Arequipa, en contra del gobierno de Pezet.
Este fue acusado, con razón, de actuar débilmente en contra de España y terminó
renunciando. El general Pedro Diez Canseco, que había sido proclamado presidente
sustituto por los golpistas, hizo lo propio y fue entonces que Prado fue
nombrado abiertamente dictador. Lo que pasó el glorioso 2 de mayo de 1866 no
borra el carácter del movimiento golpista del que Miguel Grau fue partícipe.
¿Su
declaración de rebeldía frente al nombramiento del comodoro estadounidense
Tucker como jefe de la armada peruana fue un gesto patriótico? Seguramente que
sí, pero se sumó a una nutrida vocación por la desobediencia y el estropicio
institucional.
Los biógrafos
oficiales de Grau sólo mencionan el gesto que tuvo ante la fechoría de los
hermanos Gutiérrez (1872), pero omiten las mencionadas incursiones en la
política insurreccional que caracterizó buena parte del siglo XIX peruano.
Y bien,
este crónico rebelde que fue sacado de las filas de la marina de guerra dos
veces, que bombardeó el Callao desde el navío “Apurímac” en 1857, que llegó
preso a la isla San Lorenzo cuando incurrió en desacato al desconocer el
nombramiento de Tucker, es el mismo titán que el 8 de octubre de 1879 sabe que
va a morir y muere, sabe que tiene que sacrificarse y se sacrifica, sabe que
dejará a sus hijos huérfanos y viuda a su mujer y desamparado el mar donde
había hecho de las suyas y allí está, en la torre de mando, tan cerca del
“Cochrane” que puede sentir el odio de sus enemigos y mirar el cañón que habrá
de volarlo en pedazos.
Andrés
Avelino Cáceres, perseguido en dos frentes, está a punto de vencer en Huamachuco.
La fatalidad es la escasez de municiones. La última derrota de la resistencia
es un asunto de pólvora y cartuchos. Cáceres huye en su caballo “Elegante”. Ha
cumplido con creces con su país. Es un héroe. No se parece a la Lima
señoritinga que convive servilmente con el ejército de ocupación.
Con
Grau la cosa es muy distinta. Grau sabe que su destino es la muerte. Que seis
meses de burlas a la poderosa escuadra enemiga tendrá que pagarlas con su pellejo.
Y allí están sus cartas, sus comentarios: se sabe destinado a la inmolación. En
1878, un año antes de que el guano y el salitre se hicieran irresistibles para
Chile, lo ha proclamado en su análisis sobre el estado de nuestra marina.
Su
británico jefe de máquinas escribirá después que el almirante pudo aumentar la
presión de las válvulas cinco horas antes del desenlace y que eso pudo cambiar
la historia. No. No habría cambiado nada. Tarde o temprano, el “Cochrane” y el
“Blanco Encalada”, tres veces más poderosos que el “Huáscar”, emboscarían al
más ejemplar de los peruanos.
Y así
fue. La escuadra casi completa del enemigo cercó al “Huáscar” y Grau, como
quienes murieron como él aquella mañana decisiva, asumieron la tarea más digna
que la condición humana nos puede demandar: morir con dignidad.
¿Qué
haríamos los peruanos sin Grau?
Que los
especialistas en salud mental digan de qué tamaño es el servicio que el héroe
ha prestado a la autoestima de este país a veces tan ingrato. ▒▒
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